Articular históricamente el pasado no significa conocerlo
“tal como verdaderamente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal
como éste relumbra en un instante de peligro. Walter Benjamin
Un
acontecimiento clave dentro de la mutación de la ideología liberal
europea fue el famoso terremoto ocurrido en Lisboa el primer día de
noviembre de 1755. Este episodio puso a los desastres naturales en el
centro del cosmos intelectual de fines del siglo XVIII. A partir de
entonces, la fragilidad de la vida humana en la Tierra se ha ido
posicionando entre los tópicos privilegiados del pensamiento. Sin
embargo, existió un evento previo al terremoto, que ya había dejado a la
vista ciertas fisuras que hacían de la ley natural un artilugio del
caos y no del orden. El Great Fire of London fue un incidente
de enorme magnitud para la sociedad inglesa temprano-moderna. Este
incendio de 1666 despertó la atención de políticos e intelectuales, a
tal punto que Adam Smith haría referencia a este desastre casi un siglo
más tarde, al manifestar su punto de vista acerca de la relación entre
humanidad y naturaleza. A su vez, a partir de la metáfora sobre el
fuego, David Casassas tituló, organizó y dio comienzo a un libro
fundamental para comprender el legado smithiano en el siglo XXI (1).
Gracias
al análisis del gran fuego llevado adelante por Smith nos es posible
poner en duda toda una línea interpretativa de intenso peso, que ha
colocado a este pensador escocés como piedra fundamental de una serie de
ideas que condujeron al capitalismo industrial y financiero, cuyos
terribles efectos se dejan sentir hoy con mucha fuerza. Por eso, es
central desafiar las nociones recibidas y aceptadas sobre su obra, que
se han asentado durante largos años como el producto de hermenéuticas
interesadas, esparcidas, desde el siglo XIX, a través de manuales
universitarios y otras fuentes (2), de modo que las lecturas actuales de
los economistas prácticamente no incluyen las obras de Smith, sino que
prefieren versiones simplificadas que dejan de lado aristas sustanciales
de su pensamiento.
Cuando aún no se habían curado (o
muerto) los últimos pacientes de la peste bubónica, y mientras se
dejaban sentir los efectos de la segunda guerra con Holanda, tuvo lugar
el Great Fire, la primera semana de septiembre de 1666, el cual
se extendió hasta quemar, entre otras cosas, la célebre catedral de
Saint Paul y los muros de la ciudad. En medio del fuego, Samuel Pepys
–funcionario político y almirante–sugirió que se derribaran los
edificios que se encontraban en la trayectoria del fuego para detenerlo y
salvar las zonas aledañas. Y, en efecto, el triunfo contra el
cataclismo se dio gracias a la confección de cortafuegos, conformados a
través de la demolición de construcciones que se encontraban en sitios
estratégicos. Pero esta decisión tardó en tomarse, ya que para llevarla a
cabo era necesario destruir propiedades privadas, con lo cual no fue
sino hasta la llegada de una prescripción directa del rey que comenzaron
las obras de contención. Si bien las pérdidas materiales fueron enormes
–el incendio fue una de las causas directas del endeudamiento y
posterior gran reacuñación de 1669–, se supone que no hubo más de medio
centenar de muertos, lo cual es muy poco en relación con la ruina a la
que se redujo la ciudad de Londres, que quedó inutilizable en unos
cuatro quintos de su territorio (3). Se estimó una pérdida de diez
millones de libras –en un momento en el que los ingresos totales por año
de la ciudad rondaban las veinte mil libras (4)–, lo cual hizo que
algunos pensaran que era el fin definitivo de aquella urbe.
Sin
embargo, como consecuencia del incendio, Londres fue en parte
modernizada con calzadas más anchas y el uso de materiales menos
inflamables, lo cual representó, finalmente, un importante impulso para
el crecimiento de los mercados. El evento de 1666 facilitó la
racionalización y reducción de las antiguas ferias comerciales. Mientras
que hasta ese momento los mercados públicos de Londres habían sido
esparcidos uniformemente, confinados a algunos puntos específicos de las
calles de la ciudad, un siglo después se hallaban repartidos (y
multiplicados) en una metrópolis más cómoda y expandida, corriendo,
además, con la ventaja de poseer edificaciones propias con diseños
funcionales (5). Conjuntamente, la gran merma poblacional permitió que
más del treinta por ciento de las viviendas fueran eliminadas
definitivamente del trazado urbano, en un proceso que abrió nuevas
arterias mucho más transitables y dejó atrás la ciudad de los nobles (y
del trazado medieval), siendo reemplazada por un espacio casi
exclusivamente comercial.
