domingo, 6 de noviembre de 2011

Un artículo recuperado.Desaprender y emprender: ¡Viva el lucro!, de Guillermo Rendueles


Desaprender y emprender: ¡Viva el lucro!


GUILLERMO RENDUELES 

La sección de Economía de la Nueva España publicaba a principios de este mes de junio la información de que 3.000 universitarios asturianos serán llamados por el Inem para reciclarse. Se trata, según el Sr. Álvarez, director del Servicio Público de Empleo, «no de convertir a un psicólogo en peón», pero sí «de hacer de un titulado universitario un buen encargado de un establecimiento hostelero». Reciclarse significa para los tres mil desaprender los saberes universitarios adonde les llamó su vocación y aprender (¿) los humildes oficios a los que les destina el mercado. La sociología llama «concepción psicomórfica de lo real» a ese proceso que busca, por ejemplo, la causa de los problemas de los asturianos, no en la catástrofe industrial, sino en las biografías de los asturianos. Si te encuentras desempleado, es porque no has acumulado suficientemente capital humano, trabaja sobre ti mismo, reconstruye tu inteligencia emocional y triunfarás.

Otro titular de la Nueva España -«La cultura emprendedora toma la plaza mayor de Gijón»- informaba hace poco sobre cómo miles de niños vendían mercancías producidas en sus actividades escolares. Se probaba así su aprendizaje de la conducta racional que evite al Inem el reciclaje. Si desde la infancia la escuela inculca valores mercantiles y reprime cualquier ilusión de guiar el trabajo por vocación, en la adolescencia ya estarán maduros para someterse a la racionalidad económica del mercado. Razón económica que se resume en un solo precepto: ante cualquier situación, «adáptate» y saca el máximo provecho a lo que has invertido. El reportaje de la «Nueva» reflejaba muy bien el éxito de ese ahormamiento de las almas infantiles por el deseo de riqueza y la admiración por el triunfo económico. 

Lejos de parecerme una banal actividad extraescolar, pienso que esa cultura del lucro constituye la verdadera educación en valores de la escuela posmoderna. Esa racionalidad del cálculo egoísta pasa de la economía a la psicología y rige la toma de decisiones desde la tienda a la alcoba. Normalidad psicológica es el nombre que se da al éxito en la gestión de la intimidad o al intercambio de sentimientos. El perdedor o el neurótico es aquel que repetidamente se deja explotar afectiva o comercialmente y sale empobrecido de cada relación. El fenómeno de cómo lograr que una desgracia normal no se transforme en depresión no se diferencia demasiado de los consejos para sobrevivir al mercado que recibirán los tres mil reciclados del Inem o los alumnos de los inanes cursos del Adolfo Posada: cuida de no derrochar afectos, no busques culpables sociales de tus problemas e invierte siempre en ti mismo (el egoísmo es el primer deber de salud mental). Los psicoterapeutas ejercen sin saberlo como prudentes consejeros de economía afectiva cuando alerten contra ese despilfarro y rotulan como actitudes masoquistas aquellas que en cada relación dan más afecto que el que reciben. Madurar significa desinvertir afectos de la familia o los grupos naturales para someterse con buen ánimo al destino-mercado (ya saben, lo de las «leyendas urbanas»). Falta de adaptación o rigidez de carácter será la etiqueta adecuada a los necios apegados a su tierra, su familia o sus amigos de siempre que pierdan las oportunidades de emprender negocios lejos de casa.

El tránsito a la modernidad contiene un absurdo: el cambio de una vida buena como mediano propietario o artesano por los dolores de la insaciable avaricia del moderno. Para explicar el mantenimiento de esa irracionalidad que sustenta la acumulación económica posmoderna tuvo que proponer Weber una conversión religiosa al ascetismo calvinista que veía en el enriquecimiento la bendición divina.

Lejos del asombro weberiano, el consejero de Industria, Sr. Graciano Torre, se felicitaba en la mencionada feria de los emprendedores infantiles de que «la gente joven sustituya identidad trabajadora por el deseo de ser empresarios». Hace treinta años los chavales de la Academia España, a un paso de esa feria, representábamos a fin del curso escenas en las que éramos fuertes como Hércules o astutos como Ulises o santos como Francisco Javier. Ser empresario no era un motivo de identificación, sino un insulto grave. Aparte del despreciable Tío Gilito de los tebeos, todo Gijón se había reído con la anécdota de un acomodador manco del teatro Jovellanos que tuvo que salir al escenario a disculpar a la empresa por suspender una función.

El probo empleado recibía con estoicismo los insultos e incluso los tomatazos de los espectadores. Pero cuando un guasón de gallinero le gritó: «¡Manquín! ¿yes empresariu?», el acomodador no aguantó la imputación y respondió nombrando a la madre del vocinglero. Idéntica respuesta me gustaría diesen los niños asturianos a esos pedagogos que, lejos de intentar abrir sus almas a la utopía, las agostan acomodándolas a navegar con gozo por las heladas aguas del mercado, sin otra meta que enriquecerse y sin más brújula que el lucro.

Artículo publicado en La Nueva España el 21/06/2007

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