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lunes, 29 de abril de 2013

Comentario de Ignacio Gomá Lanzón al libro "Todo lo que era sólido", de Antonio Muñoz Molina


"No eran expertos en economía sino en brujería. Les hemos creído no porque comprendiéramos lo que nos decían sino porque no lo comprendíamos, y porque la oscuridad de sus augurios y la seriedad sacerdotal con que los enunciaban nos sumían en una especie de aterrada reverencia. De toda aquella casta de adivinos y augures investidos de infalibilidad científica por nuestra ignorancia, el sumo sacerdote era Alan Greenspan, que se jubiló en enero de 2006 como presidente de la Reserva Federal rodeado por una aclamación unánime.
(...)
Alan Greenspan era el sumo sacerdote de aquella ortodoxia: con sus ojos pequeños y vivos tras los cristales de aumento de unas gafas de montura anticuada, con su leyenda de sabiduría mantenida durante casi veinte años y a lo largo de cuatro presidencias distintas; con sus trajes oscuros y su expresión seria, la mirada inteligente perdida en el vacío, oteando un porvenir tan próspero como el presente. Las palabras que usamos dicen más que nosotros. Le llamaban el gurú, the wizard, el brujo. Unos años antes el periodista Bob Woodward había escrito un libro adulatorio sobre él y lo había titulado Maestro: como si fuera un gran director de orquesta, un Karajan o un Furtwängler de la economía, alguien muy por encima de las falibles inteligencias comunes. Movía litúrgicamente su manos pecosas de hombre viejo, como un maestro cargado de sabiduría que no necesita la batuta y que parece extraer la música del aire, no del esfuerzo disciplinado de los miembros de la orquesta que se afanan a sus pies: Alan Greenspan, que había tocado el clarinete cuando era joven junto a Stan Getz, que propugnaba la privatización de la seguridad social americana, que había pertenecido al núcleo íntimo de adoradores de la fanática profetisa del capitalismo más crudo Ayn Rand, que se había negado a marcar ningún límite a las acrobacias financieras de Wall Street; en enero de 2006 se jubiló cubierto de gloria en la Reserva Federal e inmediatamente pasó a ejercer opulentas asesorías en empresas privadas.
Tan sólo unos meses más tarde la burbuja económica americana empezaba a desmoronarse. En septiembre de 2008, en los días apocalípticos en los que parecía a punto de repetirse el derrumbe de 1929, Alan Greenspan declaraba delante de una comisión del Senado. La expresión, el traje, los ademanes, las gafas, la corbata negra, las palabras murmuradas, el movimiento de las manos, todo se mantenía idéntico. Pero ahora el brujo, el Maestro, el gurú, era un viejo que confesaba no entender nada de lo que estaba sucediendo. Dijo literalmente encontrarse «in a state of shocked disbelief»: en un estado de atónita incredulidad. Exactamente igual que cualquiera de nosotros.
(...)
Creemos que ocupan posiciones tan levantadas de poder porque son muy inteligentes. En realidad nos parecen muy inteligentes tan sólo porque tienen un poder inmenso. Les atribuimos la agudeza y el rigor del conocimiento científico pero nos hipnotizan porque se mueven con lenta solemnidad y ponen sobrios gestos que sugieren un pensamiento inescrutable, como los sacerdotes romanos que adivinaban el porvenir examinando las vísceras de animales sacrificados o el vuelo de los pájaros".

(Antonio Muñoz Molina, "Todo lo que era sólido")



El conocido novelista Antonio Muñoz Molina ha publicado recientemente lo que en la contraportada del libro se califica, acertadamente, de “ensayo directo y apasionado, una reflexión narrativa y testimonial”. No es un libro directamente jurídico o político, pero no cabe duda de que lo que dice y lo que siente el autor no deja de tener fuertes conexiones con el leit motiv de este blog, como verán; también por ello me abstendré de presentar al autor y su obra en general -de sobra conocidos-para centrarme en el contenido de ésta.

El libro, sin demasiado orden ni concierto pero con considerable fuerza narrativa, expresividad y dominio del lenguaje (con la pasión del científico, la precisión del poeta y el swing de Duke Ellington que él mismo predica) esboza un panorama de las últimas décadas partiendo primordialmente de experiencias personales –y también de la lectura de periódicos de la época- del que se decantan enseñanzas claramente generalizables y una conclusión: todo lo que era sólido se desvanece hoy en el aire.

Por esa cierta dispersión que mencionaba, no es fácil comentar el libro sin pasarlo por el tamiz de los criterios subjetivos del comentarista, pero espero que ello sirva para estimular a la lectura en la seguridad de que hay más de lo que yo cuento. Hecho este descargo, comienzo por destacar el relato de sus primeros pasos laborales como administrativo del Ayuntamiento de Granada, donde experimenta, en plena adscripción comunista,  los últimos años del franquismo y la llegada de la democracia, y puede contemplar en primera fila la llegada a mitad de los ochenta de un nuevo fenómeno, el “pelotazo”, que convirtió a España “en el país donde uno puede hacerse rico más rápidamente” (Solchaga dixit)

Pero lo grave no fue sólo el pelotazo individual, sino el desahogo institucional: el dinero empezó también manar desde Europa hacia las administraciones públicas, entre ellas la local,  y  pronto los políticos empiezan a considerar molestas las “trabas burocráticas”, la subordinación de sus decisiones y ocurrencias a procedimientos que venían del pasado. Tales “trabas” no eran sino las exigidas, para mantener la legalidad de las decisiones políticas, por funcionarios nacionales como el secretario de ayuntamiento, el interventor  y el depositario, que hasta entonces no eran nombrados ni destituidos por el alcalde: el secretario general –nos recuerda-  certificaba la legalidad de los acuerdos municipales. El interventor tenía que aprobar cada propuesta de gasto, asegurándose previamente de que no se salía de los presupuestos. El depositario controlaba el dinero ingresado en la caja del ayuntamiento y autorizaba los pagos. Fíjense que cosa más sencillita y qué actualidad tiene.

Así que se cambiaron las cosas: había que construir una nueva legalidad democrática, creada por los representantes del pueblo, en la que pudieran asegurarse de promulgar leyes que les permitieran  actuar al margen de ellas. “La ruina en que nos ahogamos hoy –dice- empezó entonces: cuando la potestad de disponer del dinero público pudo ejercerse sin los mecanismos previos de control de las leyes; y cuando las leyes se hicieron tan elásticas como para no entorpecer el abuso, la fantasía insensata, la codicia, el delirio –o simplemente para no ser cumplidas” (pág. 48).

A estos nuevos dirigentes “el trabajo fértil nunca les importó porque su frutos tardan en llegar, y porque cuando llegan ni suelen ser espectaculares y no les ofrecen a ellos la posibilidad de exhibirse como benefactores o salvadores…Lo importante era comunicar bien. Que un verbo transitivo que se convirtiera en intransitivo es un indicio gramatical de la trapacería que ocultaba” (pág. 54).

El autor se va deslizando a continuación, a impulsos de sus recuerdos, por muy diversos temas. Hace notar que una mezcla del viejo caciquismo español y del reverdecido populismo sudamericano, espoleado por los flujos de dinero europeo, se dedicó en una especie de paroxismo lúdico a exaltar todo tipo de saraos y conmemoraciones, la fiesta como modo de vida e incluso como identidad, la apariencia y no la sustancia, el simulacro y no el trabajo diario….un mundo en lo que lo peor que se podía ser es un “aguafiestas”.

