domingo, 4 de octubre de 2009

BREVE HISTORIA DE LAS BURBUJAS FINANCIERAS: DE LOS TULIPANES HOLANDESES A LOS CAMPOS DE GOLF JAPONESES

Crisis Pop. Auge y caída del delirio financiero

Albin SenghorLa Dinamo

Colas inmensas delante de los bancos, ejecutivos tirándose por la ventana, brokers embrutecidos formando una melé delante de una ventanilla de ventas… No hay duda, el pánico financiero ha vuelto. Además de ser una cuestión de funciones estructurales, relaciones de poder y muchas cifras, las crisis financieras tienen su propia iconografía pop. El desvanecimiento fulgurante de las ilusiones de riqueza convierte de un plumazo a los prohombres de las finanzas en timadores a gran escala, y las ideas geniales para enriquecerse sin mover un dedo en empresas ruinosas de las que nadie quiere ni oír hablar. Para averiguar de dónde provienen estas imágenes catastróficas, hemos repasado los mayores colapsos financieros de la historia reciente y hemos localizado a sus infames protagonistas.

Soy rico, tengo un tulipán

A mediados del siglo XVII, la muy civilizada y contenida Holanda luterana perdió las formas con la llegada a sus tierras de los bulbos de tulipán procedentes de los países del Mediterráneo. Por algún extraño motivo, estos floripondios ornamentales adquirieron un enorme valor, que se retroalimentó gracias a las enormes cantidades de crédito que los banqueros holandeses concedieron a los muchos que deseaban invertir en este “segurísimo” negocio. Este primer caso registrado de histeria financiera ilustra muy bien uno de los mecanismos centrales de la especulación: el objeto de especulación no tiene por qué servir para nada, basta con que se generalice la creencia de que mañana valdrá mucho más que hoy y que haya alguien dispuesto a conceder el crédito necesario para que se mantenga la escalada de precios. Este último rasgo es el famoso “apalancamiento”, que consiste en comprar a crédito, superando varias veces el capital disponible, en la creencia de que la revalorización automática de lo que se ha comprado permitirá devolver la deuda con sus intereses y aún arrojará beneficios. Todos cuantos han estudiado alguna vez las épocas de locura financiera lo tienen claro: sin apalancamiento es imposible que los precios se disparen hasta formar una burbuja.

Los banqueros holandeses del siglo XVII estaban en plena efervescencia comercial y atesoraban gran cantidad de dinero que bien podían destinar a créditos para comprar tulipanes o a cualquier otra cosa que tuviera visos de generar dinero como por arte de magia. La locura se extendió por los Países Bajos y no sólo afectó a los comerciantes burgueses. Según Charles Mackay, autor del clásico Extraordinary Popular Delusions and the Madness of the Crowds (1841) [Engaños extremadamente populares y la locura de las masas], en el que las burbujas financieras se sitúan en el corazón del folklore europeo de la locura oscurantista, junto a las cazas de brujas y los duelos de honor: “Nobles, burgueses, granjeros, peones, marinos, lacayos, sirvientes e incluso deshollinadores y traperas especulaban con tulipanes. Personas de toda condición liquidaban sus propiedades e invertían su dinero en flores. Se ofrecían a la venta casas y campos a precios ruinosamente bajos, o bien se entregaban como pago de las transacciones efectuadas en el mercado de tulipanes”. También cuenta Mackay el proverbial equívoco de un marinero que fue a la casa de un comerciante a llevar unos papeles y se le recompensó con un arenque ahumado de desayuno. Por desgracia, el marinero hambriento pensó que el bulbo de tulipán que estaba en la mesa era la guarnición del arenque y, para pasmo del comerciante, procedió a comérselo; John Kenneth Galbraith en su Breve historia de la locura financiera valora el bulbo que se comió el marinero en unos 50.000 dólares de 1991.

En 1637, como suele suceder, algunos inversores temerosos ante la llegada de la primavera y la inminente eclosión de los bulbos, se retiraron del mercado de los tulipanes y esto fue suficiente para provocar una caída fulgurante de los precios. Los afectados por las cadenas de impagos que siguieron al desplome hicieron causa común para pedir al Estado que restaurase los precios anteriores de los tulipanes.

