martes, 10 de mayo de 2011

Libros de Derecho de Consumo: “La protección jurídica del consumidor sobreendeudado e insolvente”, de María Isabel Álvarez Vega


En España no existe legislación específica que regule el fenómeno del sobreendeudamiento, concepto éste último que, como apunta la autora, resulta falto de definición legal. Por el contrario, existe una amalgama de disposiciones que se enfrentan -en ocasiones, de un modo incoherente- con este problema al que, cada vez con más frecuencia en un contexto de recesión económica mundial, afecta a consumidores de todo el mundo y, por supuesto, también alcanza a los hogares españoles.

Se exponen en esta obra interesantes cuestiones, desde el punto de vista del trabajo legislativo que debe abordar España para intentar regular eficazmente mecanismos de defensa del consumidor sobreendeudado, comprendiendo tanto las normas materiales a realizar -partiendo de la realidad de la existencia de un defectuoso modelo vigente que fía la solución del sobreendeudamiento de los consumidores, personas físicas, a una Ley Concursal más bien pensada para ser aplicada a otros destinatarios, como son las personas jurídicas con actividad empresarial- hasta la elaboración de normas procedimentales que serían necesarias adoptar y que conllevarían tanto procedimientos propiamente judiciales, como procedimientos de distinta naturaleza  que afectarían a la actividad de las Juntas Arbitrales de Consumo y, por tanto, a las Administraciones Públicas sirven de sostento al sistema arbitral.

En todo caso, está claro que las Administraciones de Consumo se ven inmersas de “hoz y coz” en la protección jurídica del consumidor sobreendeudado e insolvente, tarea cuyo abordaje debería ser ponderado debiendo considerarse si la dotación de recursos materiales y humanos de las que disponen estas Administraciones son los más adecuados para realizarla. 

Se habla mucho de la “Huida del Derecho Administrativo”, pero poco de la “Huida del Derecho Económico” que se efectúa en muchos casos a través de disposiciones normativas encomendando actuaciones de control sobre actividades evidentemente financieras a los servicios de consumo, cuando deberían ser órganos supervisores especializados los que deberían controlar aquéllas.

Ejemplo de ello es la regulación sobre “contratación de bienes con oferta de restitución de precio”, regulación cuya denominación ya denota la operación financiera que subyace en la actividad regulada o la reciente regulación de las entidades de reunificación de deuda (Ley 2/2009, de 31 de marzo).

Ello nos permite hacer varias reflexiones partiendo ya de experiencias relatadas a lo largo de la obra, tales como el célebre caso “Opening”, donde a miles de alumnos de toda España a los que las academias cerraron sus puertas se les exigió seguir pagando sus créditos bancarios a pesar de no recibir los servicios financiados y cuyos contratos fueron firmados en las propias academias, o los aún candentes casos “Forum” y “Afinsa” que llevaron al traste en muchos casos la totalidad o mayor parte de los ahorros familiares de muchos miles de consumidores.

En estos casos, al igual que en la problemática de sobreendeudamiento, hay conjunto de reglas, normas jurídicas, que visto lo que ha pasado, es evidente que fueron deficientes a la hora de prevenir y atajar conductas lesivas a los intereses de los consumidores.

No obstante, estos problemas distan de tener sólo una óptica jurídica.

Es necesario alzar la vista y contemplar también el contexto social y económico en el que acontecen y constatar la esquizofrenia que supone apostar por una economía de libre mercado, en el que el consumo es la gasolina que, necesitada de quemarse con mayor intensidad, alimenta el motor del sistema, en el que la facilidad crediticia resulta necesaria para alimentar ese consumo. Este es el sistema basado en el consumismo y en el que la publicidad nos demuestra que todo producto, bien o servicio por complejo o costoso que éste sea puede estar al alcance de cualquiera. Por ello resulta chocante esa incentivación hacia el consumo, esa falta de control y que, a la vez, se exija a las Administraciones acciones para evitar que se produzcan situaciones de insolvencia y que, cuando éstas se produzcan, se rompa el principio que alimenta el sistema: la confianza.

La confianza de un sistema de libre mercado basado en una economía liberal de libertad de intercambio de bienes y servicios fundamentado en el dogma de la autonomía de voluntad -que con mayores o menores matices parte de una teórica e inexistente igualdad entre las partes suministradoras o vendedoras y receptoras o compradoras de servicios y bienes- para contratar espera del deudor que cumpla cabalmente sus obligaciones o que se atenga a soportar la ejecución de sus bienes comprometidos por la deudas. 

Sistema jurídico-económico que va a exigir dos resultados aparentemente contradictorios: que “se pague lo que se debe” (principio de responsabilidad basado en el cumplimiento de un compromiso contractual voluntariamente asumido) y que, a la vez, el consumidor no quede apartado del sistema, ya que es al propio sistema al que le interesa que siga consumiendo. No hay que olvidar que el consumo es el motor de la economía.

Y aquí, en esta situación de sobreendeudamiento, además del sobreendeudado existen frecuentemente dos elementos que casi siempre aparecen en el escenario: un elemento subjetivo,  las entidades financieras (con o sin el ropaje formal del mero adjetivo “financieras”) que van a exigir el pago de las deudas y, de otra parte, un objeto, un elemento material u objetiivo que constituye -o debería constituir- el bien más codiciado, por valioso, a los efectos de solventar total o parcialmente dichas deudas: la vivienda del deudor.

Sobre las complejas interrelaciones de estos actores, en relación con el sobreendeudado, es sobre lo que ha de pivotar lo sustancial de la temática del sobreendeudamiento.

Apuntemos algunas cuestiones sobre las que la autora reflexiona más profundamente en su obra:

-¿Deben responder las entidades financieras ante situaciones de insolvencia causadas por una conducta irresponsable a la hora de otorgar créditos sin haber estudiado suficientemente el estado de solvencia de los deudores?.

-¿Ha sido lícita la publicidad y suficiente la información dada sobre los productos financieros que comprometen la solvencia económica de los consumidores?.