Para la población de Londres de
mediados del siglo XVII, el fuego representaba un bien fundamental para
las necesidades cotidianas. Pero el incendio mostró su carácter doble:
parte de la “cultura” (sometido a la utilidad humana) y de la
“naturaleza” (anárquico, capaz de destruir). Frente a eso, los seguros
contra incendios se desarrollaron de una manera muy representativa de la
mentalidad liberal temprana, es decir, como compañías “aventureras” que
aseguraron su subsistencia a través de la formación de los cuerpos
privados de bomberos. Las brigadas eran presentadas a los ciudadanos
como grandes salvadoras (sus primeras acciones fueron en espacios no
asegurados, como medio publicitario), mientras ayudaban a formular las
primeras estadísticas sobre causas y modalidades de combate de los
incendios. Sin embargo, tiempo después, las casas aseguradas eran
distinguidas con marcas que indicaban a las cuadrillas a quiénes salvar y
así lograron que los seguros fueron contratados por un tercio de los
moradores londinenses. No obstante, como ya se adelantó, la verdadera
causa del fin del incendio no fue el agua sino los cortafuegos que
realizaron las fuerzas públicas.
II.
La
mirada filosófica sobre los desastres naturales antes de su
sistematización en el siglo XVIII asumía como virtud política el evitar o
remediar ese tipo de catástrofes. La referencia de Adam Smith en este
asunto es del todo importante. Veamos una primera frase, de la célebre Theory Of Moral Sentiments:
“Supongamos
que el enorme imperio de la China, con sus miríadas de habitantes,
súbitamente es devorado por un terremoto, y analicemos cómo sería
afectado por la noticia de esta terrible catástrofe un hombre
humanitario de Europa, sin vínculo alguno con esa parte del mundo. Creo
que ante todo expresaría una honda pena por la tragedia de ese pueblo
infeliz, haría numerosas reflexiones melancólicas sobre la precariedad
de la vida humana y la vanidad de todas las labores del hombre, cuando
puede ser así aniquilado en un instante. Si fuera una persona analítica,
quizá también entraría en muchas disquisiciones acerca de los efectos
que el desastre podría provocar en el comercio europeo y en la actividad
económica del mundo en general. Una vez concluida esta hermosa
filosofía, una vez manifestados honestamente esos filantrópicos
sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo o su
diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como si ningún accidente
hubiese ocurrido.” (6)
Smith comprende que las catástrofes
sólo son percibidas en toda su magnitud por aquellos que son
directamente afectados por ellas, mientras que el resto tiende a
observarlas desde puntos de vista muy sesgados. Sin embargo (o, por eso
mismo) comprende que esta dimensión subjetiva (y natural) debe ser
superada políticamente para lograr mantener viva a la sociedad:
“Habrá
quien sostenga que impedir que un particular reciba en pago los
billetes de un Banco, por una suma grande o pequeña, cuando no tiene
inconveniente en aceptarlos, o prohibir a un banquero que los emita
cuando los demás no tienen inconveniente en recibirlos, es un atentado
contra la libertad natural, que la ley viene obligada a proteger y no a
violar. Estas reglamentaciones pueden considerarse indiscutiblemente
como contrarias a la libertad natural. Pero el ejercicio de esta
libertad por un contado número de personas, que puede amenazar la
seguridad de la sociedad entera, puede y debe restringirse por la ley de
cualquier Gobierno, desde el más libre hasta el más despótico. La
obligación de construir muros para impedir la propagación de los
incendios es una violación de la libertad natural, exactamente de la
misma naturaleza que las regulaciones en el comercio bancario de que
acabamos de hacer mención.” (7)
Smith
dice clara y explícitamente que la concentración de libertad (incluso
de “libertad natural”) en manos de unos pocos –normalmente, los más
ricos– amenaza a la sociedad en su conjunto, sin excepción de aquellos
que tienen la posibilidad de usar al máximo (o abusar) de las
libertades. Por ello critica los monopolios, los beneficios extremos o
cualquier forma excesivamente desigual. Si se busca una sociedad libre,
dice Smith, hace falta que haya un Estado alerta, que pueda crear
cortafuegos allí donde los incendios amenacen con la vida de la
sociedad. En pocas palabras, que no hay economía que no sea política y
que no hay mano invisible que funcione sin regulación visible, pública y
humana. Así, Smith ha sido muy explícito en sus apreciaciones acerca de
la importancia de evitar la excesiva desmembración social y en el
inmenso valor de las soluciones colectivas, aún cuando deban ser
contrarias a la naturaleza.
III.
En
los últimos años, hubo algunos intentos de revisitar a Smith evadiendo
los vicios de las lecturas más canónicas y con un afán de recuperar y
contextualizar su obra con el fin de, entre otras cosas, distanciarlo de
los valores del neoliberalismo. Dentro de esos intentos, tal vez el más
logrado ha sido el de David Casassas (8), quien interpreta a Smith como
eslabón de una línea de pensamiento político republicano, de la que
forman parte desde Aristóteles y Cicerón hasta Maquiavelo y algunos
federalistas norteamericanos. Si bien esta línea ha sido minoritaria,
vale aclarar que en la famosísima biografía de Rae, ya hay comentarios
que concuerdan con ese punto de vista (9). Y aunque en este caso es más
importante pensar en una mirada que pueda dar cuenta del rol de la
política frente a las catástrofes naturales que evaluar la justicia que
se haya hecho al legado smitheano, la deformación que este pensamiento
ha sufrido (como mínimo desde la muerte de David Ricardo, a mediados del
siglo XIX) ha sido una de las causas de que el sentido común actual
acepte como naturales determinadas formas o relaciones sociales que
responden a fuertes arbitrios políticos.
