miércoles, 9 de junio de 2010

UNA EXPLICACIÓN CRÍTICA DE LAS CAUSAS DE LA CRISIS. “SUS CRISIS NUESTRAS SOLUCIONES”, DE SUSAN GEORGE


Publicado por Intermon Oxfam e Icaria 2010, el nuevo libro de Susan George efectúa una crítica al sistema económico presidido por la actual -y agotada- fase capitalista denominada “neoliberalismo” basada en una innovación financiera permanente, en la privatización y desregulación de los mercados y en una creencia infantil en que la solución a los problemas económicos consiste en lograr un crecimiento y una producción creciente e ilimitada, más que en hallar el modo de distribuir equitativamente los limitados recursos que posee el planeta.

Este es el capítulo introductorio.



Introducción: elección de la libertad

Gracias por su interés en este libro. Las próximas páginas les darán una idea de su contenido y del ánimo con que ha sido escrito. No exige conocimientos concretos sobre ninguno de los temas abarcados; quiero que sea un libro exento de jerga, que pueda leer todo el mundo.

La mayoría de la gente todavía no se ha dado cuenta, pero, salvo una minoría, todos estamos en la cárcel. Los carceleros no son estúpidos, nos dejan andar por ahí sueltos, al aire libre, e ir a ver las películas que queremos, pero en muchos de los aspectos más importantes de la vida no somos libres.

Sus crisis, nuestras soluciones echa una mirada objetiva al régimen de la globalización neoliberal en el que vivimos e intenta explicar, ateniéndose a los hechos, que las finanzas dirigen la economía, que las finanzas y la economía determinan conjuntamente un mundo enormemente desigual, que para centenares de millones los recursos más básicos -alimentos y agua- están desapareciendo y el planeta está viéndose reducido a la categoría de cantera y vertedero; y también por qué, debido a esas razones, seguiremos luchando unos contra otros. El último capítulo, el más largo, propone estrategias y medios concretos de huida.

Escribí este libro porque estoy enfadada, perpleja y asustada: enfadada porque muchas personas sufren innecesariamente a causa de la crisis social, económica y ecológica y porque los dirigentes mundiales no dan señales de estar llevando a cabo ningún cambio verdadero; perpleja porque no parece que ellos entiendan, o les importe mucho, el estado de ánimo general, el resentimiento generalizado y la urgencia de acciones; asustada porque, si no actuamos pronto, quizá sea ya demasiado tarde, sobre todo en lo concerniente al cambio climático.

Sería posible disfrutar de un mundo limpio, verde y rico, procurar una vida digna y aceptable para todos en un planeta sano. Esto no es una utopía sino una posibilidad real. El mundo nunca había sido tan rico, y ahora mismo disponemos de todos los conocimientos, herramientas y destrezas que necesitamos.

Los obstáculos no son técnicos, prácticos ni financieros sino políticos, intelectuales e ideológicos. La crisis brindará una extraordinaria oportunidad para construir un mundo así, y el propósito de este libro es explicar cómo y por qué nos hemos metido en el lío actual y cómo podemos salir de él, por el bien del planeta y de todos los que lo habitan.

Aunque la parte financiera de la crisis ha recibido la máxima atención y en buena medida ha quitado a las otras de las portadas del paisaje mental, en realidad no nos hallamos en medio de una sola crisis sino en una crisis de carácter multifacético que ya afecta, o pronto afectará, a casi todos los aspectos de casi todas las personas y al destino de nuestro hábitat terrenal.

Podemos llamarla crisis del sistema, de civilización, de globalización, de valores humanos, o utilizar algún otro término universal, omniabarcador; la cuestión es que nos ha encarcelado mental y físicamente y que hemos de liberarnos.

Las esferas

Podemos considerar esta prisión de dos maneras. La primera metáfora que me parece útil es la de una serie de esferas concéntricas colocadas con arreglo a una jerarquía de importancia decreciente. La exterior y más importante lleva la etiqueta de «Finanzas»; la siguiente es «Economía», a continuación viene «Sociedad», y por último, la más profunda y menos importante, la esfera denominada «Planeta». Éste es el orden en la actualidad.

A mi juicio, la ingente tarea que tenemos en todas partes, un esfuerzo nunca requerido antes en la historia de la humanidad, consiste en invertir el orden de estas esferas para que sea exactamente el contrario del actual. Hemos de mirar al cielo, recordar la famosa imagen de la tierra vista desde el espacio, recuperar el sentido de la armonía y establecer con claridad nuestras prioridades.

