lunes, 6 de abril de 2009

LA PROTECCIÓN A LOS CONSUMIDORES COMO INSTRUMENTO CONTRA LA CRISIS



"Toda una filosofía ha sido desacreditada. Los que defendían que la avaricia era buena y que los mercados debían autorregularse sufren ahora la catástrofe"
Paul Krugman. Premio Nobel de Economía 2008.


Es mucho lo escrito sobre la crisis económica en la que estamos inmersos y muchas las recetas que se proponen. Las políticas públicas que llevan a cabo los estados para afrontarla coinciden en dos cosas: tratar de incrementar la actividad económica a través de aportaciones desde el erario público hacia los sectores más afectados (sector financiero, construcción, industria del automóvil, etcétera) y obviar la perspectiva más importante; la del consumidor, pieza clave de toda actividad económica sin la que no tendría sentido la producción de bienes y servicios, y al que se le pide confianza en el sistema económico.


Si la actual crisis económica es, como se repite hasta la saciedad, una crisis de confianza en el mercado habrá que analizar por qué se ha perdido dicha confianza. La respuesta es clara: han fallado los mecanismos de control de mercado. Este fallo, de por sí, no es nada extraordinario, ya que frecuentemente sucede en un sector, en un país, en una determinada actividad o con relación a un concreto producto o servicio. En España tenemos ejemplo de ello y los casos Forum y Afinsa con miles de damnificados que, del día a la noche, han perdido la casi totalidad de sus ahorros constituyen un buen ejemplo.


¿Cómo recuperar la confianza? Un instrumento necesario es la existencia de un sistema jurídico eficiente que proteja real y eficazmente los derechos de los consumidores y que a la vez aporte seguridad jurídica a la actividad llevada a cabo por las empresas dotándolas de un marco legal claro que les facilite el cumplimiento de sus obligaciones e impida tratamientos desiguales en función del territorio en el que se desarrolle su actividad. Esa confianza perdida no la va a dar ningún sujeto privado, sino que debe ser tarea de los poderes públicos que deben actuar en beneficio de la ciudadanía, no sirviendo a otro objetivo que no sea el interés general. En este sentido, debería estudiarse la eficacia de los instrumentos de autocontrol, tan venerados desde la década de los 80, consistentes en auditorías abonadas por las propias empresas auditadas, normas de calidad implantadas por entidades privadas, códigos de autorregulación e instrumentos análogos que han sustituido al tradicional papel regulador de las administraciones públicas sustentado por normas jurídicas que imponen conductas de obligado cumplimiento y por un régimen sancionador que establezca sanciones en caso de contravención.


En el ámbito de la Unión Europea y en el nacional, el respeto hacia los derechos de los consumidores están plasmados en textos legales en los que se establece la obligación de todos los poderes públicos (legislativo, ejecutivo y judicial) de garantizar la protección de los consumidores y usuarios, a través de procedimientos eficaces. Ejemplo de ello es el artículo 51 de nuestra Constitución.


Sin embargo, este objetivo dista aún de cumplirse por la dispersión y multitud de normas potencialmente aplicables, por la diversidad de instituciones y órganos administrativos que asumen competencias en materia de defensa del consumidor y por la ineficacia de los procedimientos utilizados.


La materia defensa del consumidor es una materia compleja, en la misma intervienen multitud de administraciones: Unión Europea, estados, comunidades autónomas y entidades locales, dándose la circunstancia de que su intervención no está fundamentada sobre un título competencial único, sino que los títulos competenciales se yuxtaponen y, en ocasiones, solapan.

Así, la competencia legislativa (esto es, la capacidad para aprobar normas jurídicas en la materia) se comparte por todas las administraciones: la Unión Europea, basándose en su tratado constitutivo, adopta reglamentos y directivas; el Estado, apoyándose en la Constitución española que le atribuye la competencia legislativa básica sobre legislación civil, procesal y mercantil o sobre bases y coordinación de la planificación general de la actividad económica, también legisla (ejemplo de ello es el propio texto refundido de la ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios); por su parte, las comunidades autónomas igualmente asumen competencias, incluso reconocidas con carácter exclusivo, en materia de defensa del consumidor en virtud de sus respectivos estatutos de autonomía; finalmente, reconocida la competencia de consumo en la legislación de régimen local, también las entidades locales pueden desarrollar reglamentariamente ciertos aspectos en la materia.


