El País hoy publica un impresionante reportaje sobre el caso de Leonarda Dibrani, niña de 15 años que fue detenida por la policía francesa cuando se encontraba en una excursión escolar y fulminantemente deportada con destino a Kosovo, país completamente desconocido para ella.
En este reportaje se nos arrojan datos que nos hacen dudar de esta comedia europea llamada libre circulación que funciona muy bien cuando se trata de capitales o mercancías, pero que rechina cuando ese derecho tratan de ejercerlo personas no pudientes que sólo pretenden trabajar y sacar adelante a su familia en un país que no es el suyo.
Gracias al reportaje nos enteramos que de existir una familia europea y cosmopolita merecedora de circular libremente por Europa, esa es la familia Dibrani.
Para empezar, la familia Dibrani, residentes durante bastante tiempo en Francia, habla entre sí un italiano perfecto. También francés. La madre de Leornarda nació en Italia y trabajó en la venta ambulante en Sevilla, Bélgica y Alemania. De los 8 Dibrani sólo uno nació en Kosovo; el resto, en Italia y en Francia. El Sr. Dibrani tiene pasaporte yugoslavo (Yugoslavia, hoy no existe) e hizo el servicio militar en Zagreb (capital de Croacia). La competencia lingüística de los Dibrani, de otra parte, también es envidiable ya que manejan con soltura cuatro idiomas europeos.
¿No son merecedores, los Dubrani, del derecho de libre circulación en Europa?
Los Dibrani, apátridas de Europa
La saga de Leonarda Dibrani muestra la incapacidad de la UE para asumir la libre circulación de las personas pobres
Autor del reportaje:
Miguel Mora
Fuente: El País
La detención digna de los años treinta
de Leonarda Dibrani, una alumna francófona y gitana de 15 años, nacida y
criada en Italia, pero de origen kosovar, cuando se encontraba en plena
excursión escolar, y la fulminante deportación, suya y de su familia
(sus padres y cinco de sus siete hermanos, de entre 17 meses y 17 años),
han originado una enorme tormenta política en París.
2.500 kilómetros al este, en Kosovo, el caso apenas suscita un interés
marginal. La familia Dibrani ha ido dar con sus huesos a Mitrovica, una
ciudad partida en dos desde que en 1999 la OTAN bombardeara Kosovo, antigua provincia serbia que declaró su independencia en 2008.
Al norte del pueblo, feo y sin alma, están los serbios, que hoy
suponen un 10% de la comunidad kosovar; al sur, los albaneses y algunos
millares —nadie sabe cuántos realmente— de romaníes, ashkali y egipcios,
conocidos como RAE, las tres etnias gitanas históricas de Kosovo.
Pero nadie parece sentir la menor curiosidad por esta familia cuyo fundador se marchó de Kosovo
hace 38 años, que hoy se expresa en romaní, en francés y en italiano, y
que está recién llegada de un remoto lugar de Francia llamado
Pontarlier.
La vivienda donde se alojan los Dibrani, concedida por el Ministerio
del Interior kosovar, que presume de ejercer la discriminación positiva
con los gitanos, es una desvencijada pero digna casita de dos pisos que
da a un pequeño jardín trasero y que los recién llegados comparten con
otros kosovares —no romaníes— expulsados de la Unión Europea.
Desde 2011, Alemania y Francia consideran que la República de Kosovo
es no solo un Estado legítimo sino un “Estado seguro”, y esta decisión
política les ha permitido reenviar a casa a miles de miembros —gitanos y
no gitanos— de la diáspora kosovar, formada por unos dos millones de
personas, una cifra que según el flamante censo nacional es equivalente a
la población que vive dentro del país.
Los Dibrani se han hecho famosos en Europa y su casa es un no parar
de visitas y niños de todas las edades posibles. Casi todos los que
asoman la nariz son franceses. Periodistas, por más señas. La presencia
kosovar se limita a un policía y un funcionario, enviados por el
ministro del Interior para gestionar los papeles de los Dibrani y
ayudarles a regular el intenso tráfico de fotógrafos, cámaras y
plumillas que buscan la entrevista definitiva con Leonarda.
La joven, encantadora, graciosa y cejijunta como su padre, sonríe sin
parar y vacila como una adolescente: “Soy una estrella”, dice, “pero
solo quiero volver al colegio con mis amigos, mis profes y mi novio”.
