Carlos Castresana Fernández |
CONTRATOS QUE NO PUEDEN CUMPLIRSE
Carlos Castresana Fernández
"Las partes consienten ‘rebus sic
stantibus’, mientras las cosas no cambien"
El drama de las ejecuciones hipotecarias, que se
han cobrado ya varias vidas y amenazan el bienestar y el futuro de 350.000
familias españolas, tiene que terminar.
Las disposiciones de la ley hipotecaria y de la
ley de enjuiciamiento civil que regulan los préstamos hipotecarios y su
ejecución en caso de impago son normas especiales, pero no tanto como para que
no deban ser interpretadas, como todas las demás, a la luz de la realidad
social del tiempo en que deben ser aplicadas.
Mientras el Gobierno y los grupos parlamentarios
deshojan la margarita de las reformas legislativas, invito a los jueces a
reconsiderar la interpretación de las normas vigentes a la luz de algunos
postulados básicos del ordenamiento jurídico.
Un principio fundamental de nuestro sistema
legal, social y económico, recogido en el Código Civil, establece que el deudor
responde de sus deudas con todo sus bienes presentes y futuros. También es
esencial el que dispone que los contratos tienen fuerza de ley entre las partes
y deben cumplirse en sus propios términos.
Pero no son menos importantes, y están igualmente
recogidos en nuestro Código Civil, los que establecen que en el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones, las partes deben conducirse de buena fe; así como la disposición que asegura que la ley no ampara el abuso de derecho ni el ejercicio antisocial del mismo.
Las familias españolas no son responsables de la
crisis financiera mundial. Tampoco son culpables de la crisis que se ha desencadenado
en España como consecuencia de la explosión de la burbuja inmobiliaria. Han
perdido en seis años una quinta parte del valor de su patrimonio y han
retrocedido treinta años de bienestar social, pero la culpa no es suya, sino de
la especulación incontrolada de banqueros y constructores, que los Gobiernos de
PP y PSOE propiciaron y fomentaron, permitiendo que las viviendas de las
familias pasaran, en esos años felices de vino y rosas, de ser un bien de
primera necesidad legalmente protegido y de reconocida utilidad social, a
convertirse en un producto comercial sometido a los vaivenes del mercado libre
en manos de promotores inmobiliarios sin escrúpulos, para ser finalmente
transformadas en un producto financiero con el que se podía especular alegremente
en la bolsa como si se tratara de fichas de juego sobre el tablero de un
casino. Ahora son activos tóxicos de los que hay que deshacerse.
Hace dos milenios que el derecho romano reconoció
un principio general de la contratación, en cuya virtud se limitan las
responsabilidades de los contratantes cuando graves circunstancias sobrevenidas
e imprevisibles alteran sustancialmente el equilibrio entre ellos, haciendo que
las obligaciones de alguno resulten inopinadamente, sin culpa ni dolo de su
parte, insoportablemente onerosas. Se entiende –y así lo ha entendido también
nuestro Tribunal Supremo en situaciones de crisis equivalentes a la actual—que
los contratantes dan siempre su consentimiento rebus sic stantibus, es
decir, mientras las cosas permanezcan así, de modo tal que, si las
condiciones en las que se contrató cambian dramáticamente, el deudor deja de
estar obligado en los términos originales porque se estima que el
consentimiento que prestó entonces ha perdido vigencia después. A falta de
negociación y acuerdo renovado entre las partes, el juez no puede imponer al
deudor consecuencias que este nunca hubiera aceptado de haber podido
representarse de antemano la situación posterior, porque tales consecuencias,
inicialmente lícitas, han devenido injustas.
Los bancos españoles están ejerciendo su derecho
contra las familias deudoras de manera abusiva y antisocial, manifiestamente
contraria a las reglas de la buena fe. Acuden a los juzgados y solicitan que se
ejecuten los préstamos hipotecarios, haciendo completa abstracción del hecho de
que los deudores no pueden cumplir porque el contrato ha quedado distorsionado
por un cambio radical de las condiciones de los mercados que los propios bancos
propiciaron, en buena medida, aprovechándose durante años de una inflación
inmobiliaria desmedida para obtener una revalorización artificial de sus
activos. Son los bancos quienes sobreestimaron la solvencia de los deudores,
quienes tasaron temerariamente al alza las viviendas, quienes determinaron las
cuotas y los intereses, los vencimientos y todo lo demás. Ellos calcularon que
los deudores podrían pagar, y se equivocaron.
En estas condiciones, los contratos se han tornado profundamente desequilibrados e injustos y no pueden cumplirse tal como
fueron pactados. Los jueces no pueden hacer recaer sobre los deudores todas las
consecuencias de la crisis y la especulación de las que no son culpables.
Nuestro ordenamiento jurídico, simplemente, no ampara que, proviniendo todos
los errores que han distorsionado el contrato de una de las partes, las
consecuencias las deba pagar la otra parte. La Ley Orgánica del Poder Judicial
ordena taxativamente qué debe hacerse con las acciones ejercidas de mala fe:
los jueces deben rechazarlas fundadamente.
El legislador debe determinar, arbitrando
procedimientos de quita y espera adaptados a esta nueva realidad, la manera de
regular la insolvencia de las unidades familiares. Mientras, a falta de acuerdo
entre las partes, los jueces no pueden limitarse a observar y laissez faire:
deben imponer una moratoria, aquí y ahora, porque las condiciones en que se
pactaron los préstamos de las viviendas de las familias en la última década y
media volaron por los aires al estallar la burbuja inmobiliaria y no van a
volver; y ejecutar las hipotecas con arreglo a las condiciones originales
impuestas en contratos de adhesión por una sola de las partes, en
circunstancias muy diferentes, y sobre estimaciones unilaterales completamente
equivocadas, resulta inmoral e insoportablemente injusto. Los jueces no deben olvidar
cuál es su función primigenia en un Estado de derecho: brindar tutela judicial
efectiva.
La pregunta se la hacía hace veinte siglos
Cicerón en términos retóricos que hoy evocan trágicamente nuestros desahucios:
¿tengo que devolver la espada al amigo que me la prestó si después ha
enloquecido y amenaza con matarme? La respuesta, entonces y ahora, es obvia:
no.
Fuente: El País