"No eran expertos en economía sino en brujería. Les hemos creído no
porque comprendiéramos lo que nos decían sino porque no lo comprendíamos, y
porque la oscuridad de sus augurios y la seriedad sacerdotal con que los
enunciaban nos sumían en una especie de aterrada reverencia. De toda aquella
casta de adivinos y augures investidos de infalibilidad científica por nuestra
ignorancia, el sumo sacerdote era Alan Greenspan, que se jubiló en enero de
2006 como presidente de la Reserva Federal rodeado por una aclamación unánime.
(...)
Alan Greenspan era el sumo sacerdote de aquella ortodoxia: con sus ojos pequeños y vivos tras los cristales de aumento de unas gafas de montura anticuada, con su leyenda de sabiduría mantenida durante casi veinte años y a lo largo de cuatro presidencias distintas; con sus trajes oscuros y su expresión seria, la mirada inteligente perdida en el vacío, oteando un porvenir tan próspero como el presente. Las palabras que usamos dicen más que nosotros. Le llamaban el gurú, the wizard, el brujo. Unos años antes el periodista Bob Woodward había escrito un libro adulatorio sobre él y lo había titulado Maestro: como si fuera un gran director de orquesta, un Karajan o un Furtwängler de la economía, alguien muy por encima de las falibles inteligencias comunes. Movía litúrgicamente su manos pecosas de hombre viejo, como un maestro cargado de sabiduría que no necesita la batuta y que parece extraer la música del aire, no del esfuerzo disciplinado de los miembros de la orquesta que se afanan a sus pies: Alan Greenspan, que había tocado el clarinete cuando era joven junto a Stan Getz, que propugnaba la privatización de la seguridad social americana, que había pertenecido al núcleo íntimo de adoradores de la fanática profetisa del capitalismo más crudo Ayn Rand, que se había negado a marcar ningún límite a las acrobacias financieras de Wall Street; en enero de 2006 se jubiló cubierto de gloria en la Reserva Federal e inmediatamente pasó a ejercer opulentas asesorías en empresas privadas.
Tan sólo unos meses más tarde la burbuja económica americana empezaba a desmoronarse. En septiembre de 2008, en los días apocalípticos en los que parecía a punto de repetirse el derrumbe de 1929, Alan Greenspan declaraba delante de una comisión del Senado. La expresión, el traje, los ademanes, las gafas, la corbata negra, las palabras murmuradas, el movimiento de las manos, todo se mantenía idéntico. Pero ahora el brujo, el Maestro, el gurú, era un viejo que confesaba no entender nada de lo que estaba sucediendo. Dijo literalmente encontrarse «in a state of shocked disbelief»: en un estado de atónita incredulidad. Exactamente igual que cualquiera de nosotros.
(...)
Creemos que ocupan posiciones tan levantadas de poder porque son muy inteligentes. En realidad nos parecen muy inteligentes tan sólo porque tienen un poder inmenso. Les atribuimos la agudeza y el rigor del conocimiento científico pero nos hipnotizan porque se mueven con lenta solemnidad y ponen sobrios gestos que sugieren un pensamiento inescrutable, como los sacerdotes romanos que adivinaban el porvenir examinando las vísceras de animales sacrificados o el vuelo de los pájaros".
(Antonio Muñoz Molina, "Todo lo que era sólido")
Alan Greenspan era el sumo sacerdote de aquella ortodoxia: con sus ojos pequeños y vivos tras los cristales de aumento de unas gafas de montura anticuada, con su leyenda de sabiduría mantenida durante casi veinte años y a lo largo de cuatro presidencias distintas; con sus trajes oscuros y su expresión seria, la mirada inteligente perdida en el vacío, oteando un porvenir tan próspero como el presente. Las palabras que usamos dicen más que nosotros. Le llamaban el gurú, the wizard, el brujo. Unos años antes el periodista Bob Woodward había escrito un libro adulatorio sobre él y lo había titulado Maestro: como si fuera un gran director de orquesta, un Karajan o un Furtwängler de la economía, alguien muy por encima de las falibles inteligencias comunes. Movía litúrgicamente su manos pecosas de hombre viejo, como un maestro cargado de sabiduría que no necesita la batuta y que parece extraer la música del aire, no del esfuerzo disciplinado de los miembros de la orquesta que se afanan a sus pies: Alan Greenspan, que había tocado el clarinete cuando era joven junto a Stan Getz, que propugnaba la privatización de la seguridad social americana, que había pertenecido al núcleo íntimo de adoradores de la fanática profetisa del capitalismo más crudo Ayn Rand, que se había negado a marcar ningún límite a las acrobacias financieras de Wall Street; en enero de 2006 se jubiló cubierto de gloria en la Reserva Federal e inmediatamente pasó a ejercer opulentas asesorías en empresas privadas.