-¿Son correctas las prácticas bancarias sobre cláusulas abusivas en contratos con los consumidores?.

-¿No resulta paradójico que el principal instrumento de acceso al crédito, tarjetas de crédito, utilizadas millones de veces cada día, no cuenten con una regulación específica más allá de meras circulares del Banco de España?.

Partiendo de que el sistema de cobro de deudas está basado, fundamentalmente, en la posibilidad de resarcimiento de deudas a través de las ejecuciones hipotecarias a efectuar,  ¿sería viable una normativa que establezca la imbargabilidad de un inmueble destinado a vivienda familiar susceptible de ser ejecutado hipotecariamente?.

Contrariamente a lo que ocurre en otros sistemas concursales extranjeros en nuestro país no puede obtener la liberación de sus deudas, ignorándose la toma en consideración del carácter fortuito de la situación concursal del deudor, dificultando o imposibilitando la eventual rehabilitación económica o (“fresh start”) producida por la liberalización de la obligación de pago tras la conclusión del concurso o durante un plazo determinado posterior a dicha conclusión. El sistema concursal español, por el contrario, expone al deudor –hasta el plazo de prescripción de las deudas- a las ejecuciones singulares de los acreedores o, incluso, a la reapertura del concurso “gota malaya ” o “torre del deudor”. ¿Es conveniente este cómputo a cero de las deudas en caso de insolvencia? .

Sobre estas cuestiones nos habla María Isabel Álvarez Vega en su obra cuya lectura nos ha perecido muy esclarecedora aportando una visión tanto amplia como profunda del problema del sobreendeudamiento que, con mayor intensidad, están sufriendo los consumidores españoles y que necesita una regulación normativa adecuada.

El libro “La protección jurídica del consumidor sobreendeudado e insolvente”, está publicado por la Editorial Civitas en su colección “Estudios y Comentarios”.

La economía de la infelicidad, de Borja Vilaseca

La economía de la infelicidad

BORJA VILASECA 08/05/2011

Fuente: El País

La economía no es algo ajeno a nosotros. Los seres humanos formamos parte de ella del mismo modo que los peces forman parte del océano. Tanto es así, que podría describirse como el tablero de juego sobre el que hemos edificado nuestra existencia, y en el que a través del dinero se relacionan e interactúan tres jugadores principales: el sistema monetario, las organizaciones y los seres humanos. Cabe decir que esta partida está regulada por leyes diseñadas por los Estados. Sin embargo, por encima de su influencia, el poder real reside en los ciudadanos: con nuestra manera de ganar dinero (trabajo) y de gastarlo (consumo) moldeamos día a día la forma que toma el sistema.

Más allá de cubrir nuestras necesidades, a lo largo de las últimas décadas nos hemos convencido de que debemos tener deseos y aspiraciones materiales de cuya satisfacción dependa nuestra felicidad. Y no es para menos. En 2010, la inversión publicitaria en España superó los 12.880 millones de euros, según la agencia Infoadex. Así, las empresas se gastaron 280 millones por ciudadano con el objetivo de persuadirnos para comprar sus productos y servicios. Cabe decir que esta inversión multimillonaria promueve unas determinadas creencias, valores y prioridades en nuestro paradigma. Es decir, en nuestra manera de comprender y de vivir la vida. Prueba de ello es el triunfo del hiperconsumismo.

Además, mientras seguimos asfaltando y urbanizando la naturaleza, conviene recordar que la economía creada por la especie humana es un subsistema que está dentro de un sistema mayor: el planeta Tierra, cuya superficie física y recursos naturales son limitados y finitos. De hecho, creer que el crecimiento económico va a resolver nuestros problemas existenciales es como pensar que podemos atravesar un muro de hormigón al volante de un coche pisando a fondo el acelerador.

Sin embargo, hoy en día es común escuchar a políticos, economistas y empresarios afirmar que "el sistema capitalista es el menos malo" de todos los que han existido a lo largo de la historia. Y que "afortunadamente" ya empiezan a verse señales de "recuperación económica". Es decir, que la idea general es seguir creciendo y expandiendo la economía tal y como lo hemos venido haciendo. Es decir, sin tener en cuenta los costes humanos y medioambientales. De lo que se trata es de "superar cuanto antes" el bache provocado por la crisis financiera.

Ante este tipo de declaraciones podemos concluir que como sociedad no estamos aprendiendo nada de lo que esta crisis ha venido a enseñarnos. De ahí que sigamos mirando hacia otro lado, obviando la auténtica raíz del problema. No nos referimos a la guerra, a la pobreza o al hambre que padecen millones de seres humanos en todo el mundo. Ni a la voracidad con la que estamos consumiendo los recursos naturales del planeta. Tampoco estamos hablando del abuso y de la dependencia de los combustibles fósiles -petróleo, carbón y gas natural-, que tanto contaminan la naturaleza. Ni siquiera del calentamiento global. Estos solo son algunos síntomas que ponen de manifiesto el verdadero conflicto de fondo: nuestra propia infelicidad.

Cegados por nuestro afán materialista llevamos una existencia de segunda mano. Parece como si nos hubiéramos olvidado de que estamos vivos y de que la vida es un regalo. Prueba de ello es que el vacío existencial se ha convertido en la enfermedad contemporánea más común. Tanto es así, que lo normal es reconocer que nuestra vida carece de propósito y sentido. Y también que muchos confundan la verdadera felicidad con sucedáneos como el placer, la satisfacción y la euforia que proporcionan el consumo de bienes materiales y el entretenimiento.

La paradoja es que el crecimiento económico que mantiene con vida al sistema se sustenta sobre la insatisfacción crónica de la sociedad. Y la ironía es que cuanto más crece el consumo de antidepresivos como el Prozac o el Tranquimazín, más aumenta la cifra del producto interior bruto. De ahí que no sea descabellado afirmar que el malestar humano promueve bienestar económico.

