Las listas de espera de la justicia. Sobre la ley de Medidas de Agilización Procesal en lo contencioso
Alejandro Huergo Lora. Catedrático de Derecho Administrativo
En la última sesión de la legislatura que acaba de concluir, el Congreso de los Diputados aprobó, entre otras, la Ley de Medidas de Agilización Procesal, publicada en el BOE del pasado 11 de octubre. La intención de la norma no es precisamente original, puesto que todas las reformas procesales aprobadas en los últimos treinta años han tenido invariablemente la pretensión de corregir la lentitud de la justicia.
La nueva ley afecta a todos los órdenes procesales y contiene innovaciones de muy variado alcance. Pero sorprende que, mientras en el ámbito civil se modifican o se suprimen unos u otros trámites con la intención, unas veces más lograda que otras, de acelerar la marcha de los procesos, en el contencioso el cambio principal es la introducción de dos medidas con las que en un caso se cortan abruptamente las posibilidades de recurso y en el otro se disuade a los ciudadanos de pleitear con la Administración. La estrategia es clara y a mi entender equivocada: es como reducir las listas de espera prohibiendo a los enfermos que acudan a los hospitales o amenazándoles con una cuantiosa factura si no se les diagnostica una enfermedad grave.
La primera y más grave de las medidas indicadas es la elevación de la cuantía económica que debe tener un asunto para que la sentencia se pueda recurrir ante un tribunal superior. Ese umbral se eleva desde 18.000 a 30.000 euros en el recurso de apelación, que es el que se puede interponer contra las sentencias de los juzgados de lo contencioso-administrativo para que sean revisadas por el Tribunal Superior de Justicia (si la sentencia ha sido dictada por un Juzgado provincial) o por la Audiencia Nacional (si procede de un Juzgado central). En el caso del recurso de casación, que permite impugnar ante el Tribunal Supremo las sentencias de los tribunales superiores de Justicia o de la Audiencia Nacional, el cambio es aún más drástico y el umbral mínimo para recurrir se eleva desde 150.000 hasta 600.000 euros (en 1998 se había elevado desde 36.000 a 150.000 euros). Sin caer en demagogia alguna puede afirmarse que el Tribunal Supremo será a partir de ahora un Tribunal de grandes empresas, casi exclusivamente.
Estas medidas no atacan la raíz del problema y agravan la mala situación del contencioso-administrativo, que se ha convertido en la cenicienta de las reformas procesales.
Los efectos de esta elevación de la cuantía mínima para recurrir son mucho más graves en el contencioso-administrativo que otros órdenes jurisdiccionales como el civil. Y es que debe recordarse que mientras que el ciudadano que presenta una demanda civil adquiere, por decirlo gráficamente, un boleto que le permite obtener dos sentencias (una del Juzgado de primera instancia y otra de la Audiencia Provincial) e incluso, si se cumplen determinados requisitos, una tercera del Tribunal Supremo, ese mismo ciudadano, si se ve obligado a acudir al contencioso-administrativo, sólo tiene derecho a una sentencia y media. Y digo esto porque nunca puede obtener tres sentencias (el sistema lo excluye de raíz) y porque el acceso -vía recurso de apelación o casación- a la segunda sentencia está condicionado a la concurrencia de requisitos muy estrictos. Si se trata del recurso de apelación, se exige una cuantía de 30.000 euros, mientras que en la apelación civil la cuantía mínima es de 3.000 euros (y no se exige en todos los procesos). Y si se trata del recurso de casación, sometido además a otros requisitos, el corte si sitúa en los ya citados 600.000 euros, que es cierto que también se exigen en la casación civil, pero con la importante particularidad de que ésta supone la obtención de una tercera sentencia, y no, como en el contencioso, de la segunda. Por tanto, en muchos casos (cada vez más), acudir al contencioso significa ir al cara o cruz de una sola sentencia, algo que en la justicia civil no ocurre casi nunca y que está al borde de la violación de los derechos fundamentales, puesto que en asuntos penales el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos reconoce el derecho a la segunda instancia, y no todos los asuntos penales son de mayor gravedad que la de cualquier asunto contencioso-administrativo.
Todo ello tiene que ver con otra deficiencia del contencioso-administrativo, tan antigua como silenciada. Y es que, mientras que en la justicia civil todo litigio, por importante o cuantioso que sea, comienza su andadura y obtiene su primera sentencia en un Juzgado y continúa en la Audiencia Provincial para finalizar, en algunos casos, en la Sala Primera, del Tribunal Supremo, en el contencioso existen hasta cinco circuitos diferentes y cada asunto se asigna a uno de ellos en función de reglas no siempre claras. El recurso que se interponga contra cualquier acto municipal (por ejemplo una licencia o un contrato) será resuelto por un Juzgado de lo contencioso-administrativo y, en apelación (siempre que se superen los 30.000 euros de cuantía), por el Tribunal Superior de Justicia autonómico (TSJ). Un plan urbanístico o una expropiación, en cambio, irán directamente al TSJ, cualquiera que sea su cuantía, y en casación (si superan los 600.000 euros) al Tribunal Supremo. Algunos actos de la Administración central del Estado comienzan en un Juzgado central de lo contencioso-administrativo (en Madrid), cuyas resoluciones son recurribles (si la cuantía es superior a 30.000 euros) ante la Audiencia Nacional. Si el acto lo dicta un Ministro, hay que impugnarlo en la Audiencia Nacional con una única posibilidad de recurso ante el Tribunal Supremo (si el asunto es de cuantía superior a 600.000 euros), mientras que si el acto impugnado procede del Consejo de Ministros hay que impugnarlo directamente ante la Sala Tercera del Tribunal Supremo, sin apenas posibilidades de recurso, puesto que no existe ningún órgano superior.