Tan sólo unos meses más tarde la burbuja económica americana empezaba a desmoronarse. En septiembre de 2008, en los días apocalípticos en los que parecía a punto de repetirse el derrumbe de 1929, Alan Greenspan declaraba delante de una comisión del Senado. La expresión, el traje, los ademanes, las gafas, la corbata negra, las palabras murmuradas, el movimiento de las manos, todo se mantenía idéntico. Pero ahora el brujo, el Maestro, el gurú, era un viejo que confesaba no entender nada de lo que estaba sucediendo. Dijo literalmente encontrarse «in a state of shocked disbelief»: en un estado de atónita incredulidad. Exactamente igual que cualquiera de nosotros.
(...)
Creemos que ocupan posiciones tan levantadas de poder porque son muy inteligentes. En realidad nos parecen muy inteligentes tan sólo porque tienen un poder inmenso. Les atribuimos la agudeza y el rigor del conocimiento científico pero nos hipnotizan porque se mueven con lenta solemnidad y ponen sobrios gestos que sugieren un pensamiento inescrutable, como los sacerdotes romanos que adivinaban el porvenir examinando las vísceras de animales sacrificados o el vuelo de los pájaros".
(Antonio Muñoz Molina, "Todo lo que era sólido")
El conocido novelista Antonio Muñoz Molina ha publicado recientemente lo que en la contraportada del libro se califica, acertadamente, de “ensayo directo y apasionado, una reflexión narrativa y testimonial”. No es un libro directamente jurídico o político, pero no cabe duda de que lo que dice y lo que siente el autor no deja de tener fuertes conexiones con el leit motiv de este blog, como verán; también por ello me abstendré de presentar al autor y su obra en general -de sobra conocidos-para centrarme en el contenido de ésta.
El libro, sin demasiado orden ni
concierto pero con considerable fuerza narrativa, expresividad y dominio del
lenguaje (con la pasión del científico, la precisión del poeta y el swing de
Duke Ellington que
él mismo predica) esboza un panorama de las últimas décadas partiendo
primordialmente de experiencias personales –y también de la lectura de
periódicos de la época- del que se decantan enseñanzas claramente
generalizables y una conclusión: todo
lo que era sólido se desvanece hoy en el aire.
Por esa cierta dispersión que
mencionaba, no es fácil comentar el libro sin pasarlo por el tamiz de los
criterios subjetivos del comentarista, pero espero que ello sirva para
estimular a la lectura en la seguridad de que hay más de lo que yo cuento.
Hecho este descargo, comienzo por destacar el relato de sus primeros pasos
laborales como administrativo del Ayuntamiento de Granada, donde experimenta,
en plena adscripción comunista, los últimos años del franquismo y la
llegada de la democracia, y puede contemplar en primera fila la llegada a mitad
de los ochenta de un nuevo fenómeno, el “pelotazo”, que convirtió a España “en
el país donde uno puede hacerse rico más rápidamente” (Solchaga dixit)
Pero lo grave no fue sólo el pelotazo
individual, sino el desahogo institucional: el dinero empezó también manar
desde Europa hacia las administraciones públicas, entre ellas la local, y
pronto los políticos empiezan a considerar molestas las “trabas burocráticas”,
la subordinación de sus decisiones y ocurrencias a procedimientos que venían
del pasado. Tales “trabas” no eran sino las exigidas, para mantener la
legalidad de las decisiones políticas, por funcionarios nacionales como el
secretario de ayuntamiento, el interventor y el depositario, que hasta
entonces no eran nombrados ni destituidos por el alcalde: el secretario general
–nos recuerda- certificaba la legalidad de los acuerdos municipales. El
interventor tenía que aprobar cada propuesta de gasto, asegurándose previamente
de que no se salía de los presupuestos. El depositario controlaba el dinero
ingresado en la caja del ayuntamiento y autorizaba los pagos. Fíjense que cosa
más sencillita y qué actualidad tiene.
Así que se cambiaron las cosas: había
que construir una nueva legalidad democrática, creada por los representantes
del pueblo, en la que pudieran asegurarse de promulgar leyes que les
permitieran actuar al margen de ellas. “La
ruina en que nos ahogamos hoy –dice- empezó entonces: cuando la potestad de disponer del
dinero público pudo ejercerse sin los mecanismos previos de control de las leyes;
y cuando las leyes se hicieron tan elásticas como para no entorpecer el abuso,
la fantasía insensata, la codicia, el delirio –o simplemente para no ser
cumplidas” (pág. 48).
A estos nuevos dirigentes “el trabajo fértil nunca les importó
porque su frutos tardan en llegar, y porque cuando llegan ni suelen ser
espectaculares y no les ofrecen a ellos la posibilidad de exhibirse como
benefactores o salvadores…Lo importante era comunicar bien. Que un verbo
transitivo que se convirtiera en intransitivo es un indicio gramatical de la
trapacería que ocultaba” (pág. 54).
El autor se va deslizando a
continuación, a impulsos de sus recuerdos, por muy diversos temas. Hace notar
que una mezcla del viejo caciquismo español y del reverdecido populismo
sudamericano, espoleado por los flujos de dinero europeo, se dedicó en una
especie de paroxismo lúdico a exaltar todo tipo de saraos y conmemoraciones, la
fiesta como modo de vida e incluso como identidad, la apariencia y no la
sustancia, el simulacro y no el trabajo diario….un mundo en lo que lo peor que
se podía ser es un “aguafiestas”.