Nuestro bello y finito planeta y su biosfera deben ser la esfera más externa, pues el estado de la tierra, a la larga, engloba y determina el estado de todas las esferas de dentro. Después debería estar la sociedad humana, que ha de respetar las leyes y los límites de la biosfera, pero, por lo demás, ha de ser libre para elegir democráticamente la organización social que mejor convenga a las necesidades de sus miembros. La tercera esfera, la economía, representaría tan sólo un aspecto de la vida social, estableciendo la producción y distribución de los medios concretos para la existencia de la sociedad. Finalmente vendría la cuarta y menos importante de las esferas, la de las finanzas, sólo una entre las muchas herramientas al servicio de la economía.

Pese a las indiscutibles pruebas de la crisis climática y del desastre ecológico inminentes, diversos economistas de la corriente dominante y la mayoría de los políticos aún no ven las cosas así: para ellos, las finanzas y la economía van primero.

Estas dos esferas más externas imponen sus necesidades a la sociedad y determinan cómo debe ésta organizarse. En concreto, las esferas económica y financiera han de crecer sin parar; este crecimiento es la única medida válida; su mecanismo impulsor está programado para superarse continuamente a sí mismo.

Como las finanzas y la economía son de importancia primordial en el universo político y de los economistas de la corriente principal, éstos creen que la expansión de la captación de recursos, la producción y el consumo no tiene límites. Para ellos, el mundo natural es un simple subsistema, tan sólo el lugar del que sacamos las materias primas y al que arrojamos los desperdicios, incluidos los gases de efecto invernadero.

Los economistas denominan «externalidades» a la destrucción sistemática del medio ambiente: meros efectos secundarios desafortunados de las actividades económicas productoras de renta. Esta idea, al igual que otras creencias de la economía neoliberal o de la corriente dominante, es descabellada. Tal como decía el difunto economista Kenneth Boulding, «para creer que la economía puede crecer infinitamente en un sistema finito hay que ser un loco o un economista». Las raíces de la crisis que ahora nos encarcela se pueden hallar directamente en el modo en que ordenamos, consciente o inconscientemente, las esferas. En el funesto sistema que ha usurpado el poder sobre los asuntos humanos, cuando las finanzas se hunden como han hecho hace poco, aplastan y dañan a todos los demás —no sólo la economía, sino también la sociedad y la biosfera. Durante las tres últimas décadas, la economía monetaria se ha hecho con el poder, ha descuidándola economía real, acabando ambas prácticamente separadas, mientras aquélla atiende cada vez más a las necesidades de una minoría.

Dado que la economía es injusta y genera inmensas desigualdades, la sociedad es también necesariamente injusta. Nuestro atribulado planeta es objeto de constante abuso financiero, económico y social. Debemos tener siempre presente que, aunque no podemos vivir sin él, él estaría mucho mejor sin nosotros. Esta jerarquía perversa y este ordenamiento erróneo de las esferas constituyen el meollo de la crisis.

Así pues, nuestro titánico objetivo, y único modo de escapar de la cárcel.

Los muros

Las esferas son un sistema útil para pensar en las prioridades presentes, y espero que futuras, de nuestra existencia, pero, por lo que toca a este libro, he escogido la segunda metáfora que mejor y más sencillamente describe nuestra difícil situación como prisioneros, esto es, los muros. Todas las cárceles tienen muros que impiden escapar a sus internos, pero en la que estoy describiendo está el mundo entero, no sólo los países más ricos, por lo que ciertas partes de su estructura acaso parezcan menos pertinentes a los lectores occidentales relativamente privilegiados, bien que sean la realidad cotidiana de millones.

Por eso, el primer muro que describiré es financiero y económico: aquí no hay sorpresas. El segundo lo constituye la vieja y creciente pobreza y desigualdad que hay tanto en el Norte como en el Sur. El tercero es el cada vez más difícil acceso a necesidades humanas vitales, principalmente los alimentos y el agua. Éstos son los temas de los tres primeros capítulos, con lo que el lector sin duda esperará que el cuarto trate del cambio climático, la destrucción de la naturaleza y la pérdida de biodiversidad.

Al principio intenté hacer lo mismo que he hecho en otros libros: dedicar también aquí al medio ambiente un capítulo aparte. Después caí en la cuenta de que los «capítulos aparte» son parte del problema. Es demasiado frecuente que el medio ambiente y la respuesta al cambio climático figuren, en el mejor de los casos, como un tema —o un ministerio aparte-; en el peor, como una nota al pie o una ocurrencia tardía. Los gobiernos siguen actuando como si cuadrar las cuentas fuera más importante que detener el calentamiento global, que, por lo que parecen creer, puede ser pospuesto indefinidamente, al menos hasta que hayan reparado las averías de los bancos. De modo que el capítulo cuatro trata del conflicto: ¿Es inevitable? ¿Y cuáles son las características de los conflictos actuales? Intento proponer soluciones a estos problemas a lo largo de todo el libro, pero el capítulo cinco está dedicado por entero a algunos objetivos bastante específicos. Y al final hay una breve conclusión.

