martes, 10 de mayo de 2011

La economía de la infelicidad, de Borja Vilaseca

La economía de la infelicidad

BORJA VILASECA 08/05/2011

Fuente: El País

La economía no es algo ajeno a nosotros. Los seres humanos formamos parte de ella del mismo modo que los peces forman parte del océano. Tanto es así, que podría describirse como el tablero de juego sobre el que hemos edificado nuestra existencia, y en el que a través del dinero se relacionan e interactúan tres jugadores principales: el sistema monetario, las organizaciones y los seres humanos. Cabe decir que esta partida está regulada por leyes diseñadas por los Estados. Sin embargo, por encima de su influencia, el poder real reside en los ciudadanos: con nuestra manera de ganar dinero (trabajo) y de gastarlo (consumo) moldeamos día a día la forma que toma el sistema.

Más allá de cubrir nuestras necesidades, a lo largo de las últimas décadas nos hemos convencido de que debemos tener deseos y aspiraciones materiales de cuya satisfacción dependa nuestra felicidad. Y no es para menos. En 2010, la inversión publicitaria en España superó los 12.880 millones de euros, según la agencia Infoadex. Así, las empresas se gastaron 280 millones por ciudadano con el objetivo de persuadirnos para comprar sus productos y servicios. Cabe decir que esta inversión multimillonaria promueve unas determinadas creencias, valores y prioridades en nuestro paradigma. Es decir, en nuestra manera de comprender y de vivir la vida. Prueba de ello es el triunfo del hiperconsumismo.

Además, mientras seguimos asfaltando y urbanizando la naturaleza, conviene recordar que la economía creada por la especie humana es un subsistema que está dentro de un sistema mayor: el planeta Tierra, cuya superficie física y recursos naturales son limitados y finitos. De hecho, creer que el crecimiento económico va a resolver nuestros problemas existenciales es como pensar que podemos atravesar un muro de hormigón al volante de un coche pisando a fondo el acelerador.

Sin embargo, hoy en día es común escuchar a políticos, economistas y empresarios afirmar que "el sistema capitalista es el menos malo" de todos los que han existido a lo largo de la historia. Y que "afortunadamente" ya empiezan a verse señales de "recuperación económica". Es decir, que la idea general es seguir creciendo y expandiendo la economía tal y como lo hemos venido haciendo. Es decir, sin tener en cuenta los costes humanos y medioambientales. De lo que se trata es de "superar cuanto antes" el bache provocado por la crisis financiera.

Ante este tipo de declaraciones podemos concluir que como sociedad no estamos aprendiendo nada de lo que esta crisis ha venido a enseñarnos. De ahí que sigamos mirando hacia otro lado, obviando la auténtica raíz del problema. No nos referimos a la guerra, a la pobreza o al hambre que padecen millones de seres humanos en todo el mundo. Ni a la voracidad con la que estamos consumiendo los recursos naturales del planeta. Tampoco estamos hablando del abuso y de la dependencia de los combustibles fósiles -petróleo, carbón y gas natural-, que tanto contaminan la naturaleza. Ni siquiera del calentamiento global. Estos solo son algunos síntomas que ponen de manifiesto el verdadero conflicto de fondo: nuestra propia infelicidad.

Cegados por nuestro afán materialista llevamos una existencia de segunda mano. Parece como si nos hubiéramos olvidado de que estamos vivos y de que la vida es un regalo. Prueba de ello es que el vacío existencial se ha convertido en la enfermedad contemporánea más común. Tanto es así, que lo normal es reconocer que nuestra vida carece de propósito y sentido. Y también que muchos confundan la verdadera felicidad con sucedáneos como el placer, la satisfacción y la euforia que proporcionan el consumo de bienes materiales y el entretenimiento.

La paradoja es que el crecimiento económico que mantiene con vida al sistema se sustenta sobre la insatisfacción crónica de la sociedad. Y la ironía es que cuanto más crece el consumo de antidepresivos como el Prozac o el Tranquimazín, más aumenta la cifra del producto interior bruto. De ahí que no sea descabellado afirmar que el malestar humano promueve bienestar económico.