Tampoco rehuye Muñoz Molina la crítica al nacionalismo ni a la izquierda, de donde él procede, que se hizo compatible, contra sus orígenes internacionalistas, con aquél; y no sólo compatible, es que ser de izquierdas y nacionalista se hizo obligatorio. Describe gráficamente cómo en aquellos años la cultura dejo de ser algo que se obtenía con gran esfuerzo personal para convertirse en un destino, una vuelta a la comunidad de origen y no una emancipación; cómo el narcisismo y el victimismo han impregnado a las clases políticas y a sus aduladores y sirvientes intelectuales.  El autor no se declara contrario al nacionalismo, como no lo es a la religión o al creacionismo: “tan sólo prefiero que las leyes me protejan para que los partidarios de cada una de ellas no tengan la potestad de imponérmelas” (pág. 78). Destaca Muñoz Molina una contraposición que juzgo interesante: el pueblo es un bloque sólido que manifiesta su voluntad con una sola voz, si bien escuchada a través de intérpretes especialmente sensibles a ella, como líderes, padres de la patria, poetas nacionales, que se convierten en refugio de valores ancestrales, ennoblecidos por la historia e inocentes; frente a esa idea, el concepto de ciudadanía ofrece “poco menos que intemperie” y cada una de sus ventajas está sometida al contratiempo de la responsabilidad y la incertidumbre; es la vulgaridad de la vida adulta, en la que no existe el consuelo de añorar un paraíso originario: la pertenencia a la colectividad civil no es genética ni antropológica, sino jurídica, y salvo en ocasiones excepcionales no adquiere temperatura emocional. Queda claro lo que el autor prefiere: la identidad del ciudadano no está en la sangre, sino en algunos documentos legales, como la declaración de impuestos, empadronamientos…una suma de actos cotidianos que sostienen el entramado de la vida en común y que demandan a cada uno el ejercicio de una responsabilidad irrenunciable e intransferible; gestos prácticos, no declaraciones de principios.

Más adelante, Muñoz se dedica a esbozar un crudo panorama de la clase política de la época y de la actual, aprovechando su estancia en Nueva York como director del Instituto Cervantes en la época de Zapatero. Son muy expresivas las descripciones de las visitas a esa ciudad de dirigentes autonómicos y otros políticos. Pero me quedo con su reflexiones sobre la rigidez corporativa de los partidos, convertidos en maquinaria de colocación y reparto de favores; sobre  lo difícil que es la crítica en España, la subordinación del mérito objetivo a la explícita adhesión política o la farsa de las disputas entre partidos que, en realidad, esconden la similitud de intereses corporativos, la magnitud de la incompetencia, la devastadora codicia, trayendo a colación varias veces la tremenda frase de Orwell de que el lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen a verdades y que sea respetable el crimen.

A partir de la mitad del libro, el autor nos muestra lo que, a consecuencia de lo que ha descrito, estamos perdiendo hoy cuando creíamos que nunca lo perderíamos por ser muy sólido. En la página 102 hay un pasaje, que me parece memorable, en el que hace notar que en 30 años no se ha hecho ninguna pedagogía democrática: la democracia tiene que ser enseñada, porque no es natural, como no lo es la igualdad, sino el dominio de los fuertes; lo natural es el clan familiar y la tribu, el recelo a los forasteros, el apego a lo conocido; lo natural es exigir límites a los demás y no aceptarlo en uno mismo; lo natural es la ignorancia, no hay aprendizaje que no exija esfuerzo; lo natural es la barbarie y no la civilización.

El edificio de la civilización está siempre en peligro de derrumbarse y hace falta una continua vigilancia para sostenerlo. Y hay un núcleo en el que no se transige, en el que cada debilidad es una rendición, en el que si se abandona la legalidad igualadora los débiles quedan a merced de los fuertes. No son muchos los derechos irrenunciables de verdad, los demasiado valiosos como para dejarlos a merced de la codicia de los intereses privados o de las banderías políticas: la educación, la salud, la seguridad jurídica que ampara el ejercicio de las libertades y de la iniciativa personal.

Y lo malo es que, dice, lo que se tiró antes en lo superfluo ahora nos falta en lo imprescindible y no hay proporción entre la gravedad de las responsabilidades y el reparto de las cargas, entre la impunidad de unos y el sufrimiento de los que han de pagar las consecuencias. Nada importó demasiado mientras había dinero, nada importó de verdad. Y ahora descubrimos que somos pobres.

Ahora bien, el fatalismo de que nada podrá arreglarse es tan infundado como el optimismo de que las cosas buenas, porque parecen sólidas, vayan necesariamente a durar. No hay progresos ni declives lineales.  Por eso, concluye, “hace falta una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano de los derechos civiles utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política” (pág. 245).

En eso estamos en este blog: los editores, los colaboradores y, estoy seguro, los lectores.

Fuente: http://hayderecho.com/ 

Artículo recomendado: “El ocaso de la ciudadanía”



 

domingo, 17 de febrero de 2013

"Vidas Hipotecadas. De la burbuja inmobiliaria al derecho a la vivienda", libro de Ada Colau y Adrià Alemany en descarga gratuita

http://www.afectadosporlahipoteca.com/wp-content/uploads/2012/12/vidas-hipotecadas1.pdf


Escrito por dos de los fundadores de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, Ada Colau y Adrià Alemany, "Vidas hipotecadas" explica las causas, señala a los responsables de esta situación, analiza el papel que han tenido las administraciones públicas, pone de manifiesto la lucha que desde la PAH se está llevando a cabo, con testimonios en primera persona, y ofrece consejos y recursos útiles para defender el derecho a la vivienda y evitar los abusos de poder de las entidades bancarias.

Asimismo el libro también recoge las últimas informaciones sobre la intervención de Bankia y la posibilidad del abandono del euro.

En Vidas hipotecadas se recoge el drama de los desahucios en cifras y la lucha de la PAH.

Desde que empezó la crisis, en 2007, más de 350.000 ejecuciones hipotecarias en todo el Estado han dejado cientos de miles de familias en la calle y con una deuda de por vida. Pero detrás de las cifras hay personas, vivencias, proyectos que se truncan, sueños que se convierten en el peor de las pesadillas.

El libro también recoge voces y testimonios que ponen rostro a los números y estadísticas.

Instaladas en el dogma de que el precio de la vivienda nunca baja, las entidades financieras diseñaron un perverso sistema de incentivos que premiaba a los agentes comerciales que conseguían colocar en el mercado un mayor número de hipotecas. Entre los años 1998 y 2007, el número de hipotecas formalizadas anualmente fue del orden de 822.000. Más de 8 millones en total.

A través de la lucha de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), se han conseguido cientos de daciones en pago y condonaciones de deuda una vez realizada la subasta y se han paralizado cerca de 200 desahucios. Asimismo, se ha conseguido que familias amenazadas de desahucio continuen en el piso en régimen de alquiler, y en los casos en que no se ha podido evitar el desahucio se ha presionado a la Administración para realojar a las familias en viviendas públicas.

Este libro es puesto a disposición de todo interesado por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, pudiéndose descargar libre y gratuitamente en formato PDF.

Descargar "Vidas hipotecadas" aquí.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Crisis y Cajas de Ahorro. “Las dos próximas recesiones”, nuevo libro de Juan Ignacio Crespo



La velocidad en que se ha desmantelado las Instituciones de las Cajas de Ahorro, con un gran peso social y territorial, además de arraigo y función benéfico social, supone una gran e irreparable pérdida económica social, además de confirmar el deterioro irreversible de estas instituciones y, el interés nunca disimulado de la banca dominante.

La idea de promover Cajas de Ahorros en España comienzan en el trienio liberal (1820-1823), y especialmente con la vuelta de los ilustrados exiliados después de la muerte de Fernando VII en 1833. Aparecen en el marco de una sociedad muy castigada por la Guerra de la Independencia, con el fin de luchar contra la usura que sufrían los pequeños agricultores en los momentos de malas cosechas. En ocasiones fueron creadas por miembros de organizaciones católicas. En otras, son las sociedades de Amigos del País las que asumen la promoción de las cajas de ahorros; en Madrid se funda una Caja de Ahorros (Caja Madrid) en 1838, poco después de que en 1834 un concurso de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País premiara una memoria sobre el establecimiento y fundación de una Caja de Ahorros. Fuente Wikipedia.