La clase de Davos

Para ver cómo podemos emprender una tarea de tal envergadura como la de invertir el orden de las esferas, creo que la metáfora de la prisión es una buena guía, pues el mejor modo de empezar es preguntando quién tiene ahora las llaves. ¿Quién arma a los guardias y se encarga de las torres de vigilancia día y noche para evitar las fugas? ¿De qué están hechos los muros y quién los levantó? Aquí es donde debo introducir la pasadísima de moda noción de clase.

En mi trabajo, observo que una de las cosas más difíciles de hacer entender al público —el mío suele componerse de personas generosas e inquietas— es que andan por ahí una serie de individuos resueltos, poderosos y educados pero de veras peligrosos; que comparten intereses de clase, sacan un extraordinario provecho del statu quo, se conocen unos a otros, se mantienen unidos y quieren que básicamente no cambie nada.

De todos modos, me gustaría dejar claro que no estoy poniendo en entredicho la ética individual de nadie —seguro que hay un montón de banqueros bondadosos, empresarios magnánimos y ejecutivos socialmente responsables—; sólo estoy diciendo que, como clase que son, hay que contar con que se comportarán de determinada forma aunque sólo sea porque están al servicio de un sistema muy concreto. Un hombre de gran perspicacia lo expresó mejor de lo que yo pueda hacerlo: En su principal obra escribió: Todo para nosotros y nada para los demás» parece haber sido la ruin máxima de los amos de la humanidad en las diversas épocas de la historia.

Se trataba de Adam Smith en La riqueza de las naciones, escrito en 1776 y considerado universalmente el primer estudio exhaustivo sobre la naturaleza y la práctica del capitalismo.

Esta obra maestra también ha sido utilizada para justificar toda suerte de perjuicios y diversos usos y costumbres que Smith condenaba, especialmente en su otra obra famosa, La teoría de los sentimientos morales. Tras anunciar la «ruin máxima de los amos de la humanidad», pasa a explicar cómo los grandes propietarios de su época preferían tener un par de hebillas de zapatos con diamantes o «algo igual de frívolo e inútil» a proporcionar el «mantenimiento o, lo que es lo mismo, el precio del mantenimiento de mil hombres al año». Plus ça change...

Los amos de la humanidad siguen con nosotros y, para los fines que aquí me propongo, los llamaré la clase de Davos porque, como las personas que se reúnen cada enero en la estación de invierno de Suiza, son nómadas, poderosos e intercambiables.

Algunos tienen poder económico y casi siempre una considerable fortuna personal. Otros poseen poder administrativo y político, ejercido sobre todo en nombre de los primeros, que les recompensan debidamente. Sin duda existen contradicciones entre sus miembros —los ejecutivos de una empresa industrial no siempre tienen exactamente los mismos intereses que sus banqueros—, pero en general, cuando se trata de decisiones sociales, están de acuerdo.

Encontramos la clase de Davos en todos los países; no es una conspiración, por lo que es fácil observar e identificar su modus operandi. ¿Por qué preocuparse de conspiraciones cuando basta con estudiar el estudio del poder y sus intereses? La clase de Davos es siempre sumamente pequeña en comparación con la sociedad, y sus miembros lógicamente tienen dinero, unas veces heredado, otras ganado con su esfuerzo, pero lo más importante es que cuentan con sus propias instituciones sociales -clubes, las mejores escuelas para sus hijos, barrios, consejos de administración, obras benéficas, destinos de vacaciones, organizaciones de admisión reservada, acontecimientos sociales exclusivos y de moda, etcétera-, las cuales ayudan a reforzar la cohesión social y el poder colectivo. Dirigen nuestras principales instituciones, incluidos los medios de comunicación, saben exactamente lo que quieren y están mucho más unidos y mejor organizados que nosotros. Sin embargo, esta clase dominante presenta también puntos débiles, uno de los cuales es que tiene una ideología pero prácticamente carece de ideas y de imaginación.

