Artículo publicado en El País 23/10/09
El argumento de la divertida película francesa La cena de los idiotas refleja, en miniatura, el escenario de la crisis que estamos padeciendo.
Trasladando la trama a los tiempos presentes, podemos imaginarnos a nuestro protagonista asistiendo a varios tipos de cena.
Primera cena. Invita un grupo de altos ejecutivos financieros. Se produce un pugilato entre los anfitriones sobre su habilidad para falsear los resultados contables y presentarlos como sanos y sólidos. Pignon pide disculpas por terciar en sus brillantes exposiciones y pregunta ingenuamente cómo se puede dar por bueno un asiento contable absolutamente falso.
Las carcajadas estallan al unísono y apenas se dignan explicarle que los organismos reguladores no se fijan en esas minucias. Añaden que si son descubiertos sus abogados sostendrán, donde proceda, que se trata de ingeniosos artificios contables producto de la creatividad e imaginación de sus privilegiadas mentes.
Segunda cena. En esta ocasión se unen a la cena ni más ni menos que el presidente del Fondo Monetario Internacional y el secretario del Tesoro estadounidense. Se vislumbraba la bancarrota de Lehman Brothers. Nuestro personaje pregunta si son ciertos los rumores y uno de los asistentes le contesta: "Mire, realmente éramos demasiado codiciosos. Por eso tenemos que controlar nuestra codicia con una regulación mejor". Casi sin voz se atreve a comentar: "Pero la codicia es un pecado, ¿por qué simplemente corregirlo?". Reconocieron que sería conveniente reconsiderar el sistema de remuneración de los altos ejecutivos. Alguno advirtió solemnemente: "Si no hay reglas globales (sobre las remuneraciones) habrá una fuga de talentos".
El buen Pignon les comentó que había leído que el FMI no goza de simpatías en los países menos desarrollados. Sus recetas son duras: saneamiento del presupuesto a expensas del gasto social. Reducción del Estado y puesta de toda su maquinaria al servicio de la deuda externa. Había oído que en algunos países facilitaron golpes militares para establecer sistemas antidemocráticos que, además de violar los derechos humanos,colocaban a responsables económicos proclives a estas tareas. De manera cortés pero tajante afirmaron que ellos nunca organizaron golpes militares. Allí terminó, por esta vez, la cena.
Tercera cena. En esta ocasión los convocantes incorporaron a la cena a algunos intelectuales de prestigio. Pignon sintió que, por primera vez, lo que estaba oyendo le resultaba sugerente. Joseph E. Stiglitz planteó si era posible atender simultáneamente a dos grandes desafíos, el cambio climático y la crisis económica, manteniendo o intentando mejorar el PIB (producto interior bruto) pero sin elevarlo a la categoría de fetiche intocable. Alguien mencionó la Tasa Tobin, y la conveniencia de un impuesto fuerte sobre las transacciones financieras. Después se enteró de que James Tobin es un economista estadounidense que lanzó ésta y otras ideas sobre impuestos a la producción armamentista. Su osadía suscitó la airada respuesta de los neoliberales, que llegaron a insinuar que se trataba de un sesgado apoyo al desarme frente al enemigo y un apoyo al tan denostado pacifismo. Les recordó que el asesor especial del secretario general de la ONU en materia de finanzas para el desarrollo, Philippe Douste-Blazy, había anunciado: "Nos enfrentamos a una crisis de ética, a un problema de cinismo del propio sistema. No podemos seguir como hasta ahora".
La intervención de Claudio Magris fue ilustrativa. "El liberalismo dice que la libertad de un individuo termina donde se inicia la del otro; los anarcocapitalistas que no se preocupan de estos límites y estas tutelas no pueden declararse liberales más de lo que lo podría ser un estalinista".
La última cena. Al parecer, sus anfitriones le habían tomado cariño y volvió a ser invitado. Aceptó no sin cierto escepticismo, pero pensó que los intelectuales habían trazado un camino posible hacia horizontes más dignos. Esta vez el tema versaba sobre los impuestos. Qué le iban a contar a él que era inspector de Hacienda. Cada vez que surgen estos desagradables temas los sectores privilegiados reaccionan airados y con un cierto desdén. El sistema está trazado y nadie conseguirá enmendarlo. Se paga por lo que se consume y se contribuye por los ingresos medios y bajos. Todo lo demás es discutible pero, según sus anfitriones, intangible.
Pignon insinuó que algunos pretenden hacer cambios basados en la razón y en la opinión de las mayorías. Si unimos la razón y la mayoría, el paso hacia el cambio es inobjetable. Entendió que quien proponga soluciones novedosas en busca de la justicia tributaria como instrumento para conseguir una mejor justicia social se convierte automáticamente en un enemigo del pueblo. Pignon siempre había recaudado conforme a las pautas que le marcaban. No se había detenido a pensar sobre la posibilidad de establecer un impuesto sobre las grandes fortunas y las exorbitantes remuneraciones de la casta de los sacerdotes que ofician, en exclusiva, en los altares del sistema financiero.
Ante la grosería y prepotencia de los argumentos de quienes justificaban sus privilegios, Pignon perdió, por primera vez, su compostura y se atrevió a decir que las multimillonarias retribuciones y jubilaciones eran injustificables e intrínsecamente perversas, tanto en épocas de cierta bonanza como en las tormentas perfectas que ellos mismo habían desencadenado con sus artificios financieros. Percibió que había despertado un movimiento de solidaridad entre los líderes que clamaban desafiantes ante lo que consideraban un despojo intolerable. Se comportaban como masas enfurecidas dispuestas a refugiarse y resistir en las barricadas de los últimos pisos de sus rascacielos. Se lo dijeron a los líderes del mundo reunidos en Pittsburgh con tal intensidad que éstos, de muy diversa ideología y origen, decidieron posponer el tema hasta que se restaurasen los equilibrios climáticos y desparecieran las turbulencias. Su triunfo era indiscutible y su impunidad estaba garantizada.
Esa noche Pignon me confesó que estaba cansado y que no pensaba asistir a ninguna otra cena. Comprendí su hastío y le agradecí su inmensa paciencia y la dignidad con la que nos había representado.
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