Isaac Rosa – Comité de Apoyo de
ATTAC España
¿Puede un camarero llegar a viceprimer ministro?
John Prescott lo hizo en el Reino Unido, convirtiéndose en el número dos de
Tony Blair; pero arrastró toda su carrera política el peso de aquella bandeja
en la que tantos cafés sirvió durante años. En la Cámara de los Comunes, cuando
Prescott se levantaba para intervenir, un diputado de la bancada tory solía
hacer la broma de pedir en voz alta algo para beber. Las burlas clasistas se
multiplicaron cuando Prescott ingresó en la Cámara de los Lores. Los
columnistas graciosillos de la prensa conservadora que especulaban sobre cómo
le sentaría la noble capa de armiño a un camarero eran aplaudidos por los
lectores en las ediciones digitales, que en los comentarios ofrecían una
propina al nuevo Barón Prescott.
Todo lo anterior lo cuenta Owen Jones en un libro
recientemente traducido en España, y que todos deben leer en estos tiempos en
que la mayoría regresamos a empujones a la clase trabajadora de la que creíamos
haber salido: Chavs, la demonización de la clase obrera. Y viene
a cuenta a la hora de abrir una reflexión sobre la propina, como me piden los
amigos de Diario Kafka. La propina, esa parte del dinero
insertada en la costumbre y que algunos nunca hemos sabido bien cómo
considerar. ¿Es la propina una cortesía que reconoce el trabajo y beneficia al
que la recibe? ¿O por el contrario es un residuo clasista que denigra a quien
merecería un sueldo digno en vez de calderilla caritativa?
Antes de que me gane un escupitajo en la próxima
cerveza, debo aclarar que yo sí doy propina. No tengo muy clara la respuesta a
la pregunta anterior, pero aplico lo de in dubio pro operario,
así que acabo dejando ese pellizco que en algunos países está
institucionalizado y fijado en porcentaje, incluso exigido o hasta cobrado en
la factura sin elección posible, y que entre nosotros queda a voluntad del
consumidor.
He discutido varias veces con amigos —incluso con
amigos que en su trabajo reciben propinas— sobre la conveniencia o no de dar
propina, y siempre hay dos palabras que aparecen en toda discusión: clasismo y
dignidad. Veamos.
Que la propina es una costumbre clasista parece
obvio. Solo la reciben los trabajadores, y entre ellos aquellos de profesiones
que más claramente implican una relación de poder no solo entre patrón y
trabajador, sino también entre trabajador y cliente: camareros, peluqueros,
taxistas, botones o repartidores. La propina en esos casos parece una forma
vertical de subrayar la condición servicial de una parte y la posición exigente
de la otra. De hecho, puede servir para reforzar un mal muy de nuestro tiempo,
devastador para la solidaridad entre trabajadores: la tiranía del cliente, el sometimiento
de todos a la ley suprema de “el cliente siempre tiene la razón”, que suele ser
la forma en que la empresa desliza su propia responsabilidad: “Ah, lo siento,
no soy yo quien te exige llevar una pizza en moto bajo un aguacero a las doce
de la noche; es el cliente, que siempre tiene razón, y para eso paga”. Y deja
propina.
Siguiendo el argumento clasista, vemos cómo por
arriba los directivos, los altos ejecutivos, los oficiales no reciben propinas.
También para ellos hay recompensas, pero el suyo es territorio de bonus, stock
options, beneficios, aportaciones al plan de pensiones. Y bajo la mesa,
las comisiones, el corrupto que se lleva ese famoso 3% (fijado en porcentaje
como en algunos países la propina). En cambio la propina del trabajador parece
una forma de transparentar, aunque sea muy levemente, algo que nunca vemos pero
que está en la base del sistema capitalista: la plusvalía, esa parte del
trabajo de la que se apropia el capital y que está en el origen de su
acumulación.
En cuanto al otro argumento, la dignidad, es
verdad que no conozco ningún camarero o peluquera que considere indigno recibir
una propina. Ninguno la rechaza. Pero sí sé de trabajadores que en momentos
revolucionarios tomaron la propina como una afrenta. En la Revolución Rusa, por
ejemplo, cuenta John Reed en su Diez días que estremecieron el mundo cómo
en 1917, en los meses previos a la toma del poder por los bolcheviques, «los
criados y camareros se organizaron y renunciaron a las propinas. En todos los
restaurantes pendían carteles que decían: “Aquí no se admiten propinas” o “Si
un trabajador tiene que servir la mesa para ganarse el pan, eso no es motivo
para que se le ofenda con la limosna de una propina”.