En este libro, expongo el hecho de que ellos dirigen la cárcel en la que estamos. Aún quieren «todo para ellos y nada para los demás», pero desde la época de Adam Smith «los demás», mediante su propia lucha, han aprendido a leer, escribir y pensar de forma crítica; están mejor informados, poco a poco han ido consiguiendo un cierto grado de poder para sí mismos, con lo cual tienen mucha más experiencia política que la gente del siglo XVIII. Por tanto, hay que mantenerlos bajo una supervisión más inteligente y estratégica.

La clase de Davos, pese a los agradables modales y la bien entallada ropa de sus miembros, es depredadora. No cabe esperar que actúen de manera lógica, pues no están pensando en intereses a largo plazo, por lo general ni siquiera los suyos, sino en comer ahora mismo. También están muy versados en gestión carcelaria y encargan a los vigilantes mejor preparados y más listos el control de nuestros movimientos.

Vías de escape

Como he hecho otras veces, abusaré de la muy sobada primera persona del plural, «nosotros», porque creo que «nosotros» —la gente buena, honesta, «corriente» que me encuentro continuamente— tenemos los números (y, por tanto, también los votos) de nuestro lado. Poseemos imaginación, ideas y propuestas racionales así como un buen caudal de conocimientos y destrezas, es decir, sabemos qué hay que hacer y cómo. Pertenecemos a una gran variedad de organizaciones formales e informales que luchan por el cambio en diversas instituciones, en diversos ámbitos. Desde el punto de vista colectivo, incluso tenemos dinero.

Lo que nos falta es la unidad o la organización del adversario, y demasiado a menudo no tenemos conciencia de nuestra capacidad potencial. El liderazgo también es un problema.

Nuestros partidos políticos, como pasa en los Estados Unidos, suelen depender económicamente de la clase dominante y, o bien traducen directamente sus deseos en leyes, o bien, si están en la oposición, secundan pasivamente la mayoría de las decisiones del gobierno. Y hay que reconocerlo, a los progresistas les encanta discutir y crear facciones fratricidas y volverse así incapaces de enfrentarse al poder de otra manera que no sea retórica.

Para funcionar con eficacia, los miembros de la clase dominante necesitan el Estado y su maquinaria, que moldean a su antojo para satisfacer sus necesidades. Esto es lo que han hecho con un éxito clamoroso desde mediados de la década de 1970 para eliminar toda regulación que pudiera entorpecer el objetivo de conseguirlo «todo para ellos». Han engatusado, adulado y presionado, y cuando esto no ha surtido efecto, han pagado a los políticos para tomar las medidas necesarias.

Así, lograron que los ciudadanos, o sea los votantes, apoyaran sus planes. También se gastaron más de mil millones de dólares —pecata minuta para ellos- sólo en los Estados Unidos para dar forma y difundir su ideología, con lo que convencieron a grandes mayorías de que todo lo que hacían era beneficioso, de que llevaban nuestros intereses en el corazón y de que su orden tenía los mejores propósitos en el mejor de los mundos posibles.

Aunque distaban de ser marxistas, seguían al pensador marxista italiano Antonio Gramsci, que formuló el concepto de hegemonía cultural. He dedicado un libro a explicar cómo, en los Estados Unidos, la clase dominante utilizó los medios de comunicación, la gestión empresarial, el marketing y el dinero para fabricar y propagar el nuevo sentido común, apuntando a las instituciones de más alto nivel, donde se forjan las ideas y desde donde éstas van filtrándose hacia el resto de la sociedad.

El presidente Obama es sin duda un bienvenido sustituto de George W. Bush, pero a mi juicio sería un error suponer que él puede -o incluso quiere- borrar de golpe treinta años de transformación neoliberal. En 2008, también recibió más de cuatro millones de dólares, como contribuciones a la campaña, de empleados de alto nivel de los bancos a los que ahora ha rescatado.

Principios y práctica carcelarios 

El hombre de Davos (y también desde luego la mujer) presenta características específicas en cada país, pero actualmente es también una especie internacional cuyas ideas, si se les puede llamar así, son prácticamente las mismas en todas partes. Dado que sigue forzosamente las reglas capitalistas, mantiene la economía en un estado crónico de sobreproducción y no necesita la mayor parte de la mano de obra del mundo. La democracia se interpone en su camino, y si le hace falta arrastrarnos a las miserias del siglo XIX y tiene la libertad para hacerlo, pues eso hará. Si en el proceso destruye la sociedad y el planeta, lástima.