En conclusión, las cajas de ahorros españolas nacen con cierto retraso respecto a otros países, y casi siempre ligadas a los Montes de Piedad anteriores o creadas al mismo tiempo. Sus principales objetivos eran conducir el ahorro popular hacia la inversión y realizar una labor social en sus respectivos ámbitos territoriales.

Desgraciadamente, en el transcurso del tiempo no se actualizaron sus estatutos y el supervisor Banco de España, hizo dejación de su responsabilidad de bien vigilar y custodiar semejante obra y bien social, pues los primeros interesados en que desaparecieran las Cajas de Ahorro eran las entidades financieras dominantes privadas y la dictadura económica. Así, la llegada de la seudo democracia, con la clase política y dirigente al frente, irrumpieron a tropel en estas instituciones benéfico sociales, esquilmando los bienes, ahorros y obra social reunidos durante varias generaciones, imponiendo decisiones políticas e intereses ilegítimos e ilegales, que algún día se aclararán en los tribunales si se ejercen e instan las acciones que sean necesarias. Ya no hay dividendo social. Ya no queda nada. Si sobreviviera algún rescoldo denominado “obra social de la Caja tal o cual”, sería algo puramente simbólico.

El resultado: Una irreparable e incalculable pérdida social.

Leído el artículo ¿Quién pierde al hundirse las cajas? en la sección de Economía de El País, referente al libro “Las dos próximas recesiones” de Juan Ignacio Crespo, la desintegración de entidades de ahorro es una pérdida para todos, señala y apunta que quedan dos recesiones por llegar en esta década.

Entre los muchos problemas que la crisis financiera generó entre 2007 y 2012, hay uno que ha pasado casi desapercibido: la pérdida de riqueza colectiva que ha supuesto la quiebra de algunas cajas de ahorros y la situación de debilidad en que han quedado otras, lo que ha forzado la entrada en su capital de inversores públicos o privados en verdaderas operaciones de rescate.

Esa pérdida de riqueza colectiva le ha pasado desapercibida a la mayoría de la población porque, aunque las cajas de ahorros eran una institución familiar y presente en la vida de casi todo el mundo, sobre todo de las clases más populares hasta hace bien poco, nadie entendía muy bien de qué se trataba cuando se hablaba de estas entidades, y había versiones para todos los gustos, compatibles y solapadas, sin que a nadie le extrañara: las cajas eran lo mismo un lugar para colocarse mediante unas oposiciones que un sitio al que ir a pedir un préstamo hipotecario; un chollo para quienes, sobre todo en las capitales de provincia, habían conseguido entrar en ellas como empleado, con un peso exorbitante en la vida económica y financiera de la ciudad; una institución que financiaba, a través de la obra social, las más diversas actividades ….

Y ¿dónde queda la riqueza colectiva? En ningún lado. Ya no habrá propiedad colectiva. Con suerte, los recursos que generen las cajas en el futuro tendrán que aplicarse a devolver los préstamos. Ya no a la obra social. Eso se ve muy bien con el ejemplo de la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM). Al haberse producido una quiebra total, la propiedad colectiva se perdió por completo. Ya no hay de donde extraer recursos para dotar a la obra social de la CAM. Ya no hay dividendo social. Ya no hay nada. Si sobreviviera algún rescoldo denominado “obra social de la CAM”, sería algo puramente simbólico; porque el Banco de Sabadell, que se ha quedado con ella, si decidiera por razones de marketing conservar en la zona de Levante alguna actividad benéfica o cultural, lo haría con el nombre de algo que ya no sería propiamente lo que su nombre indicaría. Otro tanto podría decirse de la Caja Castilla-La Mancha o de CajaSur.


martes, 10 de mayo de 2011

Libros de Derecho de Consumo: “La protección jurídica del consumidor sobreendeudado e insolvente”, de María Isabel Álvarez Vega


En España no existe legislación específica que regule el fenómeno del sobreendeudamiento, concepto éste último que, como apunta la autora, resulta falto de definición legal. Por el contrario, existe una amalgama de disposiciones que se enfrentan -en ocasiones, de un modo incoherente- con este problema al que, cada vez con más frecuencia en un contexto de recesión económica mundial, afecta a consumidores de todo el mundo y, por supuesto, también alcanza a los hogares españoles.

Se exponen en esta obra interesantes cuestiones, desde el punto de vista del trabajo legislativo que debe abordar España para intentar regular eficazmente mecanismos de defensa del consumidor sobreendeudado, comprendiendo tanto las normas materiales a realizar -partiendo de la realidad de la existencia de un defectuoso modelo vigente que fía la solución del sobreendeudamiento de los consumidores, personas físicas, a una Ley Concursal más bien pensada para ser aplicada a otros destinatarios, como son las personas jurídicas con actividad empresarial- hasta la elaboración de normas procedimentales que serían necesarias adoptar y que conllevarían tanto procedimientos propiamente judiciales, como procedimientos de distinta naturaleza  que afectarían a la actividad de las Juntas Arbitrales de Consumo y, por tanto, a las Administraciones Públicas sirven de sostento al sistema arbitral.

En todo caso, está claro que las Administraciones de Consumo se ven inmersas de “hoz y coz” en la protección jurídica del consumidor sobreendeudado e insolvente, tarea cuyo abordaje debería ser ponderado debiendo considerarse si la dotación de recursos materiales y humanos de las que disponen estas Administraciones son los más adecuados para realizarla. 

Se habla mucho de la “Huida del Derecho Administrativo”, pero poco de la “Huida del Derecho Económico” que se efectúa en muchos casos a través de disposiciones normativas encomendando actuaciones de control sobre actividades evidentemente financieras a los servicios de consumo, cuando deberían ser órganos supervisores especializados los que deberían controlar aquéllas.

Ejemplo de ello es la regulación sobre “contratación de bienes con oferta de restitución de precio”, regulación cuya denominación ya denota la operación financiera que subyace en la actividad regulada o la reciente regulación de las entidades de reunificación de deuda (Ley 2/2009, de 31 de marzo).

Ello nos permite hacer varias reflexiones partiendo ya de experiencias relatadas a lo largo de la obra, tales como el célebre caso “Opening”, donde a miles de alumnos de toda España a los que las academias cerraron sus puertas se les exigió seguir pagando sus créditos bancarios a pesar de no recibir los servicios financiados y cuyos contratos fueron firmados en las propias academias, o los aún candentes casos “Forum” y “Afinsa” que llevaron al traste en muchos casos la totalidad o mayor parte de los ahorros familiares de muchos miles de consumidores.

En estos casos, al igual que en la problemática de sobreendeudamiento, hay conjunto de reglas, normas jurídicas, que visto lo que ha pasado, es evidente que fueron deficientes a la hora de prevenir y atajar conductas lesivas a los intereses de los consumidores.

No obstante, estos problemas distan de tener sólo una óptica jurídica.

Es necesario alzar la vista y contemplar también el contexto social y económico en el que acontecen y constatar la esquizofrenia que supone apostar por una economía de libre mercado, en el que el consumo es la gasolina que, necesitada de quemarse con mayor intensidad, alimenta el motor del sistema, en el que la facilidad crediticia resulta necesaria para alimentar ese consumo. Este es el sistema basado en el consumismo y en el que la publicidad nos demuestra que todo producto, bien o servicio por complejo o costoso que éste sea puede estar al alcance de cualquiera. Por ello resulta chocante esa incentivación hacia el consumo, esa falta de control y que, a la vez, se exija a las Administraciones acciones para evitar que se produzcan situaciones de insolvencia y que, cuando éstas se produzcan, se rompa el principio que alimenta el sistema: la confianza.

