"La
expansión, no la recesión, es el momento idóneo para la austeridad
fiscal". Eso declaraba John Maynard Keynes en 1937, cuando Franklin Delano
Roosevelt estaba a punto de darle la razón, al intentar equilibrar el
presupuesto demasiado pronto y sumir la economía estadounidense -que había ido
recuperándose a ritmo constante hasta ese momento- en una profunda recesión.
Recortar el gasto público cuando la economía está deprimida deprime la economía
todavía más; la austeridad debe esperar hasta que se haya puesto en marcha una
fuerte recuperación.
Por
desgracia, a finales de 2010 y principios del 2011, los políticos y
legisladores en gran parte del mundo occidental creían que eran más listos, que
debíamos centrarnos en los déficits, no en los puestos de trabajo, a pesar de
que nuestras economías apenas habían empezado a recuperarse de la recesión que
siguió a la crisis financiera. Y por actuar de acuerdo con esa creencia
antikeynesiana, acabaron dándole la razón a Keynes una vez más.
Lógicamente,
al reivindicar la economía keynesiana chocó con la opinión general. En
Washington, en concreto, la mayoría considera que el fracaso del paquete de
estímulos de Obama para impulsar el empleo ha demostrado que el gasto público
no puede crear puestos de trabajo. Pero aquellos de nosotros que hicimos
cálculos, nos percatamos, ya desde el primer momento, de que la Ley de
Recuperación y Reinversión de 2009 (más de un tercio de la cual, por cierto,
adquirió la relativamente ineficaz forma de recortes de impuestos) se quedaba
demasiado corta teniendo en cuenta la gravedad de la recesión. Y también
predijimos la violenta reacción política a la que dio lugar.
De
modo que la verdadera prueba para la economía keynesiana no ha provenido de los
tibios esfuerzos del Gobierno federal estadounidense para estimular la
economía, que se vieron en buen parte contrarrestados por los recortes a escala
estatal y local. En lugar de eso, ha venido de naciones europeas como Grecia e
Irlanda que se han visto obligadas a imponer una austeridad fiscal atroz como
condición para recibir préstamos de emergencia, y han sufrido recesiones
económicas equiparables a la Depresión, con un descenso del PIB real en ambos
países de más del 10%.
Según
la ideología que domina gran parte de nuestra retórica política, esto no debía
pasar. En marzo de 2011, el personal republicano del Comité Económico Conjunto
del Congreso publicó un informe titulado Gasta menos, debe menos, desarrolla la
economía. Se burlaban de las preocupaciones de que un recorte del gasto en
tiempos de una recesión empeoraría la recesión, y sostenían que los recortes
del gasto mejorarían la confianza del consumidor y de las empresas, y que ello
podría perfectamente inducir un crecimiento más rápido, en vez de ralentizarlo.
Deberían
haber sido más listos, incluso en aquel entonces: los supuestos ejemplos
históricos de "austeridad expansionista" que empleaban para
justificar su razonamiento ya habían sido rigurosamente desacreditados. Y
también estaba el vergonzoso hecho de que mucha gente de la derecha ya había
declarado prematuramente, a mediados de 2010, que la de Irlanda era una
historia de éxito que demostraba las virtudes de los recortes del gasto, solo
para ver cómo se agravaba la recesión irlandesa y se evaporaba cualquier
confianza que los inversores pudieran haber sentido.
Por
cierto que, aunque parezca mentira, este año ha vuelto a suceder lo mismo.
Muchos proclamaron que Irlanda había superado el bache, y demostrado que la
austeridad funciona (y luego llegaron las cifras, y eran tan deprimentes como
antes).
Pero
la insistencia en recortar inmediatamente el gasto siguió dominando el panorama
político, con efectos malignos para la economía estadounidense. Es verdad que
no hubo ninguna medida de austeridad nueva digna de mención a escala federal,
pero sí hubo mucha austeridad "pasiva" a medida que el estímulo de
Obama fue perdiendo fuerza y los Gobiernos estatales y locales con problemas de
liquidez siguieron con los recortes.
Claro
que, se podría argumentar que Grecia e Irlanda no tenían elección en cuanto a
imponer la austeridad, o, en cualquier caso, ninguna opción aparte de suspender
los pagos de su deuda y abandonar el euro. Pero otra lección que nos ha
enseñado 2011 es que Estados Unidos tenía y sigue teniendo elección; puede que
Washington esté obsesionado con el déficit, pero los mercados financieros
están, en todo caso, indicándonos que deberíamos endeudarnos más.
Una
vez más, se suponía que esto no debía pasar. Iniciamos 2011 con advertencias
funestas sobre una crisis de la deuda al estilo griego que se produciría en
cuanto la Reserva Federal dejara de comprar bonos, o las agencias de
calificación pusieran fin a nuestra categoría de Triple A, o el superfabuloso
comité no consiguiera alcanzar un acuerdo, o algo. Pero la Reserva Federal
finalizó su programa de adquisición de bonos en junio; Standard & Poor's
rebajó a Estados Unidos en agosto; el supercomité alcanzó un punto muerto en
noviembre; y los costes de los préstamos de Estados Unidos no han parado de
disminuir. De hecho, a estas alturas, los bonos estadounidenses protegidos de
la inflación pagan un interés negativo. Los inversores están dispuestos a pagar
a Estados Unidos para que les guarde su dinero.
La
conclusión es que 2011 ha sido un año en el que nuestra élite política se
obsesionó con los déficits a corto plazo que de hecho no son un problema y, de
paso, empeoró el verdadero problema: una economía deprimida y un desempleo
masivo.
La
buena noticia, por decirlo así, es que el presidente Barack Obama por fin ha
vuelto a luchar contra la austeridad prematura, y parece estar ganando la
batalla política. Y es posible que uno de estos años acabemos siguiendo el
consejo de Keynes, que sigue siendo tan válido hoy como lo era hace 75 años.
Fuente: El País.
¡A ver si se enteran de una vez!. ¿O no será que los poderosos solo tratan de echar cortinas de humo para seguir enriqueciéndose más todavía a costa de la desgracia de los demás?
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