Frente a este panorama, la pregunta aparece por sí sola: ¿hasta cuándo vamos a posponer lo inevitable? Es hora de mirarnos en el espejo y cuestionar las creencias con las que hemos creado nuestro falso concepto de identidad y sobre las que estamos creando un estilo de vida puramente materialista. Si bien el dinero nos permite llevar una existencia más cómoda y segura, la verdadera felicidad no depende de lo que tenemos y conseguimos, sino de lo que somos. Para empezar a construir una economía que sea cómplice de nuestra felicidad, cada uno de nosotros ha de asumir la responsabilidad de crear valor a través de nuestros valores. Y este aprendizaje pasa por encontrar lo que solemos buscar desesperadamente fuera en el último lugar al que nos han dicho que debemos mirar: dentro de nosotros mismos.

Nota: Para profundizar más en el tema del artículo se recomienda la lectura este libro escrito en 1955, pero que no ha perdido actualidad:

"Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea. Hacia una Sociedad sana", de Erich From, del que seleccionamos este fragmento.


" (...) Pero, aparte del método de adquisición, ¿cómo usamos las cosas, después de haberlas adquirido? Respecto de muchas cosas, no hay ni siquiera una simulación de uso. Las adquirimos para tenerlas. Nos contentamos con una posesión inútil. La vajilla costosa o el vaso de cristal que no usamos nunca por miedo a que se rompa, la mansión con muchas habitaciones desocupadas, los autos y los criados innecesarios, lo mismo que las horribles baratijas de la familia de la clase media más modesta, son otros tantos ejemplos del placer de la posesión, en vez del placer del uso. Pero este gusto de la posesión per se fue más prominente en el siglo XIX; hoy la mayor parte del placer procede de la posesión de cosas para ser usadas y no de cosas para ser guardadas. Sin embargo, esto no modifica el hecho de que aun en el placer de las cosas para ser usadas la satisfacción del deseo de notoriedad es factor importantísimo. El auto, el refrigerador, el aparato de televisión son para ser realmente usados, pero también para ostentación. Dan categoría al propietario.

¿Cómo usamos las cosas que adquirimos? Empecemos con los alimentos y las bebidas. Comemos un pan insípido y que no alimenta porque satisface nuestra fantasía de riqueza y distinción: ¡es tan blanco y tan tierno! En realidad, "comemos" una fantasía, y hemos perdido el contacto con la cosa real que comemos. Nuestro paladar, nuestro organismo están excluidos de un acto de consumo que les concierne primordialmente. Bebemos etiquetas. Con una botella de Coca-Cola bebemos el dibujo de las bellas jóvenes que la beben en el anuncio, bebemos la consigna de "la pausa que refresca", bebemos la gran costumbre norteamericana. Con lo que menos bebemos es con el paladar. Todo esto aún es peor cuando afecta al consumo de cosas cuya única realidad es, sobre todo, la ficción que ha creado la campaña de propaganda, como el jabón o el dentífrico "saludables". Podría seguir poniendo ejemplos hasta el infinito; pero es innecesario insistir en el tema, porque todo el mundo podría citar tantos como yo. Lo único que deseo es subrayar el principio implícito: el acto del consumo debiera ser un acto humano concreto, en el que deben intervenir nuestros sentidos, nuestras necesidades orgánicas, nuestro gusto estético, es decir, en el que debemos intervenir nosotros como seres humanos concretos, sensibles, sentimentales e inteligentes; el acto del consumo debiera ser una experiencia significativa, humana, productora. En nuestra cultura, tiene poco de eso. Consumir es esencialmente satisfacer fantasías artificialmente estimuladas, una creación de la fantasía ajena a nuestro ser real y concreto.

Hay otro aspecto de la enajenación de las cosas que consumimos, que debe ser mencionado. Estamos rodeados de cosas de cuya naturaleza y origen no sabemos nada. El teléfono, la radio, el fonógrafo y todas las demás máquinas complicadas son casi tan misteriosas para nosotros como lo serían para un hombre de una cultura primitiva; sabemos usarlas, es decir, sabemos qué botón apretar, pero no sabemos según qué principio funciona, salvo los vagos términos de algo que en otro tíempo aprendimos en la escuela. Y las cosas que no descansan en principios científicos difíciles nos son casi igualmente ajenas. No sabemos cómo se hace el pan, cómo se teje la tela, cómo se construye una mesa, cómo se hace el vidrio. Consumimos como producimos, sin una relación concreta con los objetos que manejamos; vivimos en un mundo de cosas, y nuestra única relación con ellas es que sabemos manejarlas o consumirlas.

Nuestra manera de consumir tiene por consecuencia inevitable que nunca estemos satisfechos, puesto que no es nuestra persona real y concreta la que consume una cosa real y concreta. De esta suerte, sentimos una necesidad cada vez mayor de más cosas, para consumir más. Es cierto que mientras el nivel de vida de la población esté por debajo de un nivel digno de subsistencia, hay una necesidad natural de mayor consumo. También es cierto que hay una legítima necesidad de mayor consumo a medida que el hombre se desarrolla culturalmentc y tiene necesidades más refinadas de alimentos mejores, de objetos de placer artístico, de libros, etc. Pero nuestra ansia de consumo ha perdido toda relación con las necesidades reales del hombre. 

En un principio, la idea de consumir más y mejores cosas se dirigía a proporcionar al hombre una vida más feliz y satisfecha. El consumo era un medio para un fin, el de la felicidad. Ahora se ha convertido en un fin en sí mismo. El aumento incesante de necesidades nos obliga a un esfuerzo cada vez mayor, nos hace depender de esas necesidades y de las personas e instituciones por cuya mediación podemos satisfacerlas. "Todo el mundo procura el modo de crear una nueva necesidad en los demás, a fin de someterlos a una nueva dependencia, a una nueva forma de placer, y, en consecuencia, a su ruina económica... Con una multitud de mercancías crece el campo de las cosas ajenas que esclavizan al hombre." (Carlos Marx, El Capital).

