Artículo de Juan Cofiño González. Abogado
Fuente: La Nueva España
Mucho se ha escrito y debatido en los últimos tiempos acerca de la mal llamada «ley Sinde» (simplificación que hace alusión a la disposición final cuadragésima cuarta de la Ley de Economía Sostenible recientemente aprobada en el Congreso de los Diputados, e impulsada por la Ministra de la que toma su nombre), en virtud de la cual se pretenden domeñar las tendencias del ciudadano español al consumo, vía internet, de contenidos protegidos por la ley de Propiedad Intelectual, sin el depósito previo del óbolo correspondiente, al que resulta acreedor todo titular de derechos.
Al debate es difícil sustraerse, por cuanto su naturaleza permite incorporarse al mismo desde enfoques muy distintos, en función del interés de cada cual, toda vez que tras una aparente simplicidad se esconden, a poco que indaguemos, variadísimas problemáticas, muchas de las cuales han emergido con verdadero apasionamiento a lo largo de la tramitación del texto legal, lo cual suscita un primer reproche formal, y es que una realidad tan compleja no puede ni debe sustanciarse, en clave legislativa, por la vía de una simple disposición final, insertada en una abigarrada ley ómnibus, como lo es la Ley de Economía Sostenible.
¿Cuál es el tamaño real del fraude a los derechos de autor -vía internet- en España? ¿Deben los autores enfrentar el fenómeno internet como una oportunidad, antes que como un problema? ¿Cumple la «ley Sinde» con los requisitos constitucionales alusivos a la tutela judicial efectiva? ¿Es suficiente el papel asignado al juez en el proceso de cierre de una página web? ¿Está correctamente resuelto el conflicto entre el derecho a la libertad de expresión e información y la protección de la propiedad intelectual?
Estas y otras muchas preguntas proceden, sin que sean posibles respuestas concisas y evidentes; no es pretensión del autor otra cosa que, antes que dogmatizar sobre las mismas, evidenciar que la solución legislativa adoptada y el debate iniciado sólo es el anticipo de una amplísima reflexión en torno al fenómeno internet, al que califico de inaprensible, por cuanto que hace referencia a «aquello que no se puede asir» o «es imposible de comprender» al decir de la RAE, y ello se acomoda pacíficamente al asunto que enfrentamos.
El fraude a los derechos de autor en España, a falta de datos objetivos e incontestables, parece muy relevante, y ello al margen de los resultados, ciertamente exagerados, que se desprenden de los diferentes «estudios» e «informes» y «observatorios» de parte interesada, y no solamente a través de internet, sino por la abundancia de copias «no autorizadas» de productos sujetos a derechos, en diferentes soportes tecnológicos a disposición de los consumidores, que se ha pretendido acotar con la controvertida y cuestionable figura del «canon digital», hoy sometido a revisión a raíz de la reciente sentencia del Tribunal de las Comunidades Europeas, en relación con la cuestión prejudicial planteada por la Audiencia de Barcelona, en el marco del conocido «caso Padawan».
Sin embargo, un porcentaje nada desdeñable del fraude se produce en el ámbito de internet, a partir de las descargas o visionados directos o de enlaces que posibilita el acceso a series de televisión, deportes, música, películas y libros electrónicos, sin la autorización de los titulares de los respectivos derechos. De entre todos los ámbitos afectados ha cobrado relevancia mediática la queja del mundo de la producción de cine español, acaso por el perfil profesional de la Ministra impulsora de la ley, y el protagonismo de este subsector del mundo de la cultura en la vida social española, que, dicho sea de paso, no se corresponde con su éxito profesional, medido en términos de taquilla. Alegrémonos, no obstante, de una de las derivadas del híper debate, y es que está percutiendo en múltiples direcciones, en clave de mayores niveles de autoexigencia individual y colectiva; y así hemos asistido al proceso de crecimiento del propio presidente de la Academia de Cine (Álex de la Iglesia), inicialmente encastillado en posiciones gremiales, convertido, a la postre, en un severo «auditor» de su propio sector profesional, una vez que decidió impulsar acciones para adquirir un mayor conocimiento del complejo equilibrio entre el fenómeno internet y los derechos de propiedad intelectual, habiendo llegado a la conclusión -desafortunadamente poco compartida por los autores en general, y las sociedades gestoras de sus derechos, en particular, a pesar de su evidencia- de que internet está llamado a modificar radicalmente (ya lo esta haciendo) el mundo de la comercialización/distribución de los productos culturales, debiendo enfrentar este fenómeno, cuanto antes, proactivamente, para que su actual posición, caracterizada por la pasividad/negatividad, asociada a la percepción de riesgo, se transforme en iniciativas de aprovechamiento «comercial» de ese gran canal de distribución de la cultura y del conocimiento llamado internet.