Una iniciativa muy ventajosa que nadie sabe en qué consiste

John Law, un jugador profesional escocés del siglo XVII, tuvo la genial idea de adquirir tierras del nuevo mundo y emitir billetes “garantizados” por el valor de estas tierras. En 1716, Law le colocó a las maltrechas y arbitrarias finanzas de Luis XIV, el Rey Sol, su máquina de hacer dinero y éste le permitió fundar la Banque Royal, con la que el Estado francés podría financiar sus guerras y sus cuchipandas a costa de las emisiones de billetes. El rumor de una aparición de oro en las tierras de Luisiana sirvió para que se dispararan las emisiones y las adquisiciones de billetes de la Banque Royal. En otro ejemplo de cómo se retroalimentan los precios en una burbuja financiera, los títulos revalorizados servían para comprar más títulos que, así, aumentaban aún más su valor. El detonante del fiasco fue el Príncipe de Conti que, harto de papel, exigió cambiar sus billetes por oro contante y sonante. El ejemplo cundió y una turbamulta acudió a las puertas de la Bolsa de París a pedir su oro y, sin mucho tardar, el valor de los billetes se desplomó. Como el oro no aparecía por ninguna parte, el Estado francés recurrió a una medida clásica de restauración de la confianza inversora: dotó de palas a un ejército de mendigos y les hizo desfilar por todo París diciendo que se iban a Luisiana a por el famoso oro. John Law fue declarado enemigo de Francia y, según las crónicas de la época, murió en Venecia en una “digna pobreza”.

El rumor es una de las formas canónicas de generar una burbuja financiera. Anunciar a bombo y platillo una innovación que hará rico a todo el mundo es otra. En el caso de la Compañía de los Mares del Sur, la innovación en cuestión fue la aparición de la sociedad por acciones. Como en el caso de la Banque Royale, la Compañía de los Mares del Sur aceptó hacerse cargo de la deuda del Estado británico y, a cambio, se le permitió emitir acciones y, además, se le concedió el monopolio del comercio con América Latina. Todo hubiera sonado muy bien de no ser porque el monopolio del comercio con América Latina ya lo ejercía la corona de España, que no tenía la menor intención de compartirlo con la recién fundada sociedad por acciones. Este pequeño detalle no impidió que entre enero y mayo de 1720 las acciones de la Compañía de los Mares del Sur se dispararan. Cuenta el mito capitalista que los mercados son los mejores impulsores de la creatividad social y, efectivamente, este fulgurante ascenso de la Compañía de los Mares del Sur produjo una explosión “innovadora” con la aparición de sociedades por acciones dedicadas a actividades comerciales tan peregrinas como el comercio con cabello, la construcción de hospitales para mantener a los hijos ilegítimos, el desarrollo del movimiento perpetuo o, en palabras de Galbraith, “la inmortal empresa para llevar adelante una iniciativa muy ventajosa pero que nadie sabe en qué consiste”. Durante el verano de 1720 se promulgó la Bubble Act [Ley de la Burbuja] que, además de bautizar para la posteridad los fenómenos de delirio financiero, prohibía por decreto la mencionada avalancha de timos empresariales que se estaba desarrollando bajo la apariencia de una imparable creación de riqueza al alcance de todos. A pesar de que así se consolidaba el monopolio de la Compañía de los Mares del Sur para captar incautos, la caída de las acciones de la compañía comenzó en otoño de 1720. El gobierno británico intentó, sin éxito, intervenir para mantener el precio de las acciones, pero fue inútil, miles de personas se arruinaron. Entre ellas, Isaac Newton, que perdió 20.000 libras de la época en acciones de la Compañía de los Mares del Sur, más de un millón de euros actuales. Según se cuenta, Newton declaró: “puedo predecir el movimiento de cuerpos celestes pero no la locura de las gentes”.

El timo piramidal

En el imaginario popular occidental 1929 es la fecha de la especulación a gran escala. Tal fue su resonancia, que cualquier crisis financiera se acaba comparando con el crack bursátil de octubre de ese año. Pero entre los muchísimos casos de delirio financiero de los años anteriores al crack hay uno que abrió nuevas vías para el timo a gran escala. Charles Ponzi había creado en Boston una turbia casa de inversiones que prometía a sus clientes doblar su dinero en noventa días. Ideó un sistema de compra y canje de sellos italianos en América que le valió en un principio para generar beneficios fáciles. Según aumentaba el número de clientes, el proyecto de los sellos se volvía irrealizable. Así que, agotadas las vías para obtener beneficios a la altura de lo ofrecido a sus clientes, Ponzi procedió a pagar los desmesurados intereses que había prometido con el dinero que aportaban los recién llegados. Ponzi acababa de inventar el timo piramidal. Por supuesto, el juego no duró demasiado, es imposible mantener una rentabilidad elevada durante mucho tiempo sin fuente alguna de beneficios.