Hoy está fascinado el hombre por la posibilidad de comprar más cosas, mejores y, sobre todo, nuevas. Está hambriento de consumo. El acto de comprar y consumir se ha convertido en una finalidad compulsiva e irracional, porque es un fin en sí mismo, con poca relación con el uso o el placer de las cosas compradas y consumidas. Comprar la última cosa, el último modelo de cualquier cosa que salga al mercado, es el sueño de todo el mundo, al lado del cual es completamente secundario el placer real de usarla. 

El hombre moderno, si se atreviera a hablar claramente de su concepción del cielo, describiría una visión parecida a la del mayor almacén del mundo, en el que se encontrarían infinidad de cosas nuevas, y él entre ellas con dinero bastante para comprarlas. Andaría boquiabierto por ese mundo de chismes y mercancías, con la única condición de que hubiera cada vez más cosas que comprar, y quizás con la de que sus vecinos fuesen sólo un poco menos opulentos que él".

viernes, 6 de mayo de 2011

Cláusulas abusivas y honorarios de abogados. El T.S. rebaja los honorarios exigidos por un despacho de abogados al estimar abusiva la cláusula del contrato firmado con el cliente


La cláusula firmada en un proceso divisorio de una herencia establecía que el despacho de abogados percibiría el 15 por 100 del valor de participación del cliente en la herencia, si éste -por cualquier causa- prescindiese de sus servicios.

Literalmente, establecía lo siguiente:

"Si por cualquier circunstancia Don Anselmo decidiera prescindir de los servicios de Abogados, los honorarios quedarán fijados en el quince por ciento del valor de su participación en la herencia, según la valoración más alta de la que se tenga conocimiento y serán satisfechos en el momento de retirada del asunto".

Sometido el asunto en vía de casación, el Tribunal Supremo zanja la cuestión declarando la nulidad, por abusiva, de dicha cláusula aplicando el art. 10 de la entonces vigente Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, recordando, asimismo, que el art. 1258 del Código Civil (“Los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento, y desde entonces obligan, no sólo al cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley”) modera el principio de autonomía de la voluntad contractual recogido en el art. 1255 de aquél (“Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral ni al orden público”). 

Reproducimos a continuación el Fundamento de Derecho Segundo de dicha sentencia, no sin antes llamar la atención sobre la inexistencia en la sentencia de referencia alguna a que el contrato no ha sido negociado individualmente y que el art. 10 bis, apartado 1,  de la Ley 26/1984 –al igual que el actual art. 82.1 del RDL 1/2007- exigía dicha condición para que una cláusula fuese reconocida como abusiva estableciendo que “se considerarán cláusulas abusivas todas aquellas estipulaciones no negociadas individualmente que en contra de las exigencias de la buena fe causen, en perjuicio del consumidor, un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes que se deriven del contrato”.

FUNDAMENTO DE DERECHO SEGUNDO 

“Se formulan tres motivos. En el primero, con cita de los artículos 1256 y 1258 CC y artículos 10.1 A, 10.1C, 10 Bis 1, 10 Bis 2 y disposición adicional primera apartado 12 de la Ley General de Protección de Consumidores y usuarios (Ley 26/84 de 19 de julio), viene a argumentar que la legislación de consumidores y usuarios es aplicable al caso al suponer la cláusula que no ha sido anulada una limitación total al ejercicio de los derechos, en este caso de un sola de las partes contratantes, pues además la penalización se impone cualquiera que sea la razón por la que el causante o la propia recurrente en casación decidiera prescindir de los servicios del abogado (incluso el hipotético caso de una actuación negligente o perjudicial en la ejecución de los servicios encomendados), sin que esté previsto un pacto correlativo que equilibre a las dos partes, en evidente contravención de la buena fe que preside la relación contractual ( STS de 23 de noviembre de 1962 mencionada por la STS de 10 de febrero de 1997 ); razón por la que deberá declararse nula por abusiva.

Se estima.

El objeto de la litis era la reclamación de honorarios que tenía su base en un contrato de arrendamiento de servicios profesionales celebrado entre el Bufete Carlos María , en el que está integrado el hoy actor, Don Carlos María , y el padre de la demandada, Don Anselmo , ya fallecido, para la defensa de los intereses Don. Anselmo en el proceso divisorio de la herencia de Doña Manuela en el que se incluía la cláusula siguiente: "si por cualquier circunstancia Don Anselmo decidiera prescindir de los servicios de Abogados, los honorarios quedarán fijados en el quince por ciento del valor de su participación en la herencia, según la valoración más alta de la que se tenga conocimiento y serán satisfechos en el momento de retirada del asunto".

El artículo 10.1.c) de la Ley 26/84, de 19 de julio, General de protección de Consumidores y Usuarios (vigente en el momento de los hechos, con las modificaciones posteriores hasta su derogación por el Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre), exige buena fe y justo equilibrio de las contraprestaciones y excluye las cláusulas abusivas y entiende por tales - artículo 10 bis- aquellas que en contra de las exigencias de la buena fe causen, en detrimento del consumidor, un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones contractuales, y, en todo caso, se entenderán como tales aquellas estipulaciones que aparecen descritas en la Disposición Adicional primera , entre otras la que limita de forma inadecuada la facultad del consumidor de rescindir el contrato.

Sin duda, lo acordado por los interesados lo fue en virtud del principio de autonomía de la voluntad que se recoge en el artículo 1255 del Código Civil. Ahora bien, este principio se desenvuelve con las limitaciones propias que imponen las exigencias de la buena fe o la prohibición del ejercicio abusivo de los derechos -artículo 1258 CC -, que también recoge la normativa propia de consumidores y usuarios, con lo que se trata de evitar que se produzca un desequilibrio entre los derechos y las obligaciones que resultan del acuerdo retributivo, como aquí sucede, pues es evidente que lo que se convino en el contrato penaliza de forma clara y grave al cliente desde el momento en que es la voluntad del profesional la que impone de forma encubierta los requisitos del servicio jurídico que presta el bufete para impedir que el cliente pueda resolver unilateralmente el contrato con evidente y grave limitación de su derecho de defensa, pues solo será posible hacerlo mediante el desembolso de una indemnización desproporcionalmente alta que no tiene como correlativo un pacto que ampare su situación en el supuesto de que quisiera resolver el contrato sea cual sea el motivo y en que momento. Se trata, en definitiva, de una cláusula abusiva y, por tanto, nula, que no mantiene una reciprocidad real y equitativa de las obligaciones asumidas por ambos contratantes”.

miércoles, 4 de mayo de 2011

El comparador de precios de la CNE revela una insignificante diferencia de tarifas en el mercado energético: 26 euros al año.