Frente a este panorama, la pregunta aparece por sí sola: ¿hasta cuándo vamos a posponer lo inevitable? Es hora de mirarnos en el espejo y cuestionar las creencias con las que hemos creado nuestro falso concepto de identidad y sobre las que estamos creando un estilo de vida puramente materialista. Si bien el dinero nos permite llevar una existencia más cómoda y segura, la verdadera felicidad no depende de lo que tenemos y conseguimos, sino de lo que somos. Para empezar a construir una economía que sea cómplice de nuestra felicidad, cada uno de nosotros ha de asumir la responsabilidad de crear valor a través de nuestros valores. Y este aprendizaje pasa por encontrar lo que solemos buscar desesperadamente fuera en el último lugar al que nos han dicho que debemos mirar: dentro de nosotros mismos.

Nota: Para profundizar más en el tema del artículo se recomienda la lectura este libro escrito en 1955, pero que no ha perdido actualidad:

"Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea. Hacia una Sociedad sana", de Erich From, del que seleccionamos este fragmento.


" (...) Pero, aparte del método de adquisición, ¿cómo usamos las cosas, después de haberlas adquirido? Respecto de muchas cosas, no hay ni siquiera una simulación de uso. Las adquirimos para tenerlas. Nos contentamos con una posesión inútil. La vajilla costosa o el vaso de cristal que no usamos nunca por miedo a que se rompa, la mansión con muchas habitaciones desocupadas, los autos y los criados innecesarios, lo mismo que las horribles baratijas de la familia de la clase media más modesta, son otros tantos ejemplos del placer de la posesión, en vez del placer del uso. Pero este gusto de la posesión per se fue más prominente en el siglo XIX; hoy la mayor parte del placer procede de la posesión de cosas para ser usadas y no de cosas para ser guardadas. Sin embargo, esto no modifica el hecho de que aun en el placer de las cosas para ser usadas la satisfacción del deseo de notoriedad es factor importantísimo. El auto, el refrigerador, el aparato de televisión son para ser realmente usados, pero también para ostentación. Dan categoría al propietario.

¿Cómo usamos las cosas que adquirimos? Empecemos con los alimentos y las bebidas. Comemos un pan insípido y que no alimenta porque satisface nuestra fantasía de riqueza y distinción: ¡es tan blanco y tan tierno! En realidad, "comemos" una fantasía, y hemos perdido el contacto con la cosa real que comemos. Nuestro paladar, nuestro organismo están excluidos de un acto de consumo que les concierne primordialmente. Bebemos etiquetas. Con una botella de Coca-Cola bebemos el dibujo de las bellas jóvenes que la beben en el anuncio, bebemos la consigna de "la pausa que refresca", bebemos la gran costumbre norteamericana. Con lo que menos bebemos es con el paladar. Todo esto aún es peor cuando afecta al consumo de cosas cuya única realidad es, sobre todo, la ficción que ha creado la campaña de propaganda, como el jabón o el dentífrico "saludables". Podría seguir poniendo ejemplos hasta el infinito; pero es innecesario insistir en el tema, porque todo el mundo podría citar tantos como yo. Lo único que deseo es subrayar el principio implícito: el acto del consumo debiera ser un acto humano concreto, en el que deben intervenir nuestros sentidos, nuestras necesidades orgánicas, nuestro gusto estético, es decir, en el que debemos intervenir nosotros como seres humanos concretos, sensibles, sentimentales e inteligentes; el acto del consumo debiera ser una experiencia significativa, humana, productora. En nuestra cultura, tiene poco de eso. Consumir es esencialmente satisfacer fantasías artificialmente estimuladas, una creación de la fantasía ajena a nuestro ser real y concreto.

