Pocas semanas después del accidente de Fukushima, el escritor William T. Vollmann se adentró en la frontera prohibida del perímetro nuclear. Le acompañaban un traductor japonés y un medidor de radioactividad. El espectáculo que contemplaron sus ojos era dantesco: el barro acumulado en las calles, las casas destruidas, los coches aplastados por la fuerza del mar? Pero no eran los efectos del tsunami lo que perseguía Vollmann, sino las consecuencias impredecibles del fallo del reactor: «Un horror que sólo es el principio -escribe- y nadie sabe lo malo que puede llegar a ser». Vollmann es un novelista y pensador americano obsesionado por la agresividad del hombre. Sus libros rastrean -pienso en «Europa central», su monumental novela sobre los totalitarismos del XX, o en su ensayo «Poor people»- las cicatrices causadas por la violencia humana y por la incapacidad de aprender de los errores cometidos: «Hay una cuestión sobre la que quiero volver -se plantea Vollmann en "Into the forbidden zone"-. Como ciudadano del país que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, me pregunto cómo puede haber sucedido por segunda vez. En 1945, los japoneses fueron las víctimas. Ahora, en cambio, es como si ustedes mismos se lo hubieran provocado». De hecho, el credo oficial sostiene que la energía nuclear es segura. Segura y limpia. Hasta que sucede lo imprevisto.
En Fukushima lo imprevisto fue un tsunami de dimensiones descomunales, con olas de quince metros. En otros lugares podrían ser otras las causas. Cuando preguntaron a Peter Bradford, antiguo consejero del Comité Regulador de la Energía Nuclear de EE UU, si podía suceder algo similar en su país, replicó: «No creo que seamos menos vulnerables que los japoneses». Hay un riesgo que se llama complacencia y que no se aleja mucho de la «hybris» de los griegos. La «hybris» era el exceso, la arrogancia, el orgullo desmedido en el que caen los que se creen invulnerables. La complacencia es pensar que se es inmune al mal o a la desgracia. O simplemente a lo imprevisto, como sucedió en Fukushima.
Tras el suceso de Japón caben dos preguntas: la primera se plantea si es realmente necesaria la energía nuclear, la segunda considera la seguridad de la misma. Las respuestas a estas dos interrogantes son antagónicas. El crecimiento económico mundial se asienta sobre un consumo intensivo de la energía. Es de prever, por tanto, que en el futuro aumenten los conflictos por el control de las grandes fuentes energéticas. En este sentido, la apuesta por las nucleares ha sido una de las opciones preferidas por la clase política y por las grandes corporaciones eléctricas. No en vano, los accidentes sucedían en el Tercer Mundo -la URSS de hace veinte años-, no en Europa occidental. Ni en Japón, claro. Ahora ya sabemos que ya no es así. En realidad, lo imprevisto es un rostro más de lo posible.
Estos días, la canciller Angela Merkel ha aprobado el proyecto de ley que terminará con las centrales nucleares alemanas en 2022. Es una decisión valiente para un país marcado por el déficit energético. Pero, frente a lo que algunos sostienen, no creo que Alemania salga perjudicada. Al contrario, se intensificarán las medidas de ahorro en las empresas y los hogares y se aumentará la I+D destinada a las renovables. En pocos años, Alemania será con certeza un país más seguro y competitivo, pionero en el uso de las nuevas tecnologías energéticas. Si las decisiones arriesgadas definen el futuro, Merkel acaba de trazar una imaginaria Línea Maginot ante las consecuencias imprevistas de la historia que no pasará desapercibida en el resto de Europa.
Fuente: La Nueva España
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