Es difícil creer que exista libertad de tarifas en el mercado energético ya que los consumidores que acuden al mercado libre -en vez de optar por las "tarifas de último recurso" (TUR) reguladas por el Gobierno- únicamente pueden ahorrarse, como máximo, entre 23 y 26 euros, según el comparador de precios accesible en la página web de la Comisión Nacional de la Energía.

Ésta es la noticia que publica El País al respecto:


El mercado libre de energía solo permite ahorrar 26 euros al año


Los consumidores que acudan al mercado libre para contratar el suministro de gas y electricidad, en vez de acogerse a las tarifas reguladas que establece el Gobierno para la mayoría de los hogares, pueden ahorrarse como máximo entre 23 y 26 euros al año. Según refleja el comparador de precios de estos servicios que ha puesto en marcha esta semana la Comisión Nacional de Energía (CNE), la supuesta liberalización del sector enegético apenas supone diferencias de precios respecto a las tarifas reguladas.

En cuanto a la electricidad, para un hogar medio que tenga contratada una potencia de 5,5 kilovatios (kW) y un consumo anual de 5.000 kilovatios hora (kWh), la mejor oferta de electricidad que se puede encontrar actualmente en el mercado tiene un coste anual de 984 euros tanto el primer como el segundo año de contrato, un importe que no incluye ningún servicio adicional.

En el caso de acogerse a la Tarifa de Último Recurso (TUR), que pueden contratar los consumidores con una potencia inferior o igual a 10 kW, el recibo de la luz es 25,52 euros más caro y se sitúa en los 1.009,4 euros. Por su parte, para aquellos hogares acogidos al denominado bono social (unos ocho millones de personas), el recibo de la luz es de 811 euros al año.

En el caso del gas, para un hogar tipo con un consumo de 6.000 kWh, la mejor oferta en el mercado libre es de 412,8 euros para el primer año y de 436,4 para el segundo, mientras que la más cara asciende a 538 y a 610 euros. Si optan por la TUR, el recibo alcanza los 436,4 euros anuales, 23,6 euros más que en el mercado libre, en el que ya están más de la mitad de los usuarios.

martes, 3 de mayo de 2011

GRADUACIÓN DE LAS SANCIONES EN MATERIA DE CONSUMO. UN BREVE APUNTE


Para determinar la cuantía de la sanción a imponer dentro de la horquilla brindada por la previa calificación de la infracción, calificación que normalmente abarca tres categorías (infracciones calificadas como leves, graves o muy graves), el instructor ha de partir de la regulación establecida en la normativa general aplicable a todo procedimiento administrativo y a la normativa sectorialmente aplicable por razón de la materia.

Nuestra norma cabecera reguladora del procedimiento administrativo común, Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, no estable explícitamente la necesidad de graduar las sanciones, limitándose a exponer en el tercer apartado de su art. 131 lo siguiente:

“En la determinación normativa del régimen sancionador, así como en la imposición de sanciones por las Administraciones Públicas se deberá guardar la debida adecuación entre la gravedad del hecho constitutivo de la infracción y la sanción aplicada, considerándose especialmente los siguientes criterios para la graduación de la sanción a aplicar:

    A) La existencia de intencionalidad o reiteración.

    B) La naturaleza de los perjuicios causados.

    C) La reincidencia, por comisión en el término de un año de más de una infracción de la misma naturaleza cuando así haya sido declarado por resolución firme”.

La falta de referencia a la necesidad de graduar las sanciones administrativas  también se constata en el Reglamento para el ejercicio de la potestad sancionadora aprobado por el Real Decreto 1398/1993, de 4 de agosto, por el que se aprueba el Reglamento del Procedimiento para el Ejercicio de la Potestad Sancionadora que obvia esta cuestión, lo que se contradice con lo relevante de los efectos de la graduación, ya que no hay que olvidar las importantes consecuencias económicas que, en ocasiones, suponen para los administrados la determinación concreta de las sanciones impuestas, dentro de una determinada calificación cuya horquilla puede oscila millares de euros (piénsese en infracciones calificada muy graves o graves en materia sanitaria), debiendo establecerse reglas precisas aplicables al procedimiento administrativo sancionador para circunscribir y limitar la discrecionalidad administrativa que pueda existir a la hora de determinar la cuantía concreta de la sanción económica a imponer. Ello redundaría, sin duda, en la imprescindible seguridad jurídica que ha de presidir la actuación de la Administración en su relación con los ciudadanos.

Esa importancia del instituto de la graduación de las sanciones es constatada por nuestros tribunales.

Así, en la Sentencia 113/2002, de 9 de mayo, el Tribunal Constitucional establece que  «las sanciones, y no sólo las infracciones, se encuentran sometidas al principio constitucional de legalidad», incluyendo la fijación de la cuantía de las multas, razón por la cual consideramos que «el aumento de la cuantía de la sanción pecuniaria introducido por el Real Decreto mencionado debía haberse realizado por ley, pues constituye una modificación cuantitativa de la sanción que no goza de la cobertura legal necesaria».
Aun más, este Tribunal ha señalado que la garantía de lex certa no resulta satisfecha tan sólo mediante la tipificación de las infracciones y la definición y, en su caso, graduación de las sanciones que pueden ser impuestas a los infractores, realizadas por la ley, sino que, además, es elemento esencial y lógico de dicha garantía la determinación de la correlación necesaria entre los actos o conductas tipificados como ilícitos administrativos y las sanciones consiguientes a los mismos (TC SS 219/1989, de 21 Dic., FJ 4; y 207/1990, de 17 Dic., FJ 3)”.