Habrá más suerte la próxima vez, quizá en un planeta distinto -aunque él ya no andará por ahí como individuo. Confíen en la palabra de Adam Smith si no confían en la mía: esta clase busca de veras «todo para sí misma y nada para los demás». Igual que el cambio ideológico y el ascenso del hombre de Davos, la fase actual del capitalismo global data aproximadamente de principios a mediados de la década de 1970, y en general recibe el nombre de «neoliberalismo»: se basa en la libertad para la innovación financiera con independencia de adónde pueda conducir, así como en la privatización y la desregulación, el crecimiento ilimitado, el mercado libre y supuestamente autorregulado y el libre comercio. Esto dio origen a la economía de casino, que ha fracasado y está totalmente desprestigiada, al menos en la cabeza de la gente.

La mayoría de las personas no piden más pruebas; ven a la perfección que el sistema no funciona para ellas, ni para sus familias, sus amigos o su país. Muchos reconocen también que es perjudicial para la inmensa mayoría de los habitantes de la tierra y para el propio planeta. El andamiaje ideológico y político que lo sostenía se ha venido abajo junto con la estructura financiera, lo que ha aplastado a millones de vidas obligando al establishment global a adoptar medidas sin precedentes que han supuesto un coste enorme para los ciudadanos, sin garantías de que esos planes ideados a toda prisa vayan a ser suficientes. Ya es hora de actualizar la frase de Lenin «los capitalistas nos venderán la soga con la que los colgaremos». Hoy es aún peor: los capitalistas se venden unos a otros la soga con la que se ahorcan y nos arrastran a los demás con ellos. Así es como provocaron la catástrofe actual, vendiéndose unos a otros sogas a las que ponían nombres extravagantes o acrónimos que al final resultaron ser productos financieros sumamente peligrosos. Los gobiernos se apresuraron a evitarles un final ignominioso antes de que llegaran a expirar.

Pero que no cunda el pánico: quizás hayan metido la pata en su primer intento de suicidio, pero probarán de nuevo. Sólo ha pasado un año desde el Septiembre Negro de 2008 y los banqueros ya están inventando productos desconocidos hasta la fecha y difundiéndolos por todo el mundo. Lo más macabro que he leído al respecto se refiere a la venta de pólizas de seguros de vida, a un precio considerablemente reducido, de personas ancianas o gravemente enfermas, que empaquetan igual que hicieran con las hipotecas subprime y venden como productos financieros.

Su remuneración y sus primas han vuelto a ser obscenas. Su sistema está diseñado para superarse continuamente a sí mismo, para ir más allá y más deprisa, para llegar más alto, para ser más rico, hasta que se estrella. Y volverá a estrellarse. En la reunión del G-20 de abril de 2009, ciertos líderes políticos afirmaron pretenciosamente haber creado un Nuevo Orden Mundial. Si hubo algo fue más bien una bolsa de sorpresas con medidas provisionales concebidas para hacer que el viejo orden mundial siguiera marchando al ralentí, valiéndose de instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI), que para empezar habían contribuido a generar la crisis, a lasque entregaron cientos de miles de millones. Estoy dispuesta a apostar lo que quieran a que sus soluciones no funcionan, ni siquiera según sus propias condiciones. En septiembre de 2009 repitieron actuación.

Estos dirigentes también ha dejado clarísimas sus prioridades. Se han legitimado como gobierno del mundo, dejando fuera a 172 países que ni cuentan. Cuando la gente se manifestó en Londres y otras ciudades antes de la reunión del G-20 de abril de 2009 para proclamar «No pagaremos vuestra crisis» o «Primero la gente y el planeta», los otros respondieron «Oh, claro que pagaréis» o «Ni hablar».

Esta clase de gobiernos y sus voceros son expertos en embalaje, interesados como están en que el statu quo parezca totalmente nuevo. Como normalmente gobiernan en nombre de la clase de Davos, adoptan la ley del mínimo esfuerzo, lo que siempre significa que los demás acabamos pagando y callando.

Nuestra primera línea defensiva debería consistir en negarnos a obedecer. Sin la acción popular no cambiará nada en esencia.

Siempre es así.

Qué no hay que esperar de este libro

Expondré aquí algunas cosas que no incluiré en el capítulo de las «Soluciones». En cuanto uno siquiera menciona la palabra, suscita un eco de revolución. El mito revolucionario es sólido, pero para que yo creyera en él primero debería conocer el nombre del zar que hemos de derrocar esta vez y la dirección del Palacio de Invierno donde se encuentran él y sus consejeros, a quienes habrá que colgar de la farola más cercana. Lo único que sé es que el Palacio no está en Wall Street ni en la City de Londres, que, gracias a las medidas gubernamentales de rescate, siguen haciendo negocios a pesar de su irresponsabilidad, su temeridad y su estupidez.