Desde entonces, ya nada sería igual y las operaciones financieras desquiciadas se clasificarían en dos tipos: 1- las operaciones especulativas en las que los implicados tienen al menos el dinero suficiente para pagar los intereses de la deuda y 2- los timos piramidales al estilo de Ponzi, en los que no hay dinero suficiente para pagar los intereses y en los que, para conseguir el dinero necesario, se puede elegir entre captar progresivamente más inversores, recurrir al endeudamiento o esperar algún tipo de revalorización de acciones u otros activos similares.

Los timos piramidales han seguido proliferando en las últimas décadas. El más aparatoso fue el del Banco Albanés de Inversiones en 1997. Varios altos cargos del primer gobierno de la era capitalista en Albania avalaron un fondo de inversión que ofrecía hasta un 100% de rentabilidad mensual. Por falta de costumbre, un gran número de albaneses confundió el rentismo generalizado con el normal funcionamiento del capitalismo. Metieron todos sus ahorros en el fondo mágico y se tumbaron a disfrutar del nuevo régimen económico. Su quiebra provocó una rebelión popular y el derrocamiento del gobierno bajo una disparatada acusación de filocomunismo.

Mucho más acostumbrados al capitalismo estaban los clientes de Bernard Madoff. Este hombre de negocios de excelente reputación, conocido en círculos financieros por su extraordinario compromiso con las obras de caridad, montó el mayor timo piramidal conocido en Estados Unidos: Madoff Securities. Los clientes de Madoff no eran unos cualquieras, sino que eran seleccionados entre la “élite inversora”. Para quienes pertenecen a esta capa privilegiada, nada hay de sorprendente en recibir una rentabilidad sostenida muy superior a la de las inversiones más ventajosas durante una fase de enormes beneficios financieros. Es la justa recompensa a la excepcionalidad. Además de los clientes preferenciales de los bancos europeos y americanos, las personalidades del mundo de la cultura, preferentemente con cierta orientación progre, se sintieron muy atraídas por el pastón que movía Madoff: Steven Spielberg, Kevin Bacon, Kyra Sedgwick, John Malkovich, el locutor Larry King, y la nonagenaria Zsa Zsa Gabor, que, sin duda, necesitaba la plata para alimentar a su ingente manada de caniches, han perdido enormes cantidades de dinero en este asunto. El caso Madoff también tiene sus ramificaciones españolas: además del BBVA y del Banco de Santander, el genial cineasta manchego Pedro Almodóvar y el no menos genial dibujante derechista Antonio Mingote han quedado muy decepcionados con el resultado de su aventura en Madoff Securities. Ya en el campo de lo bizarro, hay que recordar que la Asociación de Huérfanos de la Policía perdió 100.000 euros con la broma de Madoff, que se suman a los 300.000 que perdió la Asociación de Huérfanos de la Guardia Civil en la quiebra de Lehman Brothers.

Más gomina, es la guerra

La progresiva desaparición de las políticas keynesianas, caracterizadas por su justificada desconfianza hacia los mercados financieros, trajo durante los años ochenta y noventa una edad de oro del delirio financiero institucionalizado. Con los gobiernos de Reagan y Thatcher, lo que habían sido explosiones más o menos espontáneas permitidas por el laissez faire liberal pasaron a ser activamente promovidas por la política macroeconómica de los gobiernos. Ya se sabe, los mercados siempre tienen razón. Todo esto vino acompañado de una revolución cultural. Por primera vez, los especuladores, vestidos con sus camisas de rayas y su pelo engominado, pasaban a ser el arquetipo social indiscutido del triunfador. Según la nueva ideología neoliberal, los golden boys y los yuppies eran tipos saludablemente ambiciosos, competitivos e individualistas cuyo éxito en los mercados desregulados despertaba la envidia de una sociedad aborregada por años de Estado de Bienestar.