Por su parte, el Tribunal Supremo no ve reproche alguno en que en la norma que califique una infracción como muy grave tenga una escala amplia de la sanción económica a imponer, precisamente porque dicho hecho motiva la correcta individualización de la sanción en función de la graduación procedente en cada caso y de las circunstancias susceptibles de ser apreciadas. Ello consta en la sentencia de la Sala Tercera, de lo Contencioso-administrativo, Sección 4ª, Sentencia de 25 Mayo 2004, rec. 207/2002, en cuyo Fundamento de Derecho Octavo podemos leer lo siguiente:

 “En cuanto al segundo aspecto del motivo, la "desproporción" de la propia previsión normativa, el hecho de que en ella figure una escala tan amplia como la delimitada por las cantidades mínimas y máximas no resulta, en abstracto, reprochable, sino por el contrario, una circunstancia que puede favorecer la correcta individualización de la sanción, en función de la diversa gravedad susceptible de ser apreciada en las conductas sancionadas. O, dicho en otros términos, cuando la importancia de los resultados y la intensidad de la culpabilidad puede resultar muy diferente dentro de las conductas subsumibles en una misma calificación -la de infracción muy grave-, lejos de ser un inconveniente, puede resultar oportuno, desde el punto de vista de la proporcionalidad, la previsión de una sanción enmarcada por amplios límites mínimo y máximo para facilitar la graduación procedente en cada caso”.

Volviendo a insistir en la importancia de la graduación de la sanción en el procedimiento administrativo sancionador, ya que ésta fijará la sanción concreta a imponer y será un parámetro de ponderación en caso de impugnación ante la jurisdicción contencioso-administrativa a la hora de valorar judicialmente su adecuación a las principios jurídicos que rigen la potestad administrativa sancionadora, no dejamos de extrañarnos sobre su parca regulación en la legislación básica aplicable al procedimiento administrativo común.

¿Qué reglas, entonces, son aplicables para determinar los posibles “grados”, ponderando las circunstancias agravantes o atenuantes que puedan existir en el caso o procedimiento administrativo sancionador concreto?.

En primer lugar, se aplicará la legislación sectorial aplicable por razón de la materia y si ésta no contiene reglas específicas, habrá que acudir por analogía a las reglas aplicables al procedimiento penal, ya que no hay que olvidar que el procedimiento penal y el procedimiento administrativo sancionador participan de una misma naturaleza derivada de la potestad sancionadora del Estado, entendido como organización unitaria que en sentido amplio abarcaría la actividad de todas las organizaciones territoriales. De ello se nos habla en una interesante sentencia dictada por el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo  nº 1 de Guadalajara (Sentencia nº 2328/2007, de 20 de diciembre), en la que se recoge:

Así las cosas, puede afirmarse que, en materia de sanciones administrativas, la ausencia de una normativa equivalente a la denominada "parte general" del Derecho Penal, no debe ser interpretada, como ha señalado el Tribunal Supremo en reiteradas ocasiones, como un apoderamiento a la Administración para la aplicación arbitraria de sus facultades sancionadoras, pues tratándose de una laguna que debe cubrirse con las técnicas propias del derecho penal ordinario, resulta obligado seguir los mismos principios en una y en otra esfera; por lo tanto deben aplicarse, en la graduación de las sanciones, criterios similares a los del derecho penal. Pues bien, partiendo de lo expuesto ha de señalarse, (como entendió nuestro Tribunal Supremo en su Sentencia de 7 de julio de 2.003), que el principio de proporcionalidad, en su vertiente aplicativa ha servido en la jurisprudencia como un importante mecanismo de control por parte de los Tribunales del ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración, cuando la norma establece para una infracción varias sanciones posibles o señala un margen cuantitativo para la fijación de la sanción pecuniaria; y, así, se viene insistiendo en que el mencionado principio de proporcionalidad o de la individualización de la sanción para adaptarla a la gravedad del hecho, hacen de la determinación de la sanción una actividad reglada y, desde luego, resulta posible en sede jurisdiccional no sólo la confirmación o eliminación de la sanción impuesta sino su modificación o reducción.

De este modo, y centrándonos en la materia objeto del presente procedimiento, que no es otra que la relativa a la protección del consumidor, ha mantenido nuestra Jurisprudencia, de la que sirve de ejemplo la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Cantabria de 8 de febrero de 2.000, que el artículo 36 de la Ley 26/1.984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios establece los criterios objetivos de graduación de las sanciones, dentro de cada categoría, configurando los grados mínimo, medio y máximo, de tal forma que la Administración no es libre de imponer las sanciones en el grado que bien le parezca, sino que ha de sujetarse con precisión a la invocación y prueba de alguna de las circunstancias recogidas en el artículo 35citado, toda vez que, de lo contrario, se vulneraría el principio de proporcionalidad, que impone el acomodo de los actos administrativos a la importancia y características del presupuesto de hecho que se viene a regular. La absoluta falta de concreción de circunstancia alguna equivale, en la práctica, a la ausencia de toda posibilidad de agravar la posición jurídica del administrado, a partir del grado mínimo, no necesitado de específica prueba de concurrencia de factor agravatorio alguno”.




Remisión al código penal en caso de faltar legislación sectorialmente aplicable

La remisión a las reglas que rigen la graduación las sanciones administrativas a las establecidas en el ámbito penal, hace que tengamos a su vez que remitirnos a las reglas establecidas en el código penal con la dificultad actual de que ahora las penas establecidas en dicho código aplicables a los delitos ya no se gradúan en tres partes (grado mínimo, medio y máximo) tal y como hacían las reglas de determinación de la pena que se recogían en el art. 61 del Código Penal de 1973 en su redacción operada a través de la Ley Orgánica 8/83, a cuyo tenor:

1ª. Cuando en el hecho concurriera sólo alguna circunstancia atenuante, impondrán la pena en su grado mínimo.