La confianza de un sistema de libre mercado basado en una economía liberal de libertad de intercambio de bienes y servicios fundamentado en el dogma de la autonomía de voluntad -que con mayores o menores matices parte de una teórica e inexistente igualdad entre las partes suministradoras o vendedoras y receptoras o compradoras de servicios y bienes- para contratar espera del deudor que cumpla cabalmente sus obligaciones o que se atenga a soportar la ejecución de sus bienes comprometidos por la deudas. 

Sistema jurídico-económico que va a exigir dos resultados aparentemente contradictorios: que “se pague lo que se debe” (principio de responsabilidad basado en el cumplimiento de un compromiso contractual voluntariamente asumido) y que, a la vez, el consumidor no quede apartado del sistema, ya que es al propio sistema al que le interesa que siga consumiendo. No hay que olvidar que el consumo es el motor de la economía.

Y aquí, en esta situación de sobreendeudamiento, además del sobreendeudado existen frecuentemente dos elementos que casi siempre aparecen en el escenario: un elemento subjetivo,  las entidades financieras (con o sin el ropaje formal del mero adjetivo “financieras”) que van a exigir el pago de las deudas y, de otra parte, un objeto, un elemento material u objetiivo que constituye -o debería constituir- el bien más codiciado, por valioso, a los efectos de solventar total o parcialmente dichas deudas: la vivienda del deudor.

Sobre las complejas interrelaciones de estos actores, en relación con el sobreendeudado, es sobre lo que ha de pivotar lo sustancial de la temática del sobreendeudamiento.

Apuntemos algunas cuestiones sobre las que la autora reflexiona más profundamente en su obra:

-¿Deben responder las entidades financieras ante situaciones de insolvencia causadas por una conducta irresponsable a la hora de otorgar créditos sin haber estudiado suficientemente el estado de solvencia de los deudores?.

-¿Ha sido lícita la publicidad y suficiente la información dada sobre los productos financieros que comprometen la solvencia económica de los consumidores?.

-¿Son correctas las prácticas bancarias sobre cláusulas abusivas en contratos con los consumidores?.

-¿No resulta paradójico que el principal instrumento de acceso al crédito, tarjetas de crédito, utilizadas millones de veces cada día, no cuenten con una regulación específica más allá de meras circulares del Banco de España?.

Partiendo de que el sistema de cobro de deudas está basado, fundamentalmente, en la posibilidad de resarcimiento de deudas a través de las ejecuciones hipotecarias a efectuar,  ¿sería viable una normativa que establezca la imbargabilidad de un inmueble destinado a vivienda familiar susceptible de ser ejecutado hipotecariamente?.

Contrariamente a lo que ocurre en otros sistemas concursales extranjeros en nuestro país no puede obtener la liberación de sus deudas, ignorándose la toma en consideración del carácter fortuito de la situación concursal del deudor, dificultando o imposibilitando la eventual rehabilitación económica o (“fresh start”) producida por la liberalización de la obligación de pago tras la conclusión del concurso o durante un plazo determinado posterior a dicha conclusión. El sistema concursal español, por el contrario, expone al deudor –hasta el plazo de prescripción de las deudas- a las ejecuciones singulares de los acreedores o, incluso, a la reapertura del concurso “gota malaya ” o “torre del deudor”. ¿Es conveniente este cómputo a cero de las deudas en caso de insolvencia? .

Sobre estas cuestiones nos habla María Isabel Álvarez Vega en su obra cuya lectura nos ha perecido muy esclarecedora aportando una visión tanto amplia como profunda del problema del sobreendeudamiento que, con mayor intensidad, están sufriendo los consumidores españoles y que necesita una regulación normativa adecuada.

El libro “La protección jurídica del consumidor sobreendeudado e insolvente”, está publicado por la Editorial Civitas en su colección “Estudios y Comentarios”.

miércoles, 9 de junio de 2010

UNA EXPLICACIÓN CRÍTICA DE LAS CAUSAS DE LA CRISIS. “SUS CRISIS NUESTRAS SOLUCIONES”, DE SUSAN GEORGE


Publicado por Intermon Oxfam e Icaria 2010, el nuevo libro de Susan George efectúa una crítica al sistema económico presidido por la actual -y agotada- fase capitalista denominada “neoliberalismo” basada en una innovación financiera permanente, en la privatización y desregulación de los mercados y en una creencia infantil en que la solución a los problemas económicos consiste en lograr un crecimiento y una producción creciente e ilimitada, más que en hallar el modo de distribuir equitativamente los limitados recursos que posee el planeta.

Este es el capítulo introductorio.



Introducción: elección de la libertad

Gracias por su interés en este libro. Las próximas páginas les darán una idea de su contenido y del ánimo con que ha sido escrito. No exige conocimientos concretos sobre ninguno de los temas abarcados; quiero que sea un libro exento de jerga, que pueda leer todo el mundo.

La mayoría de la gente todavía no se ha dado cuenta, pero, salvo una minoría, todos estamos en la cárcel. Los carceleros no son estúpidos, nos dejan andar por ahí sueltos, al aire libre, e ir a ver las películas que queremos, pero en muchos de los aspectos más importantes de la vida no somos libres.

Sus crisis, nuestras soluciones echa una mirada objetiva al régimen de la globalización neoliberal en el que vivimos e intenta explicar, ateniéndose a los hechos, que las finanzas dirigen la economía, que las finanzas y la economía determinan conjuntamente un mundo enormemente desigual, que para centenares de millones los recursos más básicos -alimentos y agua- están desapareciendo y el planeta está viéndose reducido a la categoría de cantera y vertedero; y también por qué, debido a esas razones, seguiremos luchando unos contra otros. El último capítulo, el más largo, propone estrategias y medios concretos de huida.

Escribí este libro porque estoy enfadada, perpleja y asustada: enfadada porque muchas personas sufren innecesariamente a causa de la crisis social, económica y ecológica y porque los dirigentes mundiales no dan señales de estar llevando a cabo ningún cambio verdadero; perpleja porque no parece que ellos entiendan, o les importe mucho, el estado de ánimo general, el resentimiento generalizado y la urgencia de acciones; asustada porque, si no actuamos pronto, quizá sea ya demasiado tarde, sobre todo en lo concerniente al cambio climático.

Sería posible disfrutar de un mundo limpio, verde y rico, procurar una vida digna y aceptable para todos en un planeta sano. Esto no es una utopía sino una posibilidad real. El mundo nunca había sido tan rico, y ahora mismo disponemos de todos los conocimientos, herramientas y destrezas que necesitamos.

Los obstáculos no son técnicos, prácticos ni financieros sino políticos, intelectuales e ideológicos. La crisis brindará una extraordinaria oportunidad para construir un mundo así, y el propósito de este libro es explicar cómo y por qué nos hemos metido en el lío actual y cómo podemos salir de él, por el bien del planeta y de todos los que lo habitan.

Aunque la parte financiera de la crisis ha recibido la máxima atención y en buena medida ha quitado a las otras de las portadas del paisaje mental, en realidad no nos hallamos en medio de una sola crisis sino en una crisis de carácter multifacético que ya afecta, o pronto afectará, a casi todos los aspectos de casi todas las personas y al destino de nuestro hábitat terrenal.

Podemos llamarla crisis del sistema, de civilización, de globalización, de valores humanos, o utilizar algún otro término universal, omniabarcador; la cuestión es que nos ha encarcelado mental y físicamente y que hemos de liberarnos.

Las esferas

Podemos considerar esta prisión de dos maneras. La primera metáfora que me parece útil es la de una serie de esferas concéntricas colocadas con arreglo a una jerarquía de importancia decreciente. La exterior y más importante lleva la etiqueta de «Finanzas»; la siguiente es «Economía», a continuación viene «Sociedad», y por último, la más profunda y menos importante, la esfera denominada «Planeta». Éste es el orden en la actualidad.