Si pensamos en la cantidad de normas jurídicas existentes sobre las múltiples materias que pueden abarcar (vivienda, servicios financieros, prestación de servicios a domicilio, telefonía, alimentos, productos industriales, servicios turísticos, actividades recreativas, etcétera), sobre los diversos aspectos que pueden afectar a cada materia (etiquetado, garantías, seguridad, facturación, cláusulas abusivas, publicidad engañosa, etcétera) y que las mismas pueden, o no, estar vigentes en función del territorio en el que se ha contratado el servicio, se ha perfeccionado el contrato, en el que se encuentre radicado el establecimiento comercial, en el que resida el consumidor, o cualquier otro aplicable en cada caso, se comprenderá que el desconcierto comienza por saber qué normas dentro de este batiburrillo normativo pueden ser aplicables. Si a ello se suma la posibilidad que, bien dentro de cada Administración o en distintas administraciones, puedan intervenir pluralidad de órganos en materia de defensa del consumidor con competencias sectoriales diversas (banca y seguros, telecomunicaciones, suministro eléctrico, hostelería, espectáculos públicos, etcétera) la situación se puede convertir esquizofrénica. La solución sería poseer normas uniformes que no distorsionasen la competencia en el mercado y que estableciesen con claridad las obligaciones a cumplir y los órganos responsables de velar por su cumplimiento. Lejos de ello, el sistema autonómico español en nada ha contribuido a este objetivo y el legislador estatal tampoco parece querer abordar esta cuestión. La única esperanza es lograr cierta unificación a través del acervo comunitario, ya que cada vez son más numerosas las normas europeas que inciden en la defensa del consumidor y que disponen obligaciones concretas exigibles directamente (reglamentos) o bien obligan a transponer a los estados miembros normas en la materia (directivas). Sin embargo, también la legislación comunitaria dista de ser un ejemplo de claridad y la mayor parte de las normas comunitarias utilizan una terminología jurídica compleja y no adaptada a la realidad jurídica nacional.


Un paradigma de la ineficacia de los procedimientos administrativos utilizados en la defensa del consumidor es el procedimiento sancionador que, sencillamente, no existe a nivel europeo ni nacional. Así se produce una situación, cuanto menos, curiosa ya que actuando libremente en el mercado europeo –que, a efectos europeos es un único mercado– multinacionales y grandes empresas, no existe una autoridad comunitaria competente a la hora de perseguir las infracciones en materia de defensa del consumidor que se producen en el territorio comunitario. Paradójicamente, existe libertad de circulación de bienes y servicios, pero no una autoridad comunitaria capaz de velar por los intereses de los consumidores europeos que posea la competencia de poder sancionar las conductas infractoras de sus derechos. La misma situación se repite a escala nacional, ya que la Administración estatal no ejerce competencias sancionadoras en materia de defensa del consumidor, atribuyéndose la misma a las administraciones territoriales más pequeñas –comunidades autónomas y administraciones locales– que se encargan de instruir procedimientos sancionadores sobre publicidad engañosa, cláusulas abusivas o ventas a distancia –por ejemplo– a grandes multinacionales que pueden ofrecer dicha publicidad engañosa, introducir cláusulas abusivas o incumplir sus obligaciones respecto a las ventas a distancia en todo el territorio europeo.


Obviamente, la solución de la situación actual abarca otros aspectos, pero hay que tener presente una consideración fundamental: poca confianza puede tener el consumidor en un sistema económico que actúe libremente sin ser supervisado por autoridades capaces de disciplinar el mercado y que tengan en cuenta que el principal protagonista en dicho mercado es, precisamente, él.


Artículo publicado en "La Nueva España" (05/04/2009)

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