El dictamen de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC),
según la cual procede “no validar” la subasta eléctrica del jueves es un
ejemplo perfecto de cómo un Gobierno puede sustituir la incapacidad de muchos
años para cambiar un sistema de precios absurdo por un disparate atropellado,
cometido además con alevosía y nocturnidad. La Comisión ha puesto en bandeja al
Ministerio de Industria el pretexto para anular la subasta, pero ahora tendrá
que explicar, con todo detalle y con argumentos jurídicos fundados, cuáles son
esas “circunstancias atípicas” que soportan la anulación. Y tendrá que hacerlo
porque en este caso no se enfrenta solo a consumidores españoles indignados y
con los bolsillos exhaustos, sino al mercado de Londres, donde se cruzan
operaciones con la electricidad española.
En los mercados serios no se suspende una subasta sin razones poderosas; y
cuando se suspende es porque los participantes han cometido algún delito. Como
este no es el caso, al menos de momento, cabe deducir que la Marca España está
a punto de caer, una vez más, en el ridículo.
Quizá el ministro no esté enterado, pero el Gobierno solo puede anular una
subasta cuando en ella se advierten claros indicios de conducta contraria a la
competencia. Así lo establece la Orden Ministerial de 2009 que regula el
procedimiento. En un plazo inferior a 24 horas, un supervisor puede examinar e
investigar muy pocos parámetros de la subasta; como mucho, el índice de
concentración de las ofertas y el equilibrio entre oferta y demanda en las
sucesivas rondas operativas que conducen al precio final. Con ambos indicadores
es imposible descubrir colusión o delito. Lo dice además el sentido común: si
durante 25 subastas no se ha podido demostrar esa conducta contraria a la
competencia era poco probable que en una tarde y una madrugada pudiera hacerlo
una Comisión de nuevo cuño, agobiada además por la presión ambiental.
Porque sabemos que no se hacen esas cosas, que si no podría sospecharse que
el ministro ha llamado al presidente de la CNMC y le ha pedido que dictamine
esa simpleza de las “circunstancias atípicas” con la confianza de que ya se
apañarán después las razones a gusto del anulador. Eso sí, de las demandas y
querellas por abuso legal no se va a librar el ministerio, y sus consecuencias
acabará por pagarlas la tarifa eléctrica, es decir, el consumidor.
Como el llamado equipo energético no parece enterarse, habrá que repetir que
el problema no es la subasta en sí —y por tanto no cabe eliminarla sin disponer
de un método o procedimiento para fijar el precio en enero, precio que ahora
queda sometido a la más negra incertidumbre—, sino el mecanismo total de
fijación de precios, perpetrado por el PP en tiempos de Aznar. Una de tantas
herencias envenenadas (como las autopistas radiales) que no suele mencionar
Rajoy en su catálogo de denuestos contra los socialistas ni figuran en el
catecismo del PP.
Para fijar el precio de la electricidad se suman dos factores: el resultado
de una subasta, llamada Cesur, y los llamados peajes (costes de transporte,
distribución, etcétera), que evolucionan en la práctica a discreción (limitada)
del Gobierno. El enredo está y siempre ha estado en la subasta. A ella concurren
las empresas comercializadoras, que son filiales de las eléctricas, y, como
vendedores, intermediarios financieros (bancos comerciales, de inversión o
mesas de trading de las compañías).
Esta composición explica que el intercambio
de ofertas y demandas que se produce en la subasta no es industrial, sino
financiero. Es decir, el precio resultante de la electricidad incorpora, añade,
una ganancia financiera.Con independencia de que el mercado esté condicionado o
manipulado, el absurdo principal es que un cruce de operaciones financieras no
puede ni debe determinar el precio de la tarifa doméstica. Es un dislate —como
el de anular la subasta por las bravas— que solo se le podía ocurrir a los
genios de perra chica de los Gobiernos aznaríes. Parece más propio, natural o
adecuado fijar referencias como el precio medio al que se cruza la oferta y
demanda eléctrica real en el pool (antes de la distribución).
O, como se hace en otros países, establecer un precio ex ante durante un
periodo de tiempo y corregirlo en función de la evolución del mercado. Los
procedimientos son múltiples y agotarían varios tomos de apretada lectura que
ni este Gobierno ni sus supervisores de cámara están en disposición de leer.
Basta un esquema general como resumen de lo que pueden y deben hacer: sustituir
la reforma eléctrica actual, fiambre desde que Montoro retiró la aportación
presupuestaria (¡gran hallazgo ese de trasladar el pago del déficit de tarifa
de los consumidores a los contribuyentes!) y sustituirla por una ley que
reordene el mercado eléctrico. En los siguientes términos: la producción
eléctrica por tecnologías similares (gas, combustibles) que opere en el
mercado; las tecnologías renovables, que operen en subasta; y las tecnologías
amortizadas (nuclear, hidráulica) que operen en contratos bilaterales con la
gran industria (así conseguirían, quizá, bajar los precios).
Pero afinar y concretar un plan de esta envergadura requiere cierto talento
administrativo e independencia política, cualidades ausentes en este Gobierno.
Los esfuerzos de Rajoy, Montoro y Soria por salir del lío en el que se han
metido en la última semana pueden describirse con aquella frase de H. G. Wells
sobre el estilo de Henry James: “Es como ver a un hipopótamo intentando coger
un guisante”.
Fuente: El País
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