En cuanto a «un final del capitalismo», acompañado o no por la revolución, estoy a favor, pero también aquí me sentiría más cómoda si supiera qué se quiere decir con eso. A decir verdad, no alcanzo a ver ningún big bang, ningún fin definitivo de nuestro actual sistema económico, sino más bien un proceso progresivo de transformación alimentado por una presión pública constante—local, nacional y cuando es posible internacional— que obliga a los gobiernos a reinar en el sector privado, especialmente los conglomerados financieros, y coloca a la gente y al planeta por delante de la acumulación y los beneficios en un contexto social mucho más cooperativo. En cualquier caso, la crisis actual y el colapso virtual del edificio financiero todavía no han bastado para provocar este final de fábula.

No creo que la violencia pueda traer consigo una solución duradera o adelantar la emancipación humana; sí temo, en cambio, que nos pase por encima a menos que reduzcamos rápidamente las flagrantes injusticias del presente. En estas páginas cito algunos estudios, pero el lector no necesita consultar sondeos de opinión para sentir que el estado de ánimo de la gente es cada vez más alarmante. A una los pensamientos la transportan irremediablemente a la década de 1930 y al ascenso del fascismo y las dictaduras tras una grave crisis financiera.

Es algo tentador para la gente que busca chivos expiatorios en los inmigrantes y no dirige la mira a los verdaderos culpables, que se hallan demasiado lejos para constituir dianas fáciles. Algunas personas también temen la aparición de un «ecofascismo » que imponga medidas drásticas mientras se afianzan los inequívocos efectos del calentamiento global.



Tampoco voy a recomendar la «abolición del mercado». Los mercados desempeñan un papel útil, y, según demuestra la arqueología, hace milenios que existen, desde que la gente fue capaz de viajar e intercambiar. Ya hacia 2500 a.C. al menos, en las rutas comerciales entre la India, Oriente Medio y Egipto, los mercaderes estaban habituados a utilizar a la vez unos diez sistemas de pesos, medidas y monedas para intercambiar productos valiosos como estaño, cobre, plata, oro y lapislázuli y verificar que no les engañaban.


Una economía capitalista conlleva la existencia del mercado, pero lo contrario no es verdad: todo depende de la clase de mercado de que se trate. El sueño neoliberal del «mercado autorregulado» se ha revelado finalmente como una pesadilla y una bestia mitológica —cabe esperar que la crisis actual haya acabado con ella, aunque lo dudo. El debate no debería centrarse en decir sí o no al mercado sino más bien en qué artículos deberían ser comprados y vendidos a precios fijados con arreglo a la oferta y la demanda, y cuáles deberían ser considerados bienes y servicios comunes o públicos, cuyo precio tendría que estar en función de su utilidad social.




Esto significa que el papel del estado individual sigue siendo clave por la sencilla razón de que no podemos hablar de democracia por encima del nivel estatal. Para Adam Smith, era una obviedad tácita que el alcance del mercado capitalista y el del estado eran idénticos, pero en la actualidad esto dista de ser así. Por ejemplo, los europeos prácticamente no ejercen ningún control sobre las decisiones de la Unión Europea, que parece empeñada en destruir todos los servicios públicos que sea posible y en rechazar la democracia a cada paso. En ninguna parte tienen los ciudadanos influencia alguna en la arquitectura global de instituciones como el Banco Mundial, el FMI, la Organización Mundial del Comercio y sus acólitos.

Mi lista de bienes públicos o comunes comenzaría con uno que hace una década no aparecía: un clima adecuado para los seres humanos. Actualmente, el clima es un bien común porque el bienestar de todos depende de él, lo cual no impide los intentos de convertirlo en un artículo rentable y comercializable por medio de permisos y compensaciones relativas a la contaminación. Se trata de un enfoque erróneo aunque sólo sea porque el mercado presupone la existencia continuada de la mercancía comercializada, en este caso las emisiones de CO2, que es exactamente lo que hemos de eliminar. Hablamos continuamente de salvar «el planeta» cuando en realidad estamos hablando de salvarnos a nosotros mismos. El planeta seguirá girando sobre su eje y dando vueltas alrededor del sol, sólo que quizá sin nosotros. Si tuviéramos un mayor margen de tolerancia para el frío y el calor, las sequías y las inundaciones, podríamos acomodarnos mejor. Pero no es así, como tampoco lo es para la mayoría de las especies de las que dependemos. Las que sobrevivirán más tiempo son las que tienen márgenes más amplios y no constituyen para nadie la compañía de preferencia: moscas, mosquitos, cucarachas, palomas, cuervos, ortigas...