2ª. Cuando concurriera sólo alguna circunstancia agravante la impondrán en su grado medio o máximo. Si concurrieran varias se impondrá en su grado máximo.

3ª. Cuando concurrieran circunstancias atenuantes y agravantes, las compensarán racionalmente para la determinación de la pena, graduando el valor de unas y otras.

4ª. Cuando no concurrieran circunstancias atenuantes ni agravantes, lo Tribunales, teniendo en cuenta la mayor o menor gravedad del hecho y la personalidad del delincuente, impondrán la pena en el grado mínimo o medio.

5ª. Cuando sean dos o más las circunstancias atenuantes, o una sola muy calificada, y no concurra agravante alguna, los Tribunales podrán imponer la pena inmediatamente inferior en uno o dos grados a la señalada, aplicándola en el grado que estimen pertinente, según la entidad y número de dichas circunstancias.
(…)


En la actualidad, el Código Penal español vigente aprobado por la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, ya no habla de grado mínimo, medio o máximo, en las penas aplicables a delitos, sino de “pena en la mitad inferior” y de “pena en la mitad superior”, “de la que fije la ley para el delito” (art. 66).

También expone la posibilidad de aplicar penas superiores e inferiores “en grado”, que se formarían (art. 70) partiendo de la cifra máxima (o mínima) para el delito que se trate, aumentando (o disminuyendo) ésta en la mitad de su cuantía.

Por lo que se refiere a la graduación de las penas establecidas para las faltas en el Código Penal, éste se limita a establecer que “en la aplicación de las penas de este Libro (Libro III dedicado a “las faltas y sus penas” procederán los Jueces y Tribunales, según su prudente arbitrio, dentro de los límites de cada una, atendiendo a las circunstancias del caso y del culpable, sin ajustarse a las reglas de los artículos 61 a 72 de este Código”.

Graduación de las sanciones en materia de Defensa del Consumidor.

De oportunidad perdida puede calificarse la regulación establecida en el ámbito de graduación de las sanciones por el Real Decreto Legislativo 1/2007, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias, ya que no sólo no aclara nada –pudiendo haberlo hecho- sino que redunda en el error de confundir el instituto de la calificación de las infracciones con el de graduación. Así, denominándose el artículo 50 “Graduación de las sanciones”, establece en su primer apartado que “Las infracciones podrán calificarse por las Administraciones públicas competentes como leves, graves y muy graves, atendiendo a los criterios de riesgo para la salud, posición en el mercado del infractor, cuantía del beneficio obtenido, grado de intencionalidad, gravedad de la alteración social producida, generalización de la infracción y reincidencia”. Nada dice de la aplicación de varios grados que determinen la sanción concreta a imponer y, por supuesto, de reglas a aplicar para la determinación de aquéllos en función de la existencia, o no, de los criterios señalados.

El artículo 51 del RDL 1/2007 continúa con la confusión, estableciendo a su vez en su apartado 1 lo siguiente:

Artículo 51.Sanciones.

1. Las infracciones en materia de defensa de los consumidores y usuarios previstas en esta Norma serán sancionadas por las Administraciones públicas competentes con multas de acuerdo con la siguiente graduación:

a) Infracciones leves, hasta 3.005,06 euros.

b) Infracciones graves, entre 3.005,07 euros y 15.025,30 euros, pudiendo rebasar dicha cantidad hasta alcanzar el quíntuplo del valor de los bienes o servicios objeto de la infracción.

c) Infracciones muy graves, entre 15.025,31 y 601.012,10 euros, pudiendo rebasar dicha cantidad hasta alcanzar el quíntuplo del valor de los bienes o servicios objeto de infracción.

Resulta, en este sentido, chocante que sea técnicamente más preciso el aún vigente Real Decreto 1945/1983, de 22 de junio, por el que se regulan las infracciones y sanciones en materia de defensa del consumidor y de la producción agroalimentaria que, al menos, no confunde la calificación de las infracciones con la graduación de las sanciones, estableciendo en su art. 10.2 lo siguiente:

“Sin perjuicio de lo establecido en los artículos 6, 7 y 8 del presente Real Decreto, la cuantía de la sanción se graduará de conformidad con los siguientes criterios:

   - El volumen de ventas.

   - La cuantía del beneficio ilícito obtenido.

   - El efecto perjudicial que la infracción haya podido producir sobre los precios,   el consumo o el uso de un determinado producto o servicio o sobre el propio sector productivo.

-El dolo, la culpa y la reincidencia”.

No obstante, partiendo del hecho de que la totalidad de las CCAA cuenten con su Ley específica en materia de defensa del consumidor, habrá que acudir a la misma para aplicar las reglas que regulen la graduación de las sanciones establecidas por la comisión de las infracciones tipificadas en aquélla.

Citando casos concretos, la Ley 11/1998, de 9 de julio, de Protección de los Consumidores de la Comunidad de Madrid, regula la graduación de las sanciones en su art. 58 que establece los agravantes y atenuantes a considerar:

Artículo 54. Graduación de sanciones.

La graduación de las sanciones se efectuará atendiendo a las circunstancias siguientes:

    Agravantes:

-          Existencia de intencionalidad o reiteración en la conducta infractora.

-          La reincidencia, por comisión en el término de un año de más de una infracción de la misma naturaleza, cuando así haya sido declarado por resolución firme.

-          El volumen de ventas o de prestación de servicios afectados.

-          La naturaleza de los perjuicios causados a los consumidores.

-          Que afecte a productos, bienes o servicios de uso común o primera necesidad.

-          La existencia de requerimiento de subsanación de irregularidades.

    Atenuantes:

-          La subsanación posterior de los hechos siempre que se realice antes de dictarse resolución del procedimiento sancionador.

-          La reparación efectiva del daño causado.

