Es del género absurdo buscar inocencia y
buena fe en una piscina llena de tiburones. Como en el cuento, tras la
dentellada dirán: es mi naturaleza. Las grandes finanzas son el reino
del tiburoneo, y el depredador poco malicioso va a durar dos minutos.
Los escualos se dedican en primera instancia a devorar a los peces
pequeños y medianos, que por algo están en la cima de la cadena trófica,
pero si es menester no dudarán en emprenderla unos contra otros.
Pretender que estos simpáticos animales se autorregulen es aceptar que
los baños de sangre sean la norma. Y sin embargo, el sistema financiero
mundial daba por hecho que algunos tiburones buenos podían aconsejar
honestamente a los demás sobre las mejores y las peores inversiones. Su
nombre: agencias de calificación de riesgo. Contra una de ellas,
Standard & Poor's, ha presentado demanda el Gobierno de Estados
Unidos. Pretende que le causó pérdidas por más de 3.700 millones de
euros al dar la máxima calificación de solvencia a bonos basados en
hipotecas dudosas, las famosas subprime, cuya caída detonó el inicio de
la crisis que todavía nos atenaza.
Una vez más, el rastro
imprudente de la sinceridad expresada en correos electrónicos da cuenta
de intenciones ocultas. «Espero que ya seamos ricos y estemos retirados
cuando se caiga este castillo de naipes», escribió un empleado a otro,
en 2006. Otros mensajes dan a entender que para calificar un riesgo no
solo hay de fijarse en los datos objetivos, sino también en lo que el
mercado espera oír. Cuando, en realidad, las sensaciones del mercado son
en gran parte fruto de las calificaciones de las tres mayores agencias,
y tener o no tener la triple A se convirtió en la obsesión de los
tesoros nacionales, por cuanto influye directamente en el precio de la
deuda. Que tal dictadura haya continuado tras el fiasco de las suprime
solo se explica por la coincidencia de dos factores: los grandes
inversores necesitan a las agencias porque no disponen de tiempo ni
medios para analizar por sí mismos todas las emisiones del mercado, y
aun con sus fallos las tres grandes agencias no tienen una verdadera
alternativa. Que sean los propios gobiernos quienes promueven nuevas
calificadoras no merece ninguna credibilidad.
Tal vez la demanda
de Washington ponga un poco de miedo en el cuerpo de esos gigantes
demasiado acostumbrados a la impunidad. Al mismo tiempo, se estudia una
regulación más estricta que haga disminuir los riesgos: que una sociedad
asesore emisiones de deuda y las califique, y que sean los emisores
quienes paguen el trabajo de calificación es, cuando menos, chocante.
Fuente: La Nueva España
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