La siguiente lista, más convencional, de bienes públicos intentaría reparar el daño de décadas de privatización, e incluiría no sólo puntos obvios como la salud, la educación y el agua sino también la energía, una buena parte de la investigación científica y los fármacos, aparte del crédito financiero y el sistema bancario. Para evitar malentendidos, por favor, tengan en cuenta que «común» y «público» no significan necesariamente «gratis», aunque así debería ser en ciertas esferas, como la educación. Tampoco dan a entender algo «organizado por planificadores centrales y gestionado por burócratas». Son posibles muchos modelos organizativos distintos; la descentralización es una opción lógica en numerosos casos, por ejemplo el agua, y podría utilizarse en otros muchos. La participación popular en la gestión de un buen número de ellos sería no sólo deseable sino indispensable.

En términos prácticos, la fuga de la cárcel requerirá que la gente de buena voluntad se una, forme alianzas nacionales e internacionales, y utilice la crisis financiera para resolver las otras. No hagamos caso de aquellos que dicen que «no podemos permitírnoslo». Pese a la crisis y los rescates, el mundo sigue inundado de dinero. No se tardó mucho en descubrir cientos de miles de millones en el fondo de cajones, o enterrados en jardines, que fueron utilizados para salvar a los bancos. En la primavera de 2009, aparecieron por arte de magia (los cálculos aproximados varían bastante a lo loco) unos cinco billones de dólares —5.000.000.000.000— para apuntalar las instituciones financieras. Esta cantidad inconcebible se ha pedido prestada en su mayor parte al futuro. Será devuelta por los ciudadanos de nuestra época, y por sus hijos y sus nietos; devuelta en forma de impuestos, naturalmente, pero también de desempleo, de servicios perdidos y, sin duda, de otras penurias que ni siquiera hemos empezado a imaginar.

Esas cantidades de cientos o miles de millones han estado continuamente vedadas a la salud, la educación, la creación de empleo, la protección medioambiental y otros ámbitos dignos de atención. Hay medios para impedir que esto vuelva a pasar y lugares donde encontrar dinero. No obstante, si los ciudadanos esperan poner coto a la dictadura de la economía, han de exigir mucho más que una simple regulación de los contornos del sistema financiero. El G-20 no es el organismo que vaya a tomar las decisiones necesarias.

Por último, no tengo reparos en reconocer que hay muchísimas cosas que no sé. No sé si «nosotros» podemos derrotar a la firmemente establecida clase depredadora de Davos y sustituirla por un orden social más igualitario y democrático. No sé si es posible alterar la actual rapport de forces, la correlación de fuerzas, y hacer que el péndulo oscile hacia un mundo más justo, estable, verde y habitable. Apuesto a que sí podemos, de lo contrario lo único que nos queda por hacer es imitar a los que vivían en la época de la peste, quienes festejaban, bebían yestaban de jarana en las plazas públicas mientras aguardaban la llegada de la Parca. Creo que podemos aprovechar mejor el tiempo que estando de jolgorio comiendo y bebiendo —y si fracasamos, al menos habremos tenido la oportunidad de hacerlo de manera honorable.

Admito otra cosa: no conozco el estado último, deseable, de la sociedad, y no me fío de los que piensan que sí. De hecho, no creo que haya un estado «último», que también sería estático, un callejón sin salida insoportablemente aburrido o simplemente insoportable. Todos los «ismos» del siglo XX sabían exactamente cómo tenía que ser la sociedad y obligaban a todo el mundo a estar de acuerdo; y los que discrepaban eran enviados a campos de reeducación o eliminados. Gracias, pero puedo arreglármelas sin el fin de la historia.


Igual que, a mi entender, la biodiversidad es la fuente de la vitalidad de la naturaleza y nuestra garantía de supervivencia, defiendo también la diversidad social. Culturas diferentes estarán determinadas —o deberían estarlo— por diferentes historias, culturas, limitaciones geográficas y grados de conflicto.

Podemos mostrar nuestra solidaridad con las luchas de otros; no podemos reemplazarlos ni imponer los resultados. Creo que la emancipación humana será un esfuerzo eterno: por conseguirla donde falte, por protegerla donde esté amenazada, por perfeccionarla donde sea, o parezca ser, más segura. Cuanto más a menudo vence la gente en algún sitio, más fácil resulta a gente de todas partes vencer también. De todos modos, el elemento común a esas distintas historias, culturas y capacidades para modificar las circunstancias actuales debe ser la democracia. La democracia es el objetivo y también los medios que hemos de emplear para alcanzarlo. Tenemos que afrontar el hecho de que suele ser algo confuso y que su consolidación requiere tiempo. Alguna gente siempre trata de violentarla, pero cualquier otra vía ha conducido invariablemente a horrores atroces. En este caso, el fin no sólo justifica los medios: uno y otros son lo mismo. Rechazar los medios democráticos significa rechazar los resultados democráticos y diversos.

