El crimen de los aparatos.
Grandes
estafas que afectan a miles de consumidores se saldan con una multa
Soy poseedor, como todos ustedes,
de una variada gama de electrodomésticos de las marcas más reconocidas, y mi
satisfacción global con ellos es grande; tanto, que la mayoría ha crecido a mi
lado, alcanzando una edad apenas un poco menos longeva que la mía. De hecho, el
microondas, al que me siento enormemente apegado, y el ordenador de consola,
constituyen, cada uno a su modo, vestigios de una era electrónica pre-moderna.
¿Se le puede tener cariño a un lavaplatos, a un fax, a una maquinilla de
afeitar, a un tocadiscos? Se le puede. Yo soy la prueba.
Imaginarán, por tanto, el
estupor, la congoja, la ira y el desencanto que se apoderaron de mí al saber
que las empresas Philips, LG, Panasonic, Toshiba y Samsung habían sido
declaradas culpables de un grave delito de fraude comercial junto a otra,
Technicolor, de la que no creo tener ningún producto en mi parque doméstico de
aparatos. La operación fraudulenta, como lo contaba una noticia fechada en
Bruselas hace pocas semanas, consistía en “
amañar el negocio de los tubos catódicos”, componente técnico que, sin estar seguro de lo que es en puridad,
debo de tener empotrado, de nuevo como todos ustedes, en la entraña del
televisor. Los altos ejecutivos de esas firmas, conchabados en la conspiración,
se reunían periódicamente en hoteles de lujo asiático y allí pactaban los
precios del tubo en cuestión, su reducida producción, para encarecerlo de modo
abusivo, y el reparto de cuotas y mercados, que ha durado por lo visto diez
años. Delatadas dichas prácticas por un ‘arrepentido’, la Comisión Europea les
ha impuesto conjuntamente
la mayor multa de la historia comunitaria, 1.470
millones de euros. Mucho dinero, diría yo, para la mayoría de nosotros. ¿Y para
ellos?
Pasado el momento de la
consternación inicial, de la melancolía doméstica, de la cólera retrospectiva,
algo mucho peor que el ‘caso criminal de los tubos catódicos’ cobra relieve,
sobre todo si lo relacionamos con otros delitos de envergadura conocidos por
las mismas fechas. A saber: la Unión de Bancos de Suiza (UBS), pagará 1.250
millones de euros por
manipular los tipos de interés del mercado interbancario,
algo en lo que sigue al
Barclays británico, entidad que tuvo que abonar en
junio de 2012 el equivalente a 360 millones y por las mismas causas, mientras que
nuestra Comisión Nacional de la Competencia (CNC) ha castigado con una
multa de119 millones a tres de las grandes operadoras telefónicas, Movistar (que habrá
de pagar 44,49 millones), Vodafone (43,52 millones) y Orange (29,95 millones),
por cargar precios excesivos al servicio mayorista que prestan, a los
operadores móviles que no disponen de red propia, en el envío y recepción de
mensajes de texto (SMS). Muchas siglas, mucho dinero, mucha multa. Muchísimo
sinvergüenza.
Se trata, sin embargo, de
prácticas corrientes, casi podríamos decir que acreditadas y previstas en el
funcionamiento del mundo mercantil. Un mundo en el que los consumidores, los
usuarios de una pantalla de plasma o un frigorífico, los clientes de un banco,
los ilusos que nos comunicamos tecleando en el móvil lo que los franceses, en
simpática ‘espagnolade’, llaman “textòs”, estamos como víctimas propiciatorias
en el centro de una red tensada, por un lado, por los empresarios entregados al
logro de la estafa, sabedores de que en el extremo opuesto de la red está la
autoridad, en estos casos disfrazada del
Tío Paco de la rebaja, o de magnánima
diosa de la multa. Y se extiende así entre nosotros la conciencia de que el
delito forma parte del curso de las cosas, instaurándose el principio tácito de
que engañar, abusar, estafar, amañar, y robar con guante blanco son modalidades
inherentes al tejido de nuestra trama vital. Todo el mundo lo hace, o lo haría,
es el corolario de ese principio, imperfecto sólo por una razón: a alguno de
los delincuentes se le pilla. De hecho, el fundamento de tal sistema es el
juego de azar, sujeto a las caprichosas vueltas de la bola de la culpa en la
ruleta de la justicia. ¿Y si toca?
Si toca, llega la
super-estructura del organigrama: la multa. La multa como panacea, como
redención, como respiradero del fétido submundo del robo sistemático, es decir,
sistémico. Y con ello, la gran sospecha en aumento: ¿Depende la continuidad del
tinglado del equilibrio entre esas dos deidades protectoras que Santayana, con
ácida ironía, veía como los amigos sobrios que sostienen la borrachera del
error humano, manteniéndolo en límites aceptables? Para el filósofo inglés
nacido en Madrid esas dos deidades eran el Castigo y el Acuerdo.
La multa y el pacto, en términos
políticos actuales. Y de ese modo, la financiación ilegal de un partido, con su
cuantiosa propina embolsada por el intermediario, el comisionismo de los
alcaldes y los concejales, el uso de dinero público para gastos privados, el
desvío de lo sustraído a cuentas en Suiza o paraísos de latitudes más cálidas,
son patas del sistema, patas de lobo con pezuña negra blanqueada, que en
público conviene denostar y sin las que, pueden decir los cínicos, el ‘status
quo’ no se mantendría estable.
Encima de las patas está el
cuerpo social, más y más separado en función de su debilidad y su musculatura.
El prevaricador, el defraudador, el estafador, si es detectado por la ley, saca
pecho y paga. Rara vez paga su culpa; paga la calderilla de una pena pecuniaria
para la que lleva años acumulando reservas.
Ningún
banquero corrupto o inepto en la cárcel, pese al
daño sin reparación causado a millones de ciudadanos;
ningún político indigno y vil, de cualquier sigla, en la cárcel, pues si acaso
llegara a entrar, no tardará el indulto de sus conmilitones o de sus colegas de
otra ideología, convertidos por ‘compañerismo’ en cómplices de la inmoralidad;
ninguna empresa multinacional suspendida en sus actividades por el lucro
indebido. Y, por el contrario, el
pequeño delincuente, el insolvente, el que le
adeuda al banco una suma que no tiene, por no tener trabajo, o el que le debe
al gobierno de su ciudad un tributo que el gobernante no deja de acrecentar,
ah, ése habrá de responder con todo lo que tenga, y con lo que no tenga,
y será desposeído, humillado y encausado con una celeridad pasmosa que los poderosos
de la balanza dilatan años y años con las mañas de sus caros asesores legales.
Decía La Rochefoucauld que “Somos
muchos más duros con los que nos traicionan en pequeñas cosas que con los que
cometen grandes traiciones a los demás”. Vivimos un momento de grandes
traidores, no todos criminales, aunque los traidores a su cometido representativo,
a su función rectora, son igual de dañinos. Cada día resulta más difícil
confiar en los ‘aparatos’; los de la política según está establecida, los de la
empresa, ávida, por encima de todo, de ganancia en la cúpula, los de los
organismos supranacionales, tan a menudo aquejados de parálisis. Mientras, en
Grecia, que fue la cuna de la civilidad, asaltan estos días las sedes de los
partidos, las oficinas de los periódicos y a ciertos gobernantes significados
con bombas incendiarias y cócteles Molotov hechos en la cocina. No es una buena
noticia. En realidad, ni siquiera es noticia. Se esperaba. ¿Desesperaremos?
Vicente Molina Foix es escritor.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2013/01/18/opinion/1358522366_991129.html