Una de las
hipótesis principales del texto de Casassas es que Smith no comprende a
la sociedad civil como un espacio neutro, regulado por contratos entre
particulares (que actúan en libertad e igualdad de condiciones), sino
como la suma de actores concretos, determinados, que tienen diferentes
posibilidades. Así, el sujeto homogéneo que luego establecería la
revolución francesa no respondería, en la mirada de este filósofo moral,
más que a una abstracción peligrosa para el funcionamiento de las
naciones. Smith no es el abanderado del libre mercado que han bosquejado
algunas interpretaciones, aunque no haya en su pensamiento ninguna
crítica a la propiedad privada (mas sí a su concentración). Sea como
sea, Smith parece haber sido consciente de que a los incendios los
apagan más los cortafuegos que cualquier brigada contratada para ese fin
(y, pese a eso, las compañías de seguros lograron instalar, como ya se
vio, la idea de que el combate del cataclismo es una responsabilidad
individual). Para Smith el único modo de oponerse con éxito a la
naturaleza era a partir del esfuerzo mancomunado. Y sin embargo, la idea
que ha triunfado y subsistido es aquella que sostiene que la mejor
solución para los problemas colectivos es la fragmentaria y personal
(10).
A diferencia de lo que, con descuidada naturalidad
los manuales de economía hoy plantean, Smith no logró anticipar cuáles
serían los caminos que el libre comercio habría de transitar en los
doscientos cuarenta años posteriores a la publicación de su The Wealth of Nations. Este ilustrado escocés se encontraba librando ciertas batallas ideológicas contra el ànciene regime,
contra el mercantilismo, contra algunas escuelas filosóficas, contra la
dogmatización católica, contra la concentración de poder político y
económico y contra la iniquidad social extrema que puede surgir cuando
falta intervención estatal.
Si bien aparecen manos invisibles y naturalezas con capacidades arquitectónico-ingenieriles, Smith apeló siempre al derecho natural como
arma para acabar con tiranías, opresiones y privilegios muy concretos
en su tiempo de vida, en el que había una clara identificación entre los
políticos y los poderosos. Entonces, era más imperioso que los Estados
se enfrentaran a la Iglesia y a otras estructuras verticalistas, que a
las leyes del mercado que eran percibidas como antídotos contra los
abusos.
Tal vez, finalmente, en un mundo en el que la
concentración y la iniquidad han alcanzado niveles tan preocupantes, la
especulación ha sometido a la producción y hay más brigadas de bomberos
privados que cortafuegos, la lectura de Smith pueda ser de alguna
utilidad. El incendio ya está a la vista; el Amazonas se está quemando y
lo hace por la negligencia de un gobierno y la voluntad de un puñado de
especuladores. ¿Será este el evento que de lugar a una (nueva)
filosofía política que recupere el valor de la vida en común?
Notas:
(1) CASASSAS, D. La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith. Prólogo de Antoni Domènech. Barcelona, Montesinos, 2010.
(2) Cfr.
PIQUÉ, P. “El legado teórico de Adam Smith en los manuales
universitarios de historia del pensamiento económico”. En BORISONIK, H. et. al. Detrás del espectador imparcial. Ensayos en torno de Adam Smith. Buenos Aires: CLACSO-IIGG, 2019.
(3) Cfr. DOLAN, F.E. “Ashes and the Archive: The London Fire of 1666”. Partisanship and Proof, Journal of Medieval and Early Modern Studies. Vol. 31, Nº 2 (2001), pp. 379-408.
(4) Ibídem.
(5) Cfr. SPATE, O.H.K. “The growth of London, 1660-1800”. En DARBY, H.C. (Ed.). An historical geography of England before 1800. Cambridge: Cambridge University Press, 1936.
(6) SMITH, A. La teoría de los sentimientos morales. Trad. Carlos Rodríguez Braun. Madrid: Alianza Editorial, 1997, pp. 259-260.
(7) Ibíd., p. 293.
(8) CASASSAS, David. La ciudad en llamas. Op. cit.
(9) RAE, John. Life of Adam Smith. Londres: MacMillan & Co., 1895, p. 124.
(10) Sobre esta cuestión, ver OTTONELLO, R. “Los insensibles y lo Invisible en La riqueza de las naciones”. En BORISONIK, H. et. al. Detrás del espectador imparcial. Ensayos en torno de Adam Smith. Buenos Aires: CLACSO-IIGG, 2019.