Su padre, Resat Dibrani, recibe al enviado de EL PAÍS con su mujer,
Djemilah, a las ocho menos cuarto de la mañana, cuando los franceses y
la parentela aún duermen. Él es un hombre gordito, con la cara ancha, de
mirada directa y ojos grises. Ella es morenísima de piel y de pelo,
viste de negro, lleva las cejas muy depiladas y parece siciliana o
andaluza.
La primera sorpresa llega al comprobar que los Dibrani hablan entre
sí en un italiano perfecto y son gente con mucho mundo. La segunda, al
saber que la señora Djemilah no nació en los Balcanes sino en
Caltanisetta (Sicilia); y la tercera es que no están casados
—“convivimos”, dicen— y que se convirtieron en pareja —durmieron juntos
por primera vez— en un campamento romaní de Secondigliano, el barrio
camorrista por antonomasia de Nápoles.
La gran ironía de esta historia, sintomática de los dislates que
lleva décadas —o siglos— cometiendo gran parte de Europa con la
comunidad gitana —y de la desconfianza que muchos de ellos sienten hacia
los poderes públicos—, es que la mayoría de esta familia a la que los
medios llevan una semana llamando kosovar, no ha nacido y no ha vivido
nunca en Kosovo.
Así que tenía razón la exaltada señora que el otro día respondió al
teléfono en casa del alcalde de Levier, Albert Jeannin, la ciudad donde
vivían los Dibrani. “No son kosovares”, dijo, “son gitanos”.
Pues sí. Los kosovares que han puesto al ministro del Interior francés, Manuel Valls,
a los pies de los caballos de la opinión pública; los kosovares que han
sacado a la calle a miles de estudiantes en París para exigir que la
escuela sea un santuario y Francia no detenga ni expulse a una alumna, y
los kosovares que fueron enviados a Kosovo el 8 y el 9 de octubre en un
avión de Lyon a Pristina con escala en Alemania, apenas hablan kosovar
(o albanés), solo tienen un 50% de sangre kosovar, han nacido en la UE y
la han recorrido de punta a cabo.
De los ocho Dibrani que, en los últimos cuatro años y ocho meses,
pidieron cinco veces asilo político y permiso de residencia en Francia
—todas ellas sin éxito—, solo uno es kosovar. Los otros —y no todos—
apenas conocen Kosovo por el nombre.
El señor Dibrani recita su alineación: “Daniel tiene 24 años, nació
en Nápoles, y ahora está en Ucrania con su mujer. Erina, de 22, vive en
Francia con su marido, pero nació ya en Fano, provincia de Pesaro (norte
de Italia), igual que María, de 17; Leonarda, de 15; Rocky; de 12;
Ronaldo, de 8, y Hassan, de 5, todos en Fano. Y Medina, la más pequeña,
nació el 10 de junio de 2012 en Francia”.
"Yo nací aquí, en Mitrovica, hace 48 años, y soy el único que tengo
documentos, un pasaporte yugoslavo muy gastado que me hice hace 34 años,
cuando me marché desde Kosovo a Zagreb a hacer el servicio militar en
el Ejército de Tito. Me han dicho en el Ministerio del Interior que en
realidad no tenemos derecho a ser kosovares, aunque parece que lo van a
arreglar”.
¿Y por qué no tienen papeles los otros Dibrani? “Nacieron en Italia y
allí si no tienes al menos un padre italiano no puedes pedir la
nacionalidad hasta los 18 años, te exigen sangre italiana”, contesta
Djemilah. ¿Y usted no nació en Caltanisetta? “¡Sí, pero entonces era lo
mismo!”.
El éxodo de la familia empezó en 1986, cuenta Resat. “Nací el 2 de
septiembre de 1967 en Mitrovica. Entonces éramos decenas de miles de
gitanos en Mahala, una ciudad-campamento que estaba cerca de aquí. Pero
mi padre era borracho y mujeriego, se fue de casa y tuve una infancia
dura. Me fui a vivir con mi abuela, y me criaron las comadres. Ayer
intenté ir a ver a una de ellas y me enteré de que había muerto”,
recuerda el señor Dibrani, que de joven fue comerciante de zapatos y de
bisutería y tiene labia de vendedor de alfombras.
“Cuando mi abuela murió, tenía nueve años y me fui con mi tía abuela.