Más próximos a nosotros, en los primeros meses de
la Segunda República hubo varias huelgas de camareros, algunas muy prolongadas
en el tiempo. En todos los casos exigían una jornada laboral de ocho horas, un
jornal de cinco pesetas… y la prohibición de las propinas.
El rechazo a las propinas ha sido siempre el
reverso de la exigencia de un sueldo suficiente. Y ahí está el problema con la
propina: que permite al empresario mantener un nivel salarial inferior,
amortiguando el descontento del trabajador con la compensación de la propina.
En algunos países, de hecho, la propina es todo el ingreso que recibe el
empleado, carente de nómina. Entre nosotros el bote es el complemento sin el
que muchos camareros o peluqueras no podrían sobrevivir con un sueldo tan
magro, y cada vez lo será más.
Y ahí es donde estamos pillados los dadores de
propina, en un endiablado razonamiento que iguala la propina a la limosna: no
des limosna, que fomentas la mendicidad; no des propina, que mantienes los
sueldos bajos. Pero sabemos que tanto el mendicante como el sirviente la
necesitan.
La propina se equipara también a la limosna en
otro aspecto: cuando la damos, en realidad nos la damos a nosotros. En el caso
de la limosna, se la damos a nuestra mala conciencia. En el caso de la propina,
nos la damos a nosotros mismos, bien sea porque también la necesitamos en
nuestro trabajo y esperamos seguir recibiéndola; bien como una forma de
subrayar que no la necesitamos, que estamos un escalón por encima, que somos de
los que dan y no de los que reciben.
Vuelvo al principio, a Owen Jones y su Chavs.
Ataca Jones la apuesta de los laboristas por la “movilidad social”, que en el
fondo no supone la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora,
sino permitir que sus miembros más afortunados o más capacitados escapen de
ella y asciendan a la clase media (convirtiéndose en propietarios, cambiando de
profesión, mejorando su cualificación, marchando de su barrio), lo que
“refuerza la idea de que ser de clase trabajadora es algo de lo que hay que
escapar”.
Entre nosotros, los sucesivos gobiernos, tanto
del PP como del PSOE, compraron ese mismo discurso de la movilidad social:
escapad de la desgraciada clase trabajadora, venid con nosotros a la clase
media. Durante muchos años creímos ver el ascensor social abierto en el
descansillo de nuestra planta, y llegamos a creer que ya no éramos clase
trabajadora, que habíamos subido un par de pisos y repetíamos orgullosos eso
de“todos somos clase media”. En aquella época las propinas eran generosas,
porque eran también parte del combustible del ascensor social, eran otra forma
de sentirnos clase media. Soltar esas monedas en el platillo de la cuenta era
como aligerar lastre para subir más fácilmente.
Pero ay, el espejismo se acabó, y hoy “el
ascensor social está averiado”, frase muy repetida desde el comienzo de la crisis.
No sabemos si nos hemos caído por el hueco del elevador, o es que nunca llegó a
funcionar de verdad, pero hoy muchos nos redescubrimos como lo que nunca
dejamos de ser: clase trabajadora, gente que para vivir no tiene más que su
fuerza de trabajo.
Entonces cambia el sentido de la propina. No
porque se reduzca, que por supuesto mengua en la misma medida que lo hacen
nuestros sueldos, propinas devaluadas para un país brutalmente devaluado. Sino
porque la propina se convierte en una forma de solidaridad espontánea, natural,
una forma de ayudar a trabajadores que necesitan esas monedas de más tanto como
nosotros vamos precisando cada vez más de ingresos extraordinarios porque los
ordinarios se contraen, en un tiempo en que la vieja nómina parece condenada a la
extinción y cada vez más trabajadores dependen del variable, la comisión por
ventas, la parte de salario vinculada a la productividad, o el bote.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Seguimos dando propina,
o la rechazamos para exigir un salario suficiente? ¿Damos propina en
solidaridad como una forma de regresar a la clase trabajadora, del mismo modo
que antes la dábamos para huir de ella? Que cada cual decida.
Por cierto: la frase “Todos somos clase media”
tiene autor, al menos en el Reino Unido: la dijo en 1997 John Prescott,
hablando de clases sociales, ascensor y movilidad, sentenciando el fin de la
lucha de clases y marcando para toda una década la política desclasadora del
laborismo de Tony Blair. Prescott, el camarero que recibía propinas y que llegó
a Lord con capa de armiño y que, imaginamos, hoy da generosas propinas. Pues
eso.
Fuente: ATTAC España
www.attac.es
Muy buen artículo compañero!
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