A mi juicio, la ingente tarea que tenemos en todas partes, un esfuerzo nunca requerido antes en la historia de la humanidad, consiste en invertir el orden de estas esferas para que sea exactamente el contrario del actual. Hemos de mirar al cielo, recordar la famosa imagen de la tierra vista desde el espacio, recuperar el sentido de la armonía y establecer con claridad nuestras prioridades.

Nuestro bello y finito planeta y su biosfera deben ser la esfera más externa, pues el estado de la tierra, a la larga, engloba y determina el estado de todas las esferas de dentro. Después debería estar la sociedad humana, que ha de respetar las leyes y los límites de la biosfera, pero, por lo demás, ha de ser libre para elegir democráticamente la organización social que mejor convenga a las necesidades de sus miembros. La tercera esfera, la economía, representaría tan sólo un aspecto de la vida social, estableciendo la producción y distribución de los medios concretos para la existencia de la sociedad. Finalmente vendría la cuarta y menos importante de las esferas, la de las finanzas, sólo una entre las muchas herramientas al servicio de la economía.

Pese a las indiscutibles pruebas de la crisis climática y del desastre ecológico inminentes, diversos economistas de la corriente dominante y la mayoría de los políticos aún no ven las cosas así: para ellos, las finanzas y la economía van primero.

Estas dos esferas más externas imponen sus necesidades a la sociedad y determinan cómo debe ésta organizarse. En concreto, las esferas económica y financiera han de crecer sin parar; este crecimiento es la única medida válida; su mecanismo impulsor está programado para superarse continuamente a sí mismo.

Como las finanzas y la economía son de importancia primordial en el universo político y de los economistas de la corriente principal, éstos creen que la expansión de la captación de recursos, la producción y el consumo no tiene límites. Para ellos, el mundo natural es un simple subsistema, tan sólo el lugar del que sacamos las materias primas y al que arrojamos los desperdicios, incluidos los gases de efecto invernadero.

Los economistas denominan «externalidades» a la destrucción sistemática del medio ambiente: meros efectos secundarios desafortunados de las actividades económicas productoras de renta. Esta idea, al igual que otras creencias de la economía neoliberal o de la corriente dominante, es descabellada. Tal como decía el difunto economista Kenneth Boulding, «para creer que la economía puede crecer infinitamente en un sistema finito hay que ser un loco o un economista». Las raíces de la crisis que ahora nos encarcela se pueden hallar directamente en el modo en que ordenamos, consciente o inconscientemente, las esferas. En el funesto sistema que ha usurpado el poder sobre los asuntos humanos, cuando las finanzas se hunden como han hecho hace poco, aplastan y dañan a todos los demás —no sólo la economía, sino también la sociedad y la biosfera. Durante las tres últimas décadas, la economía monetaria se ha hecho con el poder, ha descuidándola economía real, acabando ambas prácticamente separadas, mientras aquélla atiende cada vez más a las necesidades de una minoría.

Dado que la economía es injusta y genera inmensas desigualdades, la sociedad es también necesariamente injusta. Nuestro atribulado planeta es objeto de constante abuso financiero, económico y social. Debemos tener siempre presente que, aunque no podemos vivir sin él, él estaría mucho mejor sin nosotros. Esta jerarquía perversa y este ordenamiento erróneo de las esferas constituyen el meollo de la crisis.

Así pues, nuestro titánico objetivo, y único modo de escapar de la cárcel.

Los muros

Las esferas son un sistema útil para pensar en las prioridades presentes, y espero que futuras, de nuestra existencia, pero, por lo que toca a este libro, he escogido la segunda metáfora que mejor y más sencillamente describe nuestra difícil situación como prisioneros, esto es, los muros. Todas las cárceles tienen muros que impiden escapar a sus internos, pero en la que estoy describiendo está el mundo entero, no sólo los países más ricos, por lo que ciertas partes de su estructura acaso parezcan menos pertinentes a los lectores occidentales relativamente privilegiados, bien que sean la realidad cotidiana de millones.

Por eso, el primer muro que describiré es financiero y económico: aquí no hay sorpresas. El segundo lo constituye la vieja y creciente pobreza y desigualdad que hay tanto en el Norte como en el Sur. El tercero es el cada vez más difícil acceso a necesidades humanas vitales, principalmente los alimentos y el agua. Éstos son los temas de los tres primeros capítulos, con lo que el lector sin duda esperará que el cuarto trate del cambio climático, la destrucción de la naturaleza y la pérdida de biodiversidad.

Al principio intenté hacer lo mismo que he hecho en otros libros: dedicar también aquí al medio ambiente un capítulo aparte. Después caí en la cuenta de que los «capítulos aparte» son parte del problema. Es demasiado frecuente que el medio ambiente y la respuesta al cambio climático figuren, en el mejor de los casos, como un tema —o un ministerio aparte-; en el peor, como una nota al pie o una ocurrencia tardía. Los gobiernos siguen actuando como si cuadrar las cuentas fuera más importante que detener el calentamiento global, que, por lo que parecen creer, puede ser pospuesto indefinidamente, al menos hasta que hayan reparado las averías de los bancos. De modo que el capítulo cuatro trata del conflicto: ¿Es inevitable? ¿Y cuáles son las características de los conflictos actuales? Intento proponer soluciones a estos problemas a lo largo de todo el libro, pero el capítulo cinco está dedicado por entero a algunos objetivos bastante específicos. Y al final hay una breve conclusión.

La clase de Davos

Para ver cómo podemos emprender una tarea de tal envergadura como la de invertir el orden de las esferas, creo que la metáfora de la prisión es una buena guía, pues el mejor modo de empezar es preguntando quién tiene ahora las llaves. ¿Quién arma a los guardias y se encarga de las torres de vigilancia día y noche para evitar las fugas? ¿De qué están hechos los muros y quién los levantó? Aquí es donde debo introducir la pasadísima de moda noción de clase.

En mi trabajo, observo que una de las cosas más difíciles de hacer entender al público —el mío suele componerse de personas generosas e inquietas— es que andan por ahí una serie de individuos resueltos, poderosos y educados pero de veras peligrosos; que comparten intereses de clase, sacan un extraordinario provecho del statu quo, se conocen unos a otros, se mantienen unidos y quieren que básicamente no cambie nada.

De todos modos, me gustaría dejar claro que no estoy poniendo en entredicho la ética individual de nadie —seguro que hay un montón de banqueros bondadosos, empresarios magnánimos y ejecutivos socialmente responsables—; sólo estoy diciendo que, como clase que son, hay que contar con que se comportarán de determinada forma aunque sólo sea porque están al servicio de un sistema muy concreto. Un hombre de gran perspicacia lo expresó mejor de lo que yo pueda hacerlo: En su principal obra escribió: Todo para nosotros y nada para los demás» parece haber sido la ruin máxima de los amos de la humanidad en las diversas épocas de la historia.

Se trataba de Adam Smith en La riqueza de las naciones, escrito en 1776 y considerado universalmente el primer estudio exhaustivo sobre la naturaleza y la práctica del capitalismo.

Esta obra maestra también ha sido utilizada para justificar toda suerte de perjuicios y diversos usos y costumbres que Smith condenaba, especialmente en su otra obra famosa, La teoría de los sentimientos morales. Tras anunciar la «ruin máxima de los amos de la humanidad», pasa a explicar cómo los grandes propietarios de su época preferían tener un par de hebillas de zapatos con diamantes o «algo igual de frívolo e inútil» a proporcionar el «mantenimiento o, lo que es lo mismo, el precio del mantenimiento de mil hombres al año». Plus ça change...

Los amos de la humanidad siguen con nosotros y, para los fines que aquí me propongo, los llamaré la clase de Davos porque, como las personas que se reúnen cada enero en la estación de invierno de Suiza, son nómadas, poderosos e intercambiables.