Una última salvedad: aunque, como todo el mundo, he utilizado y seguiré utilizando la palabra, no creo realmente que estemos viviendo una «crisis». La palabra «crisis» tiene una larga historia de significados elásticos: según mi diccionario Oxford, deriva de la palabra griega correspondiente a «decisión», pero también hace hincapié en el momento crucial, o la coyuntura crítica, especialmente en una enfermedad, cuya resolución será la recuperación o la muerte. En el teatro, es el momento en quese corta el nudo gordiano, el dilema.

Según el renombrado sinólogo francés François Jullien, la muy repetida afirmación de que el ideograma chino para «crisis» combina las ideas de «peligro» y «oportunidad» es realmente un constructo occidental. El carácter chino se parece más al disparador de una ballesta, un mecanismo de liberación.

Así pues, en griego, en chino y por lo que sé también en otras lenguas, la palabra transmite un sentido de antes y después, una acumulación de tensión, y un paso corto y brusco entre posibles caminos, la encrucijada crítica que determina el futuro.

¿Puede haber en nuestra época un momento breve y decisivo para huir de la cárcel?. Quizá, desde la perspectiva de los quinientos años de historia del capitalismo, la época de veras peligrosa que estamos experimentando en la actualidad pueda ser considerada «breve». Yo aún temo que la «crisis» que estuvo forjándose a lo largo de varias décadas, empezó a revelarse en 2007 y aún sigue avanzando pesadamente a finales de 2009, continuará algo más de tiempo. Las crisis se van produciendo cada vez más cerca una de otra. Seguramente aumentará la tensión, pero no habrá una liberación súbita del disparador que lance la flecha. Muy probablemente, la búsqueda de un futuro distinto es un empeño que requerirá su tiempo.

Las élites gobernantes no aprovecharán el momento de la decisión, sino que, ante la protesta popular, intentarán remendar y rehabilitar un sistema fallido; y el sistema volverá a fracasar.

Tal vez para mantenerlo se vean obligadas a utilizar métodos más duros para garantizar que los prisioneros siguen asustados, tranquilos e intimidados. Un término más preciso que «crisis» podría ser «depresión», como lo que pasó en la década de 1930, pero no sólo en el aspecto económico sino también en el psicológico, y esta vez experimentada tanto por individuos como por sociedades enteras. Aunque quizá otra palabra mejor sea «abertura», por la que alcanzamos a vislumbrar —pese a las ruinas y al desolado paisaje— el mundo limpio, verde y rico que hay al otro lado.

El crac era inevitable y también previsible, pese a que pocos lo previeron. Los que sí lo veían venir saben ahora lo que debe hacerse. Sin atribuirme ningún mérito especial, yo formé parte del movimiento social que vaticinó la crisis, por lo que en la actualidad mi cometido consiste en explicar sus causas y remedios con toda la claridad que sea posible: poner mis palabras en el platillo apropiado de la balanza y, en consecuencia, añadir también cualquier influencia que pueda inspirar.

La fuga misma depende de cada uno de nosotros, y de todos en conjunto.

Un comentario sobre los números

La crisis financiera ha hecho aparecer cifras enormes, prácticamente incomprensibles, en las primeras planas, y hace falta alguna escala alternativa para tener una idea aproximada de lo que representan. Pensemos en el número de veces que nuestro reloj hace tictac para marcar los segundos; si cada segundo equivale a un dólar (euro, libra, etc.), la relación es la siguiente:

Un día = 86.400 $; Un año = 31.536.000 $; 10 años = 315.536.000 $; 100 años
= 3.153.600.000 $.

O digámoslo al revés:

Mil millones (la unidad seguida de nueve ceros) es algo menos de 32 años; Cien mil millones es casi 3.200 años; Un billón (la unidad seguida de doce ceros) es casi 32.000 años.

Las estimaciones más bajas del total de los rescates financieros rondan los cinco billones (160.000 años); las más altas que he visto, a partir de finales de 2009, están en torno a los dieciocho billones (576.000 años).

Este texto se puede descargar en formato PDF en el enlace

No hay comentarios:

Publicar un comentario