Hay otro aspecto de la enajenación de las cosas que consumimos, que debe ser mencionado. Estamos rodeados de cosas de cuya naturaleza y origen no sabemos nada. El teléfono, la radio, el fonógrafo y todas las demás máquinas complicadas son casi tan misteriosas para nosotros como lo serían para un hombre de una cultura primitiva; sabemos usarlas, es decir, sabemos qué botón apretar, pero no sabemos según qué principio funciona, salvo los vagos términos de algo que en otro tíempo aprendimos en la escuela. Y las cosas que no descansan en principios científicos difíciles nos son casi igualmente ajenas. No sabemos cómo se hace el pan, cómo se teje la tela, cómo se construye una mesa, cómo se hace el vidrio. Consumimos como producimos, sin una relación concreta con los objetos que manejamos; vivimos en un mundo de cosas, y nuestra única relación con ellas es que sabemos manejarlas o consumirlas.

Nuestra manera de consumir tiene por consecuencia inevitable que nunca estemos satisfechos, puesto que no es nuestra persona real y concreta la que consume una cosa real y concreta. De esta suerte, sentimos una necesidad cada vez mayor de más cosas, para consumir más. Es cierto que mientras el nivel de vida de la población esté por debajo de un nivel digno de subsistencia, hay una necesidad natural de mayor consumo. También es cierto que hay una legítima necesidad de mayor consumo a medida que el hombre se desarrolla culturalmentc y tiene necesidades más refinadas de alimentos mejores, de objetos de placer artístico, de libros, etc. Pero nuestra ansia de consumo ha perdido toda relación con las necesidades reales del hombre. 

En un principio, la idea de consumir más y mejores cosas se dirigía a proporcionar al hombre una vida más feliz y satisfecha. El consumo era un medio para un fin, el de la felicidad. Ahora se ha convertido en un fin en sí mismo. El aumento incesante de necesidades nos obliga a un esfuerzo cada vez mayor, nos hace depender de esas necesidades y de las personas e instituciones por cuya mediación podemos satisfacerlas. "Todo el mundo procura el modo de crear una nueva necesidad en los demás, a fin de someterlos a una nueva dependencia, a una nueva forma de placer, y, en consecuencia, a su ruina económica... Con una multitud de mercancías crece el campo de las cosas ajenas que esclavizan al hombre." (Carlos Marx, El Capital).

Hoy está fascinado el hombre por la posibilidad de comprar más cosas, mejores y, sobre todo, nuevas. Está hambriento de consumo. El acto de comprar y consumir se ha convertido en una finalidad compulsiva e irracional, porque es un fin en sí mismo, con poca relación con el uso o el placer de las cosas compradas y consumidas. Comprar la última cosa, el último modelo de cualquier cosa que salga al mercado, es el sueño de todo el mundo, al lado del cual es completamente secundario el placer real de usarla. 

El hombre moderno, si se atreviera a hablar claramente de su concepción del cielo, describiría una visión parecida a la del mayor almacén del mundo, en el que se encontrarían infinidad de cosas nuevas, y él entre ellas con dinero bastante para comprarlas. Andaría boquiabierto por ese mundo de chismes y mercancías, con la única condición de que hubiera cada vez más cosas que comprar, y quizás con la de que sus vecinos fuesen sólo un poco menos opulentos que él".

3 comentarios:

  1. Anónimo10/5/11

    280 millones por ciudadano??????? Por Diossss!!!! Si las empresas tienen ese dinero para derrocharlo en publicidad, para qué necesitan anunciarse?? No serán "280 euros por ciudadano"??
    Que ya es muchísimo!
    Lo de este país con las matemáticas no tiene nombre ...

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  2. Muy bueno el comentario. No obstante, tampoco es para tanto...el autor estaba pensando en los millones que mencionaba anteriormente y se le coló esta errata, que es obvia. Ello no desmerece el artículo y respecto al tema de las matemáticas también estoy de acuerdo. No obstante, a mí también me preocupa el desconocimiento de otras materias: Derecho, Filosofía, Geografía, Lengua...y sobre todo, sobre todo...Ética.

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  3. Muy interesante artículo. ¿Nos ayudará el Movimiento 15-M a reflexionar también sobre esto?. Yo, firme defensor de la esperanza, creo que sí

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