Tampoco rehuye Muñoz Molina
la crítica al nacionalismo
ni a la izquierda, de donde él procede, que se hizo compatible, contra sus
orígenes internacionalistas, con aquél; y no sólo compatible, es que ser de
izquierdas y nacionalista se hizo obligatorio. Describe gráficamente cómo en
aquellos años la cultura dejo de ser algo que se obtenía con gran esfuerzo
personal para convertirse en un destino, una vuelta a la comunidad de origen y
no una emancipación; cómo el narcisismo y el victimismo han impregnado a las
clases políticas y a sus aduladores y sirvientes intelectuales. El autor
no se declara contrario al nacionalismo, como no lo es a la religión o al
creacionismo: “tan sólo
prefiero que las leyes me protejan para que los partidarios de cada una de
ellas no tengan la potestad de imponérmelas” (pág. 78). Destaca
Muñoz Molina una contraposición que juzgo interesante: el pueblo es un bloque
sólido que manifiesta su voluntad con una sola voz, si bien escuchada a través
de intérpretes especialmente sensibles a ella, como líderes, padres de la
patria, poetas nacionales, que se convierten en refugio de valores ancestrales,
ennoblecidos por la historia e inocentes; frente a esa idea, el concepto de ciudadanía ofrece
“poco menos que intemperie” y cada una de sus ventajas está sometida al
contratiempo de la responsabilidad y la incertidumbre; es la vulgaridad de la
vida adulta, en la que no existe el consuelo de añorar un paraíso originario:
la pertenencia a la colectividad civil no es genética ni antropológica, sino
jurídica, y salvo en ocasiones excepcionales no adquiere temperatura emocional.
Queda claro lo que el autor prefiere: la identidad del ciudadano no está en la
sangre, sino en algunos documentos legales, como la declaración de impuestos,
empadronamientos…una suma de actos cotidianos que sostienen el entramado de la
vida en común y que demandan a cada uno el ejercicio de una responsabilidad
irrenunciable e intransferible; gestos prácticos, no declaraciones de
principios.
Más adelante, Muñoz se dedica a
esbozar un crudo panorama de la clase
política de la época y de la actual, aprovechando su estancia
en Nueva York como director del Instituto Cervantes en la época de Zapatero.
Son muy expresivas las descripciones de las visitas a esa ciudad de dirigentes
autonómicos y otros políticos. Pero me quedo con su reflexiones sobre la
rigidez corporativa de los partidos, convertidos en maquinaria de colocación y
reparto de favores; sobre lo difícil que es la crítica en España, la
subordinación del mérito objetivo a la explícita adhesión política o la farsa
de las disputas entre partidos que, en realidad, esconden la similitud de
intereses corporativos, la magnitud de la incompetencia, la devastadora
codicia, trayendo a colación varias veces la tremenda frase de Orwell de que el
lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen a verdades y
que sea respetable el crimen.
A partir de la mitad del libro, el
autor nos muestra lo que, a consecuencia de lo que ha descrito, estamos
perdiendo hoy cuando creíamos que nunca lo perderíamos por ser muy sólido. En
la página 102 hay un pasaje, que me parece memorable, en el que hace notar que
en 30 años no se ha hecho ninguna pedagogía
democrática: la democracia tiene que ser enseñada, porque no es natural, como no
lo es la igualdad, sino el dominio de los fuertes; lo natural es el clan
familiar y la tribu, el recelo a los forasteros, el apego a lo conocido; lo
natural es exigir límites a los demás y no aceptarlo en uno mismo; lo natural
es la ignorancia, no hay aprendizaje que no exija esfuerzo; lo natural es la
barbarie y no la civilización.
El edificio de la civilización está siempre
en peligro de derrumbarse y hace falta una continua vigilancia para sostenerlo.
Y hay un núcleo en el que no se transige, en el que cada debilidad es una
rendición, en el que si se abandona la legalidad igualadora los débiles quedan
a merced de los fuertes. No son muchos los derechos irrenunciables de verdad,
los demasiado valiosos como para dejarlos a merced de la codicia de los
intereses privados o de las banderías políticas: la educación, la salud, la
seguridad jurídica que ampara el ejercicio de las libertades y de la iniciativa
personal.
Y lo malo es que, dice, lo que se tiró
antes en lo superfluo ahora nos falta en lo imprescindible y no hay proporción
entre la gravedad de las responsabilidades y el reparto de las cargas, entre la
impunidad de unos y el sufrimiento de los que han de pagar las consecuencias. Nada
importó demasiado mientras había dinero, nada importó de verdad. Y ahora
descubrimos que somos pobres.
Ahora bien, el fatalismo de que nada
podrá arreglarse es tan infundado como el optimismo de que las cosas buenas,
porque parecen sólidas, vayan necesariamente a durar. No hay progresos ni
declives lineales. Por eso, concluye, “hace
falta una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano de
los derechos civiles utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de
las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de
soberanía usurpados por la clase política” (pág. 245).
En eso estamos en este blog: los
editores, los colaboradores y, estoy seguro, los lectores.
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