Este esquema se repite en el caso del Principado de Asturias, cuya Ley 11/2002, de 2 de diciembre, de los Consumidores y Usuarios, dicta en su art. 42 lo siguiente:

Artículo 42. Graduación de las sanciones.

1. Las sanciones se impondrán teniendo en cuenta las circunstancias concurrentes en el momento de cometerse la infracción, considerándose las siguientes circunstancias para la graduación de las mismas:

    Circunstancias agravantes:

-          Intencionalidad o reiteración en la conducta infractora.

-          Volumen de ventas o de prestación de servicios afectados.

-          Naturaleza de los perjuicios ocasionados.

-          Existencia de requerimiento de subsanación de irregularidades.

-          La afectación a productos o servicios de uso común o de primera necesidad.

-          La reincidencia, por comisión en el término de un año de más de una infracción de la misma naturaleza cuando así haya sido declarado por resolución administrativa firme.

    Circunstancias atenuantes:

-          La subsanación, durante la tramitación del expediente, de las infracciones cometidas.

-          La reparación efectiva de los daños y perjuicios causados. En el supuesto de que una infracción en materia de consumo haya causado algún tipo de daños o perjuicios, la satisfacción o reparación de los mismos será una circunstancia atenuante en orden a la graduación de la sanción impuesta, pudiendo imponerse ésta en su grado mínimo. A dichos efectos el órgano instructor comunicará al infractor, al inicio de las actuaciones relativas al procedimiento sancionador, las pretensiones del denunciante.

La Ley 22/2010, de 20 de julio, del Código de consumo de Cataluña, por su parte, incluso establece a la hora de determinar criterios de graduación no sólo circunstancias atenuantes y agravantes, sino también “mixtas”, que se supone que pueden servir tanto para atenuar como para disminuir el grado de la sanción y, con ello, su cuantía.

Dice así su artículo 333-2.

Graduación de las sanciones.

1. Para determinar la cuantía y extensión de la sanción dentro de los mínimos y máximos establecidos, deben tenerse en cuenta las circunstancias agravantes, atenuantes y mixtas.

2. Son circunstancias agravantes las siguientes:

-          La reincidencia o reiteración de las conductas infractoras.

-          El incumplimiento de las advertencias o los requerimientos previos formulados por la Administración para que se enmienden las irregularidades detectadas.

-          La posición relevante del infractor o infractora en el mercado.

-          El hecho de que los afectados sean colectivos especialmente protegidos.

3. Son circunstancias atenuantes las siguientes:

-          La reparación o enmienda total o parcial de modo diligente de las irregularidades o los perjuicios que han originado la incoación de la sanción.

-          El sometimiento de los hechos al arbitraje de consumo.

4. Son circunstancias mixtas las siguientes:

-          El volumen de negocio con relación a los hechos objeto de la infracción y la capacidad económica de la empresa.

-          La cuantía del beneficio obtenido.

-          Los daños o perjuicios causados a las personas consumidoras.

-          El número de personas consumidoras afectadas.

-          El grado de intencionalidad.

-          El período durante el cual se ha cometido la infracción.

5. Las circunstancias agravantes o atenuantes no deben tenerse en cuenta si la presente Ley las ha incluido en el tipo infractor o si han sido tenidas en cuenta para calificar la gravedad de la infracción.

6. Las sanciones deben imponerse de modo que la comisión de la infracción no resulte más beneficiosa para el infractor o infractora que el cumplimiento de las normas infringidas.

Siguiendo con ejemplos, cabe citar la Ley 13/2003, de 17 de diciembre, de Defensa y Protección de los Consumidores y Usuarios de Andalucía, que con exquisito detalle ofrece –a excepción de otras normas autonómicas- una detallada regulación del mecanismo de graduación de las sanciones, no sólo estableciendo circunstancias agravantes o atenuantes, sino también detallando cómo se han de ponderar éstas y pareciendo aplicar analógicamente las mismas reglas establecidas en el Código Penal vigente, a la hora de graduar las penas delictuales.

Así, el art. 80, prescribe lo siguiente:

“Art 80. Tramos de las multas.

    A efectos de graduación de la sanción de multa, en función de su gravedad, esta se dividirá en dos tramos, inferior y superior, de igual extensión. Sobre esta base se observarán, según las circunstancias que concurran, las siguientes reglas:

1.º Si concurre sólo una circunstancia atenuante, la sanción se impondrá en su mitad inferior. Cuando sean varias, en la cuantía mínima de dicha mitad, pudiendo llegar en supuestos muy cualificados a sancionarse conforme al marco sancionador correspondiente a las infracciones inmediatamente inferiores en gravedad.

2.º Si concurre sólo una circunstancia agravante, la sanción se impondrá en su mitad superior. Cuando sean varias o una muy cualificada, podrá alcanzar la cuantía máxima de dicha mitad.

3.º Si no concurren circunstancias atenuantes ni agravantes, el órgano sancionador, en atención a todas aquellas otras circunstancias de la infracción, individualizará la sanción dentro de la mitad inferior.

4.º Si concurren tanto circunstancias atenuantes como agravantes, el órgano sancionador las valorará conjuntamente, pudiendo imponer la sanción entre el mínimo y el máximo correspondiente a la calificación de la infracción por su gravedad.

    Para la determinación de la multa procedente, aunque sin bajar en ningún caso del mínimo legalmente establecido, se podrá tener en cuenta la situación económica del infractor.”


Entendemos que la regulación establecida en la ley andaluza es la vía a seguir para garantizar una plena seguridad jurídica al administrado que posibilita, a su vez, un control jurisdiccional eficaz ya que permite valorar si la sanción se adecua, o no, a los parámetros previamente fijados por una norma de rango legal y lo que es más importante: si se ha llevado a efecto partiendo de criterios objetivos que haya sopesado y explicitado en la resolución sancionadora la existencia de circunstancias agravantes o atenuantes que hayan determinado –y motivado- la concreta sanción impuesta.