Semejante galimatías (que con frecuencia ralentiza aún más la tramitación de los asuntos, puesto que éstos van y vienen de un Tribunal a otro ante las dudas sobre cuál de ellos es competente) se apoya en varias consideraciones que a estas alturas ya no se sostienen, si es que alguna vez lo hicieron. La primera de ellas es que muchos asuntos contencioso-administrativos son «cuestiones menores» que no merecen un tratamiento demasiado serio, de modo que no se les ofrece otro cauce que el recurso a los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo, sin apelación. Sin embargo, también son menores muchos de los asuntos que se discuten en los tribunales civiles (reclamaciones de lindes o de impagos de escasa cuantía, por ejemplo), sin que ello les impida casi nunca el acceso a la Audiencia Provincial. El umbral de lo «insignificante» es de 30.000 euros en el contencioso y de 3.000 en lo civil, sin que se sepa por qué.
También se alude implícitamente al ahorro, como si fuera económicamente insostenible aplicar al contencioso los mismos criterios que rigen en la justicia civil, tal como ha defendido muchas veces el profesor Bocanegra (generalización de la doble instancia con posibilidad de acudir en ciertos casos al Tribunal Supremo para obtener una tercera sentencia). No se piensa, sin embargo, en el coste económico que también tiene (y no es pequeño) la perpetuación de situaciones de ilegalidad que no se corrigen porque los ciudadanos sencillamente renuncian a recurrir ante la falta de un sistema eficaz de justicia administrativa. Piénsese, por ejemplo, en las empresas que cierran ante la imposibilidad de obligar eficazmente a las distintas administraciones públicas a pagar sus deudas en plazos razonables (sin perjuicio de la utilidad que puedan tener las medidas legislativas introducidas en esta materia en 2010, aún escasamente aplicadas) o que no tienen mecanismos eficaces de reacción cuando un Ayuntamiento no les concede la licencia que necesitan para poder trabajar, aunque esté obligado a hacerlo.
Influyen igualmente en el laberinto del contencioso otras consideraciones escasamente confesables, entre las que destaca la aversión del Gobierno y de los Ministros a ver enjuiciadas sus decisiones por cualquier juez, de donde se deduce la atribución de los recursos interpuestos contra esas decisiones, en exclusiva, al Tribunal Supremo (actos dictados por el Consejo de Ministros) o a la Audiencia Nacional (decisiones ministeriales). Semejante razonamiento (que ya no se sigue ni siquiera en la denostada Italia) resta imparcialidad al control judicial y sólo perjudica al ciudadano, puesto que estos altos órganos administrativos (Consejo de Ministros, ministros), se encuentran sometidos únicamente al control de un número muy corto de magistrados perfectamente conocidos, lo que genera en el ciudadano una percepción de menores garantías que el orden civil, donde el juez es casi anónimo. Si a ello unimos los mecanismos de nombramiento de los componentes de los altos tribunales, que permiten, a través del CGPJ, la influencia de los partidos políticos, el resultado es profundamente desalentador.
La segunda medida que introduce la nueva ley es la condena en costas a la parte que ve desestimadas sus pretensiones, que hasta ahora sólo se aplicaba a quien, tras perder en primera instancia, lo hacía también en la segunda. Esta innovación (que es cierto que ya rige en el orden civil) podría, teóricamente, tener aspectos positivos, en la medida en que se aplique a las administraciones públicas, que hasta ahora vienen obligando al ciudadano a pleitear incansablemente, sin reconocerle nada por las buenas, al no correr prácticamente ningún riesgo de verse condenadas en costas. Sin embargo, la desequilibrada situación del contencioso, en la que el ciudadano tiene que pleitear contra la Administración para ver reconocidos sus derechos, mientras que aquélla no necesita pleitear contra éste para imponer sus pretensiones, hace temer que el peso de la condena en costas vaya a recaer con mucha más frecuencia en el ciudadano que en la Administración. En Alemania se dice que los recursos administrativos son poco formalistas, poco costosos y poco útiles (formlos, kostenlos und aussichtlos). Es posible que entre nosotros sigan siendo -con frecuencia- poco útiles, pero que a partir de ahora dejen de ser poco costosos. Ante este estado de cosas lo llamativo es que los ciudadanos acudan todavía a los juzgados y tribunales y que en la larga lista de reformas de que tanto se habla en estos tiempos no figure la del contencioso.
Fuente: La Nueva España
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