Charo Morán. Área de Consumo de Ecologistas en Acción. Revista Ecologista nº 94.
¿Qué relación tiene la sociedad de consumo con la felicidad? ¿Puede ayudar la búsqueda de la felicidad a generar sociedades más sostenibles y justas?
La autora analiza la relación entre el consumismo y la crisis ecosocial, desmontando la idea de que el incremento de los indicadores económicos basados en la capacidad de gasto e incremento de la producción de bienes sean parámetros para medir el bienestar social
En una sociedad marcada por
la centralidad de los indicadores económicos y por el crecimiento
continuo, podríamos pensar que es este factor el que más efectos tiene
en la felicidad de las personas. El economista Richard Easterlin [1],
comparó la evolución de los ingresos y la percepción de felicidad.
Demostró que el aumento de riqueza lleva aparejado un incremento de
satisfacción hasta un cierto umbral pero que una vez superado este, la
felicidad no crece paralelamente.
Así, el incremento de riqueza que se produjo en Estados Unidos entre 1945 y 1974, que duplicó el Producto Interior Bruto (PIB), no supuso un aumento relevante en la tasa de felicidad
de su población. Su teoría sugiere que, una vez que las necesidades
básicas están cubiertas, las políticas deberían centrarse en aumentar la
satisfacción a través de medidas de articulación comunitaria y de
redistribución de la riqueza y no en el crecimiento económico. En este
sentido, “la economía de la felicidad”, pone en cuestión la teoría
tradicional económica que afirma que cuanto mayor sea el nivel de
ingresos de un individuo, mayor será su nivel de felicidad y da énfasis a
la importancia de la felicidad social, que se da en entornos
solidarios, equitativos, afianzados en la comunidad, con menor
polarización social y violencia estructural, y que suponen calidad de
vida de todas las personas.
La bulimia consumista
Poseemos una media de 10.000 objetos frente a los 236 que poseen las comunidades de los indios Navajo [2].
Somos Diógenes de lo nuevo, de la acumulación compulsiva de cosas y
experiencias que se alimenta fomentando la insatisfacción crónica. Más
dinero, más endeudamiento, más cosas, más deprisa, más lejos, más joven,
más efímero… Una pesada mochila de metas que nunca se alcanzan, del
tener en vez del ser. Una rueda sin fin que se basa en la pérdida de
autoestima y, también, en el egoísmo.
La cultura consumista, aproximadamente en 20 % de la población mundial, es hegemónica pero no única en el planeta.
Día sin compras. Foto: Isidro Jiménez |
Otras culturas ponen en el centro la vida en vez de los indicadores
económicos y las tasas de consumo. Tres ejemplos: La isla de Niue en el
Pacífico, en la que se promueve una semana laboral de cuatro días,
destinando el tiempo restante a labores comunitarias, a los cuidados o
al ocio; el país de Bután, cuya política está regida por el Índice de Felicidad Bruta
a través de los valores colectivos y los vínculos con la naturaleza y,
por último, las constituciones de Ecuador y Bolivia, que desarrollan el
paradigma del Buen Vivir, Sumak Kawsay, que supone poner en el centro a
la comunidad en armonía con la tierra, la Pacha Mama. Son ejemplos que
combaten una vida marcada por el mercado y la monetización creciente de
todos los ámbitos de nuestra vida, una referencia para rediseñar
nuestras formas de vida de una forma más sencilla en lo material, pero
más plena y sostenible.
Cooperar y no competir
La sociedad de consumo se alimenta del individualismo y de la
competitividad, lo que en algunos sectores se ha denominado el
darwinismo social, basado en la idea de la supervivencia del más apto
para la sociedad de mercado. Sin embargo, numerosos autores consideran
esto una falsedad científica. La intensa socialidad y el trabajo
cooperativo de Homo sapiens, ha sido, y es, su éxito adaptativo como
especie. En palabras de Frans de Waal, psicólogo y primatólogo: “La vida en grupo no es una opción, es una estrategia de supervivencia”, para la bióloga Lynn Margullis: “La vida no se hizo para competir, sino para trabajar unidos”.
Nuestras neuronas espejo, responsables de la empatía, de la
percepción de lo que sienten los demás, demuestran que la
interdependencia social está en nuestro ADN. Para Michel Tomasello,
psicólogo social: “El ser humano es altruista desde su nacimiento y sólo
a través del entorno cultural se puede modificar su comportamiento
hacia el individualismo”. El egoísmo supone ir en contra de nuestro
comportamiento como especie y, por tanto, genera insatisfacción e
infelicidad.
Otro aspecto sería la relación de nuestros vínculos con el
territorio, con la naturaleza. Vivir en ciudades hace que estemos
presentando síntomas del déficit de naturaleza [3],
que llevan consigo un conjunto de alteraciones provocadas por la vida
en entornos artificiales tales como estrés, hiperactividad o merma del
rendimiento cognitivo.
Según Richard Louv, “Cuanta más tecnología usamos, más necesitamos a
la naturaleza”. Y podríamos añadir: “Cuanto más enganchados a las
pantallas y más amigos virtuales tenemos más solos estamos”. Nuestro
bienestar depende, por tanto, de vivir en armonía con la biosfera y con el resto de las personas del planeta. De nuestra ecodependencia e interdependencia.
La medida de la felicidad tiene cierta dificultad. Existen factores
subjetivos, culturales, momentos vitales… de difícil cuantificación. En
cualquier caso existe la evidencia de que la vida social, el sentido que
le damos a la vida, tener un proyecto vital ilusionante y disponer de
tiempo libre para lo importante son factores fundamentales para ser
felices. Todo lo contrario a lo que nos ofrece el mercado: individualismo, vidas vacías y tiempo para ir al centro comercial, la catedral del consumismo.
¿Qué necesitamos para ser felices?
Para el economista chileno Max Neef, las necesidades humanas son
finitas y universalizables (subsistencia, identidad, participación,
ocio, conocimiento…), y lo que varía culturalmente es la forma en que
las satisfacemos. Así, para cubrir nuestra necesidad de subsistencia,
podemos optar por alimentos precocinados comprados en una gran
superficie o participar en un grupo de consumo de productos locales, de
temporada y ecológicos. En ambos casos conseguimos el número de calorías
necesarias para nutrirnos pero los efectos sobre nuestra salud, el
planeta, la distribución de la riqueza y la participación comunitaria
son diferentes y, por tanto, generadoras de dispares situaciones de
bienestar.
Las corporaciones nos ofrecen estilos de vida con satisfactores
mercantilizados que nos conducen a vidas llenas de nada. Estamos
sometidos a unos 3.000 impactos publicitarios diarios
que anuncian que un todoterreno nos da libertad, unas deportivas de
marca identidad, un perfume éxito social y una bebida azucarada
felicidad. Por el contrario, se trata de una forma de consumo que sólo
hace felices a las cuentas de resultados de las grandes multinacionales.
Pensar antes de comprar | ||
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El Día sin Compras es una jornada internacional de huelga de consumo que se celebra el último viernes de noviembre, todos los años, desde hace veinticinco, coincidiendo con el llamado Viernes Negro. Esta iniciativa apoyada por Ecologistas en Acción, critica el modelo de producción y consumo a medida de las grandes empresas. El Viernes Negro, que ha colonizado nuestras ciudades, es uno de los días de mayor consumo en EE UU, en el que las grandes cadenas animan a comprar, en un modelo en el que la mayor parte de los productos se fabrican a miles de kilómetros, en condiciones de semiesclavitud. Mientras, la publicidad incide en falsas necesidades y vincula la compra con la felicidad. |
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