Uno de los grandes ejes de la polémica está relacionado con el tratamiento legislativo adoptado, y su convivencia pacífica con un Estado de derecho plenamente garantista de los derechos de todos los agentes intervinientes, y ello por cuanto, mas allá de la cuestionable eficacia de la norma para combatir el fraude a la propiedad intelectual, importa sobremanera, a los amantes del derecho, el camino elegido y su compatibilidad plena con los principios jurídicos más acrisolados (derecho a la tutela judicial efectiva, control jurisdiccional de las actos de la administración, protección de la intimidad, derecho a la información, etcétera), y es obligado reconocer de antemano que el legislador, en esta ocasión, se ha inclinado por la consecución de objetivos de «eficacia» en la lucha contra el fraude, antes que por un escrupuloso respecto a los derechos antes enunciados.
Esta afirmación es una clara invitación a constituirme en la diana de quienes supuestamente nos situamos en la «ley de la selva» en relación con la red, y ello sería profundamente injusto, por cuanto que, en mi opinión, la vulneración de todo derecho, y el de la propiedad intelectual lo es, debe ser severamente perseguido, aunque, como es el caso, esta infracción, por generalizada, tenga el «respaldo social» de todos conocido.
Con respecto a la eficacia de la norma como instrumento para combatir el fraude, nadie conocedor del mundo de internet le otorga algún grado de éxito, por cuanto está dirigida al cierre de páginas de «streaming» que permiten el visionado sin necesidad de descarga, y a aquellas que no albergan archivos, pero tienen como finalidad redirigir hacia los sitios donde se encuentran para efectuar las descargas; sin embargo, el núcleo del problema reside en los sitios de almacenamiento «hosting», verdaderas multinacionales como Megaupload, Rapidshare, u otras, que son las que albergan realmente los archivos, y quedarán al margen de los efectos de la norma.
No se pretende, por el contrario, afectar a los usuarios finales que intercambian contenidos protegidos a través de las redes de intercambio de archivos (P2P), al contrario de lo que se ha promocionado en Francia, a partir de la ley Hadopi, sistema que ha cosechado resultados muy pobres, rayanos en el fracaso; debe elogiarse, a mi juicio, este planteamiento, que deja al margen al usuario final, si tenemos en cuenta que la inmensa mayoría de los jueces españoles han declarado reiteradamente que en la medida en que las páginas de enlaces no reproducen ni comunican contenidos protegidos, sino que únicamente facilitan el camino para «dirigirse» a los sitios que los albergan, su actividad se considera lícita y no vulneradora de derechos (caso «índice-web», «sharemula», etcétera).
Sin embargo, este elogio no puede extenderse a un aspecto nuclear del empeño legislativo, cual es la creación de un órgano administrativo (sección segunda de la Comisión de Propiedad Intelectual) dependiente del Ministerio de Cultura, dotado con poderes impropios de la Administración, sustraídos a lo que, en nuestra cultura jurídica, deben estar residenciados en la esfera jurisdiccional. La quiebra se produce al otorgar a una Comisión, integrada en el ámbito interno de la Administración publica (que ni siquiera se va a nutrir en su totalidad de funcionarios públicos), potestades para decidir acerca de la comisión de un ilícito (fraude a la propiedad intelectual) y de su autoría, materia reservada al ámbito judicial.
Se argumenta, en defensa de la bondad de la solución alcanzada, que se ha mejorado el texto final, incorporando al juez en dos momentos del procedimiento; en primer término, para permitir el acceso a los datos de los presuntos infractores, y en segundo acto, para autorizar la ejecución de la medida adoptada por la Comisión (en su caso, cierre de la página), pero restringiendo su actuación (y éste es el problema) al control de constitucionalidad de la medida, en referencia al artículo 20 de la Constitución Española (en protección de los derechos de expresión y de libertad de información y comunicación), pero sin posibilidad de que realice un análisis para valorar si se ha producido o no una vulneración de los derechos de propiedad intelectual, obligando al afectado a recurrir a la Audiencia Nacional con evidente merma de sus derechos, por cuanto este recurso no paraliza la decisión de cierre de la página, en el fondo adoptada por una Comisión de naturaleza seudoadministrativa. Cabe finalmente preguntarse quién va a hacerse cargo de las reparaciones patrimoniales que, es seguro, se derivarán de previsibles decisiones de la Audiencia Nacional, en vía de estimación de recursos, frente a cierres de páginas decididas por una Comisión cuyas disposiciones, de calado, no vendrán precedidas de las garantías procesales a las que tiene derecho todo «justiciable» en nuestro Estado de derecho, aunque es fácil presumir que se procederá a una «socialización» de las mismas, por la vía de la responsabilidad patrimonial de la Administración.
En definitiva, se ha abierto el debate, y la medida legislativa adoptada, con las luces y sombras apuntadas, constituye el punto de arranque para buscar el equilibrio entre todos los derechos e intereses en juego, ante un nuevo escenario (internet) que nos obliga a todos a un ejercicio de reflexión sin precedentes.
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