Fuente: ATLÁNTICA XXII .
Revista asturiana de información y pensamiento.
No se encuentra en el diccionario una palabra más horrible que competitividad. Pero es la más preciada para los economistas, los sumos sacerdotes de la modernidad.
Com-pe-ti-ti-vi-dad. Es tan fea que se atraganta en la garganta y se escupe violentamente, como hace el capital con los trabajadores que manda al paro porque no son competitivos.
Y además de espantosa es falaz. ¿Acaso las administraciones y los gobiernos prefieren a los mejores?. No me hagan reír, porque en la cosa pública el más competitivo resultó ser un tal Peter, un visionario que adivinó hace tiempo que cuanta más torpeza demuestras más escalafones y cargos irás devorando.
Y en la actividad privada, ¿optan los empresarios por los trabajadores más destacados?. Alguno habrá, pero lo que les gusta a la mayoría es que sus curritos destaquen por cobrar poco y trabajar mucho. Sumisos, obedientes y disciplinados: así nos quieren. En eso coinciden patronos públicos y privados, que entienden la competitividad y docilidad como sinónimos.
«Libertad, ¿para qué?», se preguntaba Lenin, sin darse cuenta de que aquel interrogante enterraba el comunismo, un hermoso sueño que se convirtió en pesadilla.
Competitivo, ¿para qué?, nos deberíamos preguntar ahora los hijos de la última fase del capitalismo, a la que llaman globalización.
No se es competitivo para progresar profesionalmente, para ser más generoso, más culto, más libre, mejor persona. Competitividad es pisar al de al lado, hacerse más egoísta, ignorar la solidaridad, convertirse en yanqui para superar marcas y adversarios, no sólo en el deporte, sino en la vida.
La izquierda perdió el Norte cuando cayó en la trampa del economicismo y se hizo competitiva con el capitalismo.
Después de la comuna de París de 1871, el médico, periodista y revolucionario Paul Lafargue vino a España a introducir el marxismo enviado por la I Internacional. Lo había mamado en casa, porque estaba casado con Laura, hija de Kart Marx. Sabía castellano, porque había nacido en Cuba, aunque era francés y en el país vecino pasó la mayor parte de su vida. Pero fracasó en su misión en aquel Madrid de trabajadores de viejos oficios sin conciencia de clase. Tuvo más éxito en Barcelona el anarquista italiano Giuseppe Fanelli, también comisionado por aquella Internacional que agrupaba a socialistas y libertarios. Él fue quien encendió la mecha de la utopía de los sin Dios y sin Estado, que tanto prendió en Cataluña y en buena parte de España hasta el final de la Guerra Civil.
Tras concluir su aventura española, Lafargue publica en 1883 El Derecho a la Pereza, aunque los primeros adelantos del libro habían aparecido en el periódico francés L´Egalité tres años antes. En este ensayo -considerado utópico cuando apareció, como todas las propuestas brillantes, que el tiempo convierte en realistas- predice que la crisis de superproducción del capitalismo traerá paro y miseria a los trabajadores y rechaza el economicismo. En sus páginas aparecen una de las una de las primeras críticas al consumismo y una denuncia de las necesidades y los mercados ficticios que inventa para los obreros el capitalismo, un sistema perverso que también les impone el trabajo. Con el condimento de la ironía en un atractivo estilo literario que lo hace destacar entre los textos políticos infumables de la época, el yerno de Marx propone reducir las jornadas laborales a tres horas como máximo y «trabajar lo menos posible y disfrutar intelectualmente y físicamente lo más posible».
El Derecho a la Pereza gozó de gran popularidad y fue muy bien acogido por los marxistas, pero su autor acabó siendo demonizado y convertido en enemigo tras el triunfo de la revolución soviética, cuando la izquierda despreció el derecho a la pereza y se dedicó a reclamar el derecho a ser ricos que al parecer tenemos todos los proletarios. Y se sumó a la obsesión por crecer, olvidando la necesidad de repartir. Un error que lamentaba el poeta Antonio Machado el mismo año en que se inició la Guerra Civil, aunque eso no le impidió defender la izquierda y ser uno de sus iconos durante la contienda:
…tal vez porque soy demasiado romántico, por el influjo acaso de una educación demasiado idealista, me falta simpatía por la idea central del marxismo: me resisto a creer que el factor económico, cuya importancia no desconozco sea el más esencial de la vida humana y el gran motor de la historia.
Yo no quiero que mi hijo sea competitivo. Me conformo con que sea feliz.
Xuan Cándano es Director de Atlántica XXII.
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