27.09.2016
Lo pequeño es hermoso: Primera regla del estado del ‘Bienvivir’
por
Rafa Ruiz
Queremos en este nuevo curso en ‘El Asombrario’ seguir insistiendo en esos libros imprescindibles e imperecederos que nos ayudan a montar una biblioteca ecológica y a amueblar la cabeza para entender realmente dónde estamos. Abrimos estas nuevas entregas con ‘Lo pequeño es hermoso’, publicado en 1973 por el economista y estadístico germano-británico E. F. Schumacher (1911-1977),
un referente para los críticos con los sistemas económicos de
Occidente. Su esencia: “El ser humano es pequeño y, por lo tanto, lo
pequeño es hermoso. Perseguir el gigantismo es buscar la autodestrucción”.
A esta Ventana Verde que se abre a la cultura verdaderamente
sostenible vamos trayendo libros -unos clásicos, otros actuales- que
nos hacen pensar en otra relación con el planeta. Hemos hablado de los
trabajos de Joaquín Araújo, de Julio Vías, Víctor J. Hernández, Juan
Varela y Antonio Sandoval, de Gustavo Duch y Jordi Pigem, de Thoreau
-por supuesto-, Naomi Klein… Hoy nos detenemos en una obra de
referencia: Lo pequeño es hermoso, un trabajo publicado en 1973
y traducido a más de 30 lenguas, que ya en aquella década de puro
desarrollismo ciego se mostraba visionario alertando sobre determinados
asuntos de riesgo, como nuestra dependencia de los combustibles fósiles,
la entrega acrítica al crecimiento del PIB sin más matices y el saludo a
la energía nuclear como la gran salvación. Como se señala en la
contraportada de la edición de Akal de 2013, “es un vigoroso alegato
contra una sociedad distorsionada por el culto al crecimiento
económico”. Un libro que el periódico The Times ha elegido entre los 100 más importantes publicados a partir de la Segunda Guerra Mundial.
Aunque en algunos capítulos se ha quedado obviamente desfasado, Lo pequeño es hermoso
nos sigue conmoviendo en lo esencial de su mensaje. Lo encontramos en
la página 37: “¿Cómo hacer para comenzar a desmantelar la codicia y la
envidia? Tal vez comenzando a ser menos codiciosos y envidiosos nosotros
mismos, o evitando la tentación de permitir que nuestros lujos se
conviertan en necesidades y por un sistemático análisis de nuestras
propias necesidades para encontrar la forma de simplificarlas y
reducirlas. Si no tenemos fuerzas para hacer ninguna de estas cosas,
¿podríamos, por lo menos, dejar de aplaudir el tipo de progreso
económico que adolece de falta de bases para la permanencia y a la vez
dar nuestro apoyo, por modesto que sea, a quienes no teniendo temor de
ser tildados de excéntricos trabajan por la no violencia como ecólogos,
protectores de la vida salvaje, promotores de la agricultura orgánica,
productores caseros, etc…? Un gramo de práctica es generalmente más
valioso que una tonelada de teoría”. Y justo es recordar aquí nuestra
entrega de hace unas semanas de la Ventana Verde en torno al documental Mañana,
que muestra pequeñas prácticas, ejemplos ya en marcha, de cómo
emprender una relación diferente con la Tierra para asegurarnos el
futuro.
Tengamos en cuenta que todo esto fue escrito a comienzos de los
setenta, y que por entonces, en 1972, la ONU convocó en Estocolmo la
primera gran conferencia mundial sobre cuestiones medioambientales y que
el término “desarrollo sostenible” no se acuñó oficialmente hasta los
años 80 en el famoso Informe Brundtland, tomando el nombre de la primera
ministra noruega Gro Harlem Brundtland, y también dentro del ámbito de
Naciones Unidas.
Ya Schumacher arremetía hace más de 40 años contra la consideración
sagrada del crecimiento del Producto Nacional Bruto (o PIB, Producto
Interior Bruto) como el mejor indicador de progreso para un Estado y sus
ciudadanos. Leemos: “La idea de que puede haber un crecimiento
patológico, un crecimiento enfermizo, un crecimiento desordenado o
destructivo, es una idea perversa que no debe permitirse aflorar. Una
pequeña minoría de economistas ha comenzado a preguntarse hasta dónde
puede llegar el crecimiento, dado que el crecimiento infinito dentro de un medio ambiente finito es obviamente un imposible”.
Otro aspecto que me llama especialmente la atención de este libro es
su aproximación al pensamiento budista para resaltar cómo nos hemos
desviado de la función principal de lo que debería ser el trabajo:
permitir desarrollar al ser humano sus facultades en beneficio propio y
de la sociedad; y cómo lo hemos transformado en una especie de
obligación/esclavitud en la que la mayoría de la gente no puede
disfrutar con lo que ocupa la mayor parte de su tiempo. Escribe
Schumacher: “Sería poco menos que criminal organizar el trabajo de tal
manera que llegue a ser algo sin sentido, aburrido, que idiotice y
enerve al trabajador; eso indicaría una mayor preocupación por las
mercancías que por la gente, una diabólica falta de compasión y un grado
de inclinación hacia el lado más primitivo de la existencia que
destruye el alma”. “Igualmente, esforzarse por el ocio como una
alternativa al trabajo sería considerado como una total
malinterpretación de una de las verdades básicas de la existencia
humana, es decir, que el trabajo y el ocio son partes complementarias de
un mismo proceso vital y no pueden ser separadas sin destruir el gozo
del trabajo y la felicidad del ocio”.
