La contratación pública —es decir, las tareas de las Administraciones
que estas no ejecutan directamente, sino a través de otros agentes
económicos— constituye un sector económico de enorme y creciente
importancia. En España supone un 13% del PIB, equiparable al potencial
de una actividad como la turística.
Y,
sin embargo, su regulación, supervisión y control no están a la altura
de su peso en la estructura económica. Ni a la de las asechanzas de los grupos de presión, los favoritismos y la corrupción. Casos como la
Gürtel, la red Púnica o la extorsión del 3% en las obras públicas en
Cataluña—o los infinitos contratos legales pero adjudicados a dedo por
las distintas Administraciones— podrían evitarse. O al menos, limitarse.
Eso ocurriría si la minúscula Oficina Independiente de Regulación y
Supervisión de la Contratación Pública, creada hace un año, fuese algo
más que una patrulla bienintencionada de seis personas enfrentada a una
tarea ingente, para la que estaba prevista la dotación de una treintena
de puestos. Pero ni la oficina es independiente, contra lo que indica su título, pues resulta ser una mera dependencia de Hacienda, ni está
dotada de un verdadero presupuesto propio, ni sus competencias
regulatorias se acompañan de potestad sancionadora alguna, siquiera
limitada. Es, casi, una caja vacía.
Por eso la Comisión Europea, a cuya insistencia se debe su creación,
persiste ahora en reforzar el organismo. En realidad, solo la lucha
contra la corrupción justificaría ese refuerzo, pues resulta de toda
evidencia que los poderes de persecución de la Fiscalía serían mucho más
eficaces si se asentasen sobre una prevención previa.
Pero el significado de un organismo de este tipo no se agota en dar
fluidez y sanear los circuitos por los que tan frecuentemente circulan
los protagonistas de sobornos y cohechos. Baste recordar la endémica
endogamia que atenaza al mundo de la contratación pública. Un estudio de
un organismo independiente certificó que el 54,3% de los contratos
sanitarios de la Comunidad de Madrid se cierran con grupos de presión y
que se adjudican a dedo el 99,7% de sus contratos menores.
El interés de una supervisión de esos contratos es múltiple: por el
papel creciente de la contratación externa de las Administraciones, la
necesidad de abrirla a la competencia económica para hacerla más eficaz y
barata, el renovado interés con que este sector se aborda en los
tratados comerciales internacionales de nueva generación. Y por
supuesto, la necesidad de contar con datos, comparaciones y análisis de
cómo se realiza el gasto público. Y sobre cómo coordinarlo y mejorarlo.
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