Uno de los yuppies más famosos fue Michael Milken, el inventor de los “bonos basura”. Estos bonos eran títulos de deuda que emitían las empresas con dificultades financieras para conseguir fondos, y tenían una rentabilidad más alta que los bonos de empresas con las cuentas en mejor estado. Las emisiones de bonos basura se utilizaron mucho en la oleada de operaciones de adquisición y fusión de esta época. Las empresas que lograban financiarse por esta vía absorbían a otras empresas en dificultades. Así, conseguir financiación antes que los competidores permitía a las empresas ser compradoras en vez de compradas. Michael Milken endosó sus bonos basura a las llamadas thrifts, cuya traducción literal sería “ahorros”, unos bancos locales semipúblicos repartidos por toda América, que se encargaban de financiar la adquisición de viviendas para las clases medias. Las thrifts eran unas instituciones bastante aburridas que llevaban medio siglo financiándose sin mayor problema mediante la venta de títulos de deuda respaldados por el Estado hasta que la radical subida de tipos de interés de 1979 las puso en serios aprietos económicos. Gracias a una serie de medidas desreguladoras del congreso de Estados Unidos, Milken desembarcaba con sus bonos basura en las thrifts y éstas se lanzaban a una guerra para atraer ahorros mediante altísimos tipos de interés. Las empresas que emitían los bonos basura comenzaron a no tener fondos para pagar los intereses, pero no hubo problema: se emitió más deuda para tapar la deuda y las thrifts, ahora controladas por amigos de Milken, siguieron comprando los bonos. A finales de los ochenta, cuando el agujero ya era mayúsculo, las autoridades financieras prohibieron la compra de bonos basura a las thrifts y éstas entraron en bancarrota fulminantemente, provocando el desplome del mercado de bonos basura. Pero Milken y sus colegas disparaban con la pólvora del rey: el gobierno estaba obligado a respaldar los fondos de las thrifts. El rescate costó 150 billones de dólares, el más alto de la historia de Estados Unidos hasta 2008. Milken fue condenado a pasar treinta meses en lo que el economista Charles Kindleberger calificó como “un club de campo federal”. Hoy Milken se pasea tranquilamente por las listas de las personas más ricas del mundo.

Bajo los adoquines está el green

Otra variante ochentera de burbuja financiera, cuyos rasgos más visibles se parecen mucho a la burbuja mundial que ha provocado la crisis actual, es la burbuja inmobiliaria japonesa que duró de 1985 a 1992. Hasta mediados de la década prodigiosa de las finanzas, Japón era una economía exportadora muy competitiva que estaba a punto de desplazar a Estados Unidos del puesto más alto del comercio mundial. El llamado “peligro amarillo” se conjuró con el llamado “Acuerdo del Plaza” de 1985, en el que Estados Unidos obligó a Japón a revalorizar su moneda y a abrir sus mercados financieros al capital internacional. Las exportaciones se complicaban y Japón no tenía más remedio que desarrollar su mercado interno. Como, según la vulgata de la globalización neoliberal, subir los salarios es un atentado contra la competitividad de un país, la vía que se utilizó para conseguir que los japoneses compraran como locos sus propios productos fue abaratar enormemente el crédito y fomentar la subida de los precios de viviendas y oficinas. Sintiéndose respaldados por los precios de sus viviendas y por la facilidad de crédito, los japoneses, efectivamente, dispararon su consumo personal a costa de provocar una escalada incontenible de subidas de los precios del suelo. En su momento álgido, el valor de todas las propiedades inmobiliarias de Japón era superior al de los Estados Unidos. Por su parte, la desregulación financiera permitió que, para poder comprar las casas, se concedieran hipotecas a cien años, pagables en tres generaciones que, sin duda, han contribuido a mantener viva la memoria de los antepasados.

Como parte de las políticas de impulso de la demanda, el Estado japonés promulgó en 1987 una ley que facilitaba una financiación preferencial para centros turísticos y parques de atracciones, que fue utilizada para la construcción en masa de campos de golf. El enorme consumo de suelo que requieren estas peculiares instalaciones deportivas las convirtió en las operaciones inmobiliarias más rentables de la época. Fue la locura. El número de jugadores de golf se dobló entre 1985 y 1990. Los carnés de miembro de los nuevos clubes de golf se agotaban mucho antes de que se hubieran construido los campos y se revalorizaban aún más deprisa que el suelo. Esto generó una burbuja en el mercado de carnés de club de golf. Los brokers compraban y vendían carnés a comisión para inversores sin intención alguna de coger los palos. Las constructoras japonesas comenzaron a construir campos de golf en Hawai y California argumentando que era más barato volar hasta allí para echar unos hoyos que jugar en Japón. El desplome de la burbuja japonesa, trajo consigo la exportación de la inversión en construcción a los países del sudeste asiático. Los campos de golf reaparecieron allí con fuerza como parte de un nuevo modelo turístico y residencial que también se conoce muy bien en el litoral mediterráneo español. En 1993 se fundó en la región el Movimiento Global Antigolf con un manifiesto que pedía, entre otras cosas, la conversión de los campos de golf en parques públicos.


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