Miramos a nuestro alrededor en pleno 2016, ¿y qué vemos? ¿Cuánta
gente conocemos que realmente no separe la felicidad que le aporta su
tiempo libre de sus obligaciones laborales? ¿Podemos llamar a eso, como
nos han hecho creer, Estado del Bienestar? ¿No sería mejor, entonces, y aprovechando las matizaciones verbales del idioma castellano, apostar por un Estado del Bienser, o del Bienvivir?
Schumacher, formado en Bonn, Berlín, Oxford y la Universidad de
Columbia en Nueva York, insistía en el valor crucial de la educación
para reorientar nuestra autodestructiva civilización, como hizo otro
gran pensador-economista, José Luis Sampedro, en nuestro país: “Una
educación que no consiga clarificar nuestras convicciones centrales es
meramente un entrenamiento o un juego. Porque son nuestras convicciones
centrales las que están en desorden y, mientras la presente actitud
antimetafísica persista, tal desorden irá de mal en peor. La educación,
lejos de ser el más grande recurso del hombre, será un agente de
destrucción”.
Schumacher incluso mira 20 años atrás para citar a los ecologistas Tom Dale y Vernon Gill Carter, y su libro de 1955 El suelo y la civilización: “El
hombre es una criatura de la naturaleza (no es el señor de la
naturaleza). Debe conformar sus acciones dentro de ciertas leyes
naturales si es que desea mantener su dominio sobre el medio ambiente.
Cuando trata de eludir las leyes de la naturaleza, usualmente destruye
el medio ambiente natural que le sostiene. Y cuando ese medio ambiente
en el que él vive se deteriora rápidamente, su civilización declina.
Alguien ha dado una muy breve descripción de la historia diciendo que
‘el hombre civilizado ha cruzado la superficie de la tierra y dejado un
desierto tras sus huellas”. Palabras que hoy, 60 años después, muchos
siguen sin asumir, incluidas las fuerzas políticas más reaccionarias que
nos representan en los Parlamentos. Causa estupor, por decirlo
brevemente.
Incluso mira mucho más atrás: “En Proverbios leemos que el
hombre justo tiene cuidado de los animales, pero que el corazón del
perverso no tiene misericordia, y Santo Tomás de Aquino escribió: ‘Es
evidente que si un hombre practica un cariño compasivo por los animales
ha de estar más preparado aún para sentir compasión por su prójimo’. Lo
que se aplica a los animales que están sobre la tierra también se
aplica, igualmente, y sin ninguna sospecha de sentimentalismo, a la
tierra misma”.
Y pone el dedo en lo que para mí es una de las heridas más importantes de nuestra civilizada sociedad: “En nuestra época el principal peligro en relación con el suelo, y por extensión con la agricultura y la civilización
en su conjunto, se origina en la decisión del hombre de la ciudad de
aplicar los principios de la industria a la agricultura. (…) Ahora bien,
el principio fundamental de la agricultura es que trata con la vida, es
decir, con sustancias vivas. Sus productos son el resultado de los
procesos de la vida y su medio de producción es el suelo viviente”.
Sobre la energía nuclear, un párrafo contundente: “Ningún grado de
prosperidad podría justificar la acumulación de grandes cantidades de
sustancias altamente tóxicas que nadie conoce cómo hacer seguras y que
constituyen un peligro incalculable para toda la creación durante
periodos históricos e incluso geológicos. Hacer tal cosa es una
transgresión en contra de la vida misma, una transgresión infinitamente
más seria que cualquier crimen perpetrado por el hombre. La idea de que
una civilización podría mantenerse a sí misma sobre la base de tales
transgresiones es una monstruosidad ética, espiritual y metafísica.
Significa conducir los asuntos económicos del hombre como si la gente
realmente no importara nada”.
Y sobre el liberalismo a ultranza, sin medidas de control que
permitan sociedades más tranquilas e igualitarias, que tanto daño causa
-y lo estamos comprobando de manera cruda en los últimos años en este
planeta de mercaderes-, duras palabras de Schumacher: “La fuerza de la
idea de la empresa privada yace en su simplicidad aterradora. Sugiere
que la totalidad de la vida puede ser reducida a un aspecto:
beneficios”. Cree que el ser humano puede moverse -y de hecho se mueve-
por otros aspectos de la vida, como la bondad, la verdad y la belleza,
“pero como hombre de negocios se preocupa sólo de los
beneficios”. “En relación a esto, la idea de la empresa privada se
adecua exactamente a la idea de El Mercado, al que, en un capítulo
anterior, denominé ‘la institucionalización del individualismo y de la
irresponsabilidad’. De la misma manera, se adecua perfectamente a la
tendencia moderna hacia la total cuantificación, a expensas de la
apreciación de las diferencias cualitativas, porque a la empresa privada
no le preocupa qué es lo que produce, sino cuánto es lo que gana con la
producción”.
Más actual, imposible.
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