Algunos tienen poder económico y casi siempre una considerable fortuna personal. Otros poseen poder administrativo y político, ejercido sobre todo en nombre de los primeros, que les recompensan debidamente. Sin duda existen contradicciones entre sus miembros —los ejecutivos de una empresa industrial no siempre tienen exactamente los mismos intereses que sus banqueros—, pero en general, cuando se trata de decisiones sociales, están de acuerdo.

Encontramos la clase de Davos en todos los países; no es una conspiración, por lo que es fácil observar e identificar su modus operandi. ¿Por qué preocuparse de conspiraciones cuando basta con estudiar el estudio del poder y sus intereses? La clase de Davos es siempre sumamente pequeña en comparación con la sociedad, y sus miembros lógicamente tienen dinero, unas veces heredado, otras ganado con su esfuerzo, pero lo más importante es que cuentan con sus propias instituciones sociales -clubes, las mejores escuelas para sus hijos, barrios, consejos de administración, obras benéficas, destinos de vacaciones, organizaciones de admisión reservada, acontecimientos sociales exclusivos y de moda, etcétera-, las cuales ayudan a reforzar la cohesión social y el poder colectivo. Dirigen nuestras principales instituciones, incluidos los medios de comunicación, saben exactamente lo que quieren y están mucho más unidos y mejor organizados que nosotros. Sin embargo, esta clase dominante presenta también puntos débiles, uno de los cuales es que tiene una ideología pero prácticamente carece de ideas y de imaginación.

En este libro, expongo el hecho de que ellos dirigen la cárcel en la que estamos. Aún quieren «todo para ellos y nada para los demás», pero desde la época de Adam Smith «los demás», mediante su propia lucha, han aprendido a leer, escribir y pensar de forma crítica; están mejor informados, poco a poco han ido consiguiendo un cierto grado de poder para sí mismos, con lo cual tienen mucha más experiencia política que la gente del siglo XVIII. Por tanto, hay que mantenerlos bajo una supervisión más inteligente y estratégica.

La clase de Davos, pese a los agradables modales y la bien entallada ropa de sus miembros, es depredadora. No cabe esperar que actúen de manera lógica, pues no están pensando en intereses a largo plazo, por lo general ni siquiera los suyos, sino en comer ahora mismo. También están muy versados en gestión carcelaria y encargan a los vigilantes mejor preparados y más listos el control de nuestros movimientos.

Vías de escape

Como he hecho otras veces, abusaré de la muy sobada primera persona del plural, «nosotros», porque creo que «nosotros» —la gente buena, honesta, «corriente» que me encuentro continuamente— tenemos los números (y, por tanto, también los votos) de nuestro lado. Poseemos imaginación, ideas y propuestas racionales así como un buen caudal de conocimientos y destrezas, es decir, sabemos qué hay que hacer y cómo. Pertenecemos a una gran variedad de organizaciones formales e informales que luchan por el cambio en diversas instituciones, en diversos ámbitos. Desde el punto de vista colectivo, incluso tenemos dinero.

Lo que nos falta es la unidad o la organización del adversario, y demasiado a menudo no tenemos conciencia de nuestra capacidad potencial. El liderazgo también es un problema.

Nuestros partidos políticos, como pasa en los Estados Unidos, suelen depender económicamente de la clase dominante y, o bien traducen directamente sus deseos en leyes, o bien, si están en la oposición, secundan pasivamente la mayoría de las decisiones del gobierno. Y hay que reconocerlo, a los progresistas les encanta discutir y crear facciones fratricidas y volverse así incapaces de enfrentarse al poder de otra manera que no sea retórica.

Para funcionar con eficacia, los miembros de la clase dominante necesitan el Estado y su maquinaria, que moldean a su antojo para satisfacer sus necesidades. Esto es lo que han hecho con un éxito clamoroso desde mediados de la década de 1970 para eliminar toda regulación que pudiera entorpecer el objetivo de conseguirlo «todo para ellos». Han engatusado, adulado y presionado, y cuando esto no ha surtido efecto, han pagado a los políticos para tomar las medidas necesarias.

Así, lograron que los ciudadanos, o sea los votantes, apoyaran sus planes. También se gastaron más de mil millones de dólares —pecata minuta para ellos- sólo en los Estados Unidos para dar forma y difundir su ideología, con lo que convencieron a grandes mayorías de que todo lo que hacían era beneficioso, de que llevaban nuestros intereses en el corazón y de que su orden tenía los mejores propósitos en el mejor de los mundos posibles.

Aunque distaban de ser marxistas, seguían al pensador marxista italiano Antonio Gramsci, que formuló el concepto de hegemonía cultural. He dedicado un libro a explicar cómo, en los Estados Unidos, la clase dominante utilizó los medios de comunicación, la gestión empresarial, el marketing y el dinero para fabricar y propagar el nuevo sentido común, apuntando a las instituciones de más alto nivel, donde se forjan las ideas y desde donde éstas van filtrándose hacia el resto de la sociedad.

El presidente Obama es sin duda un bienvenido sustituto de George W. Bush, pero a mi juicio sería un error suponer que él puede -o incluso quiere- borrar de golpe treinta años de transformación neoliberal. En 2008, también recibió más de cuatro millones de dólares, como contribuciones a la campaña, de empleados de alto nivel de los bancos a los que ahora ha rescatado.

Principios y práctica carcelarios 

El hombre de Davos (y también desde luego la mujer) presenta características específicas en cada país, pero actualmente es también una especie internacional cuyas ideas, si se les puede llamar así, son prácticamente las mismas en todas partes. Dado que sigue forzosamente las reglas capitalistas, mantiene la economía en un estado crónico de sobreproducción y no necesita la mayor parte de la mano de obra del mundo. La democracia se interpone en su camino, y si le hace falta arrastrarnos a las miserias del siglo XIX y tiene la libertad para hacerlo, pues eso hará. Si en el proceso destruye la sociedad y el planeta, lástima.

Habrá más suerte la próxima vez, quizá en un planeta distinto -aunque él ya no andará por ahí como individuo. Confíen en la palabra de Adam Smith si no confían en la mía: esta clase busca de veras «todo para sí misma y nada para los demás». Igual que el cambio ideológico y el ascenso del hombre de Davos, la fase actual del capitalismo global data aproximadamente de principios a mediados de la década de 1970, y en general recibe el nombre de «neoliberalismo»: se basa en la libertad para la innovación financiera con independencia de adónde pueda conducir, así como en la privatización y la desregulación, el crecimiento ilimitado, el mercado libre y supuestamente autorregulado y el libre comercio. Esto dio origen a la economía de casino, que ha fracasado y está totalmente desprestigiada, al menos en la cabeza de la gente.

La mayoría de las personas no piden más pruebas; ven a la perfección que el sistema no funciona para ellas, ni para sus familias, sus amigos o su país. Muchos reconocen también que es perjudicial para la inmensa mayoría de los habitantes de la tierra y para el propio planeta. El andamiaje ideológico y político que lo sostenía se ha venido abajo junto con la estructura financiera, lo que ha aplastado a millones de vidas obligando al establishment global a adoptar medidas sin precedentes que han supuesto un coste enorme para los ciudadanos, sin garantías de que esos planes ideados a toda prisa vayan a ser suficientes. Ya es hora de actualizar la frase de Lenin «los capitalistas nos venderán la soga con la que los colgaremos». Hoy es aún peor: los capitalistas se venden unos a otros la soga con la que se ahorcan y nos arrastran a los demás con ellos. Así es como provocaron la catástrofe actual, vendiéndose unos a otros sogas a las que ponían nombres extravagantes o acrónimos que al final resultaron ser productos financieros sumamente peligrosos. Los gobiernos se apresuraron a evitarles un final ignominioso antes de que llegaran a expirar.

Pero que no cunda el pánico: quizás hayan metido la pata en su primer intento de suicidio, pero probarán de nuevo. Sólo ha pasado un año desde el Septiembre Negro de 2008 y los banqueros ya están inventando productos desconocidos hasta la fecha y difundiéndolos por todo el mundo. Lo más macabro que he leído al respecto se refiere a la venta de pólizas de seguros de vida, a un precio considerablemente reducido, de personas ancianas o gravemente enfermas, que empaquetan igual que hicieran con las hipotecas subprime y venden como productos financieros.

Su remuneración y sus primas han vuelto a ser obscenas. Su sistema está diseñado para superarse continuamente a sí mismo, para ir más allá y más deprisa, para llegar más alto, para ser más rico, hasta que se estrella. Y volverá a estrellarse. En la reunión del G-20 de abril de 2009, ciertos líderes políticos afirmaron pretenciosamente haber creado un Nuevo Orden Mundial. Si hubo algo fue más bien una bolsa de sorpresas con medidas provisionales concebidas para hacer que el viejo orden mundial siguiera marchando al ralentí, valiéndose de instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI), que para empezar habían contribuido a generar la crisis, a lasque entregaron cientos de miles de millones. Estoy dispuesta a apostar lo que quieran a que sus soluciones no funcionan, ni siquiera según sus propias condiciones. En septiembre de 2009 repitieron actuación.

Estos dirigentes también ha dejado clarísimas sus prioridades. Se han legitimado como gobierno del mundo, dejando fuera a 172 países que ni cuentan. Cuando la gente se manifestó en Londres y otras ciudades antes de la reunión del G-20 de abril de 2009 para proclamar «No pagaremos vuestra crisis» o «Primero la gente y el planeta», los otros respondieron «Oh, claro que pagaréis» o «Ni hablar».

Esta clase de gobiernos y sus voceros son expertos en embalaje, interesados como están en que el statu quo parezca totalmente nuevo. Como normalmente gobiernan en nombre de la clase de Davos, adoptan la ley del mínimo esfuerzo, lo que siempre significa que los demás acabamos pagando y callando.

Nuestra primera línea defensiva debería consistir en negarnos a obedecer. Sin la acción popular no cambiará nada en esencia.

Siempre es así.

Qué no hay que esperar de este libro

Expondré aquí algunas cosas que no incluiré en el capítulo de las «Soluciones». En cuanto uno siquiera menciona la palabra, suscita un eco de revolución. El mito revolucionario es sólido, pero para que yo creyera en él primero debería conocer el nombre del zar que hemos de derrocar esta vez y la dirección del Palacio de Invierno donde se encuentran él y sus consejeros, a quienes habrá que colgar de la farola más cercana. Lo único que sé es que el Palacio no está en Wall Street ni en la City de Londres, que, gracias a las medidas gubernamentales de rescate, siguen haciendo negocios a pesar de su irresponsabilidad, su temeridad y su estupidez.

En cuanto a «un final del capitalismo», acompañado o no por la revolución, estoy a favor, pero también aquí me sentiría más cómoda si supiera qué se quiere decir con eso. A decir verdad, no alcanzo a ver ningún big bang, ningún fin definitivo de nuestro actual sistema económico, sino más bien un proceso progresivo de transformación alimentado por una presión pública constante—local, nacional y cuando es posible internacional— que obliga a los gobiernos a reinar en el sector privado, especialmente los conglomerados financieros, y coloca a la gente y al planeta por delante de la acumulación y los beneficios en un contexto social mucho más cooperativo. En cualquier caso, la crisis actual y el colapso virtual del edificio financiero todavía no han bastado para provocar este final de fábula.

No creo que la violencia pueda traer consigo una solución duradera o adelantar la emancipación humana; sí temo, en cambio, que nos pase por encima a menos que reduzcamos rápidamente las flagrantes injusticias del presente. En estas páginas cito algunos estudios, pero el lector no necesita consultar sondeos de opinión para sentir que el estado de ánimo de la gente es cada vez más alarmante. A una los pensamientos la transportan irremediablemente a la década de 1930 y al ascenso del fascismo y las dictaduras tras una grave crisis financiera.

Es algo tentador para la gente que busca chivos expiatorios en los inmigrantes y no dirige la mira a los verdaderos culpables, que se hallan demasiado lejos para constituir dianas fáciles. Algunas personas también temen la aparición de un «ecofascismo » que imponga medidas drásticas mientras se afianzan los inequívocos efectos del calentamiento global.



Tampoco voy a recomendar la «abolición del mercado». Los mercados desempeñan un papel útil, y, según demuestra la arqueología, hace milenios que existen, desde que la gente fue capaz de viajar e intercambiar. Ya hacia 2500 a.C. al menos, en las rutas comerciales entre la India, Oriente Medio y Egipto, los mercaderes estaban habituados a utilizar a la vez unos diez sistemas de pesos, medidas y monedas para intercambiar productos valiosos como estaño, cobre, plata, oro y lapislázuli y verificar que no les engañaban.


Una economía capitalista conlleva la existencia del mercado, pero lo contrario no es verdad: todo depende de la clase de mercado de que se trate. El sueño neoliberal del «mercado autorregulado» se ha revelado finalmente como una pesadilla y una bestia mitológica —cabe esperar que la crisis actual haya acabado con ella, aunque lo dudo. El debate no debería centrarse en decir sí o no al mercado sino más bien en qué artículos deberían ser comprados y vendidos a precios fijados con arreglo a la oferta y la demanda, y cuáles deberían ser considerados bienes y servicios comunes o públicos, cuyo precio tendría que estar en función de su utilidad social.




Esto significa que el papel del estado individual sigue siendo clave por la sencilla razón de que no podemos hablar de democracia por encima del nivel estatal. Para Adam Smith, era una obviedad tácita que el alcance del mercado capitalista y el del estado eran idénticos, pero en la actualidad esto dista de ser así. Por ejemplo, los europeos prácticamente no ejercen ningún control sobre las decisiones de la Unión Europea, que parece empeñada en destruir todos los servicios públicos que sea posible y en rechazar la democracia a cada paso. En ninguna parte tienen los ciudadanos influencia alguna en la arquitectura global de instituciones como el Banco Mundial, el FMI, la Organización Mundial del Comercio y sus acólitos.

Mi lista de bienes públicos o comunes comenzaría con uno que hace una década no aparecía: un clima adecuado para los seres humanos. Actualmente, el clima es un bien común porque el bienestar de todos depende de él, lo cual no impide los intentos de convertirlo en un artículo rentable y comercializable por medio de permisos y compensaciones relativas a la contaminación. Se trata de un enfoque erróneo aunque sólo sea porque el mercado presupone la existencia continuada de la mercancía comercializada, en este caso las emisiones de CO2, que es exactamente lo que hemos de eliminar. Hablamos continuamente de salvar «el planeta» cuando en realidad estamos hablando de salvarnos a nosotros mismos. El planeta seguirá girando sobre su eje y dando vueltas alrededor del sol, sólo que quizá sin nosotros. Si tuviéramos un mayor margen de tolerancia para el frío y el calor, las sequías y las inundaciones, podríamos acomodarnos mejor. Pero no es así, como tampoco lo es para la mayoría de las especies de las que dependemos. Las que sobrevivirán más tiempo son las que tienen márgenes más amplios y no constituyen para nadie la compañía de preferencia: moscas, mosquitos, cucarachas, palomas, cuervos, ortigas...

La siguiente lista, más convencional, de bienes públicos intentaría reparar el daño de décadas de privatización, e incluiría no sólo puntos obvios como la salud, la educación y el agua sino también la energía, una buena parte de la investigación científica y los fármacos, aparte del crédito financiero y el sistema bancario. Para evitar malentendidos, por favor, tengan en cuenta que «común» y «público» no significan necesariamente «gratis», aunque así debería ser en ciertas esferas, como la educación. Tampoco dan a entender algo «organizado por planificadores centrales y gestionado por burócratas». Son posibles muchos modelos organizativos distintos; la descentralización es una opción lógica en numerosos casos, por ejemplo el agua, y podría utilizarse en otros muchos. La participación popular en la gestión de un buen número de ellos sería no sólo deseable sino indispensable.

En términos prácticos, la fuga de la cárcel requerirá que la gente de buena voluntad se una, forme alianzas nacionales e internacionales, y utilice la crisis financiera para resolver las otras. No hagamos caso de aquellos que dicen que «no podemos permitírnoslo». Pese a la crisis y los rescates, el mundo sigue inundado de dinero. No se tardó mucho en descubrir cientos de miles de millones en el fondo de cajones, o enterrados en jardines, que fueron utilizados para salvar a los bancos. En la primavera de 2009, aparecieron por arte de magia (los cálculos aproximados varían bastante a lo loco) unos cinco billones de dólares —5.000.000.000.000— para apuntalar las instituciones financieras. Esta cantidad inconcebible se ha pedido prestada en su mayor parte al futuro. Será devuelta por los ciudadanos de nuestra época, y por sus hijos y sus nietos; devuelta en forma de impuestos, naturalmente, pero también de desempleo, de servicios perdidos y, sin duda, de otras penurias que ni siquiera hemos empezado a imaginar.

Esas cantidades de cientos o miles de millones han estado continuamente vedadas a la salud, la educación, la creación de empleo, la protección medioambiental y otros ámbitos dignos de atención. Hay medios para impedir que esto vuelva a pasar y lugares donde encontrar dinero. No obstante, si los ciudadanos esperan poner coto a la dictadura de la economía, han de exigir mucho más que una simple regulación de los contornos del sistema financiero. El G-20 no es el organismo que vaya a tomar las decisiones necesarias.

Por último, no tengo reparos en reconocer que hay muchísimas cosas que no sé. No sé si «nosotros» podemos derrotar a la firmemente establecida clase depredadora de Davos y sustituirla por un orden social más igualitario y democrático. No sé si es posible alterar la actual rapport de forces, la correlación de fuerzas, y hacer que el péndulo oscile hacia un mundo más justo, estable, verde y habitable. Apuesto a que sí podemos, de lo contrario lo único que nos queda por hacer es imitar a los que vivían en la época de la peste, quienes festejaban, bebían yestaban de jarana en las plazas públicas mientras aguardaban la llegada de la Parca. Creo que podemos aprovechar mejor el tiempo que estando de jolgorio comiendo y bebiendo —y si fracasamos, al menos habremos tenido la oportunidad de hacerlo de manera honorable.

Admito otra cosa: no conozco el estado último, deseable, de la sociedad, y no me fío de los que piensan que sí. De hecho, no creo que haya un estado «último», que también sería estático, un callejón sin salida insoportablemente aburrido o simplemente insoportable. Todos los «ismos» del siglo XX sabían exactamente cómo tenía que ser la sociedad y obligaban a todo el mundo a estar de acuerdo; y los que discrepaban eran enviados a campos de reeducación o eliminados. Gracias, pero puedo arreglármelas sin el fin de la historia.


Igual que, a mi entender, la biodiversidad es la fuente de la vitalidad de la naturaleza y nuestra garantía de supervivencia, defiendo también la diversidad social. Culturas diferentes estarán determinadas —o deberían estarlo— por diferentes historias, culturas, limitaciones geográficas y grados de conflicto.

Podemos mostrar nuestra solidaridad con las luchas de otros; no podemos reemplazarlos ni imponer los resultados. Creo que la emancipación humana será un esfuerzo eterno: por conseguirla donde falte, por protegerla donde esté amenazada, por perfeccionarla donde sea, o parezca ser, más segura. Cuanto más a menudo vence la gente en algún sitio, más fácil resulta a gente de todas partes vencer también. De todos modos, el elemento común a esas distintas historias, culturas y capacidades para modificar las circunstancias actuales debe ser la democracia. La democracia es el objetivo y también los medios que hemos de emplear para alcanzarlo. Tenemos que afrontar el hecho de que suele ser algo confuso y que su consolidación requiere tiempo. Alguna gente siempre trata de violentarla, pero cualquier otra vía ha conducido invariablemente a horrores atroces. En este caso, el fin no sólo justifica los medios: uno y otros son lo mismo. Rechazar los medios democráticos significa rechazar los resultados democráticos y diversos.

Una última salvedad: aunque, como todo el mundo, he utilizado y seguiré utilizando la palabra, no creo realmente que estemos viviendo una «crisis». La palabra «crisis» tiene una larga historia de significados elásticos: según mi diccionario Oxford, deriva de la palabra griega correspondiente a «decisión», pero también hace hincapié en el momento crucial, o la coyuntura crítica, especialmente en una enfermedad, cuya resolución será la recuperación o la muerte. En el teatro, es el momento en quese corta el nudo gordiano, el dilema.

Según el renombrado sinólogo francés François Jullien, la muy repetida afirmación de que el ideograma chino para «crisis» combina las ideas de «peligro» y «oportunidad» es realmente un constructo occidental. El carácter chino se parece más al disparador de una ballesta, un mecanismo de liberación.

Así pues, en griego, en chino y por lo que sé también en otras lenguas, la palabra transmite un sentido de antes y después, una acumulación de tensión, y un paso corto y brusco entre posibles caminos, la encrucijada crítica que determina el futuro.

¿Puede haber en nuestra época un momento breve y decisivo para huir de la cárcel?. Quizá, desde la perspectiva de los quinientos años de historia del capitalismo, la época de veras peligrosa que estamos experimentando en la actualidad pueda ser considerada «breve». Yo aún temo que la «crisis» que estuvo forjándose a lo largo de varias décadas, empezó a revelarse en 2007 y aún sigue avanzando pesadamente a finales de 2009, continuará algo más de tiempo. Las crisis se van produciendo cada vez más cerca una de otra. Seguramente aumentará la tensión, pero no habrá una liberación súbita del disparador que lance la flecha. Muy probablemente, la búsqueda de un futuro distinto es un empeño que requerirá su tiempo.

Las élites gobernantes no aprovecharán el momento de la decisión, sino que, ante la protesta popular, intentarán remendar y rehabilitar un sistema fallido; y el sistema volverá a fracasar.

Tal vez para mantenerlo se vean obligadas a utilizar métodos más duros para garantizar que los prisioneros siguen asustados, tranquilos e intimidados. Un término más preciso que «crisis» podría ser «depresión», como lo que pasó en la década de 1930, pero no sólo en el aspecto económico sino también en el psicológico, y esta vez experimentada tanto por individuos como por sociedades enteras. Aunque quizá otra palabra mejor sea «abertura», por la que alcanzamos a vislumbrar —pese a las ruinas y al desolado paisaje— el mundo limpio, verde y rico que hay al otro lado.

El crac era inevitable y también previsible, pese a que pocos lo previeron. Los que sí lo veían venir saben ahora lo que debe hacerse. Sin atribuirme ningún mérito especial, yo formé parte del movimiento social que vaticinó la crisis, por lo que en la actualidad mi cometido consiste en explicar sus causas y remedios con toda la claridad que sea posible: poner mis palabras en el platillo apropiado de la balanza y, en consecuencia, añadir también cualquier influencia que pueda inspirar.

La fuga misma depende de cada uno de nosotros, y de todos en conjunto.

Un comentario sobre los números

La crisis financiera ha hecho aparecer cifras enormes, prácticamente incomprensibles, en las primeras planas, y hace falta alguna escala alternativa para tener una idea aproximada de lo que representan. Pensemos en el número de veces que nuestro reloj hace tictac para marcar los segundos; si cada segundo equivale a un dólar (euro, libra, etc.), la relación es la siguiente:

Un día = 86.400 $; Un