Allí conocí a Djemilah en 1989. Tenía 13 años y no me gustó, era
demasiado descarada, llevaba unos escotes muy abiertos… Su hermana era
más guapa, pero era más pequeña y tímida… Cuando llegué a la edad de
hacer la mili, fui un año chófer de los oficiales. Al acabar, volví a
Mitrovica, pero como mi hermano mayor se había ido a Nápoles, y llevaba
20 años sin verle, decidí irme a Italia”.
Los padres de Djemilah eran gitanos de origen croata, y también se
fueron a Italia a trabajar como comerciantes de hierro en 1969.
“Trabajaron en Palermo, en Messina, en muchos sitios. Yo nací en Sicilia
porque vivieron allí mucho tiempo. Pero luego nos marchamos a Nápoles,
volvimos a Croacia, fuimos a España”, dice la mujer.
“Éramos jóvenes, y vivimos muchos años como nómadas sin fronteras”,
prosigue el marido, “donde oíamos que se podía vivir tranquilos, allá
nos íbamos. Yo vendí rosas en Sevilla, pañuelos en Bélgica, tabaco en
Alemania, hasta que nos instalamos en Fano, el Ayuntamiento nos ayudó
mucho y pude montar una empresa de recogida de trastos y limpieza de
jardines”.
“Le juro sobre mi padre muerto”, dice Djemilah, “que jamás hemos
pedido limosna, ni hemos vendido a una hija, ni hemos hecho ninguna cosa
horrible. Somos gente normal, creyente, familiar. A Resat le metieron
en la cárcel de Nápoles una vez por error, y cuando salió le dieron un
cheque y todo”.
La saga de estos apátridas es ejemplar, además de por su optimismo
vital y su alergia a las patrias y los documentos —vestigio quizá de un
ADN receloso con los censos, que solían ser preludio de pogromos—, por
algunas otras costumbres muy mal vistas en esta Europa neoliberal y
burguesa.
Su historia, hecha de viajes, libertad, aventuras y fugas, produce a
la vez envidia y vértigo, y es a la vez la encarnación y el reverso del
sueño europeo: gente que habla tres o cuatro lenguas, y que va saltando
de país en país según cambia el aire.
Pero a la vez es la muestra de la incapacidad de la UE para asumir la
libre circulación de las personas pobres, y de su desinterés por
conceder los derechos básicos y respetar a su única minoría étnica, que
por cierto fue parcialmente exterminada durante el Holocausto: 800.000 gitanos murieron en el Porraijmos (La Devoración, en caló).
Quizá la historia de Leonarda
sirva para que los políticos, y los ciudadanos que consideran a los
gitanos los culpables de crisis que nada tienen que ver con ellos,
comprendan que este pueblo se hizo nómada por necesidad, y que ha ido
dejando de serlo solamente en aquellos lugares que lograron cambiar el
odio por una mano tendida, o a medida que sus hijos se han escolarizado y
han entendido que solo con una buena educación podrán mantener el
radical sentimiento de la libertad que les legaron sus ancestros.
Si los diez millones de gitanos europeos son el producto de una
diáspora muy antigua y de la historia que escribieron a golpe de
expulsiones los dictadores, desde los Reyes Católicos a Hitler y Franco,
en los últimos 40 años su supervivencia ha dependido de las decisiones
de los líderes democráticos europeos. Y su nivel de vida ha mejorado
notablemente en los sitios donde se han hecho políticas de inserción a
largo plazo, como España. “Tenemos parientes en todas partes. Pero
queríamos quedarnos en Italia, allí nacimos casi todos y teníamos una
casa preciosa, con jardín, cerca del mar”, dice la madre.
“Todo nos iba bien hasta que Silvio Berlusconi dijo que había que echar a todos los gitanos del país”,
recuerda el padre. Eso fue antes y después de las elecciones de 2008.
El Gobierno italiano no dudó en censar, tomar las huellas, tolerar
ataques motorizados e incendiarios a campamentos y deportar en masa a
los gitanos. La huida de los Dibrani desde Italia a Francia coincidió,
en enero de 2009, con el clímax de esa ofensiva. “Nos fuimos dos días
antes de que nos expulsaran. El abogado me contó que iban a mandarnos a
Croacia, así que cogimos la furgoneta, y salimos por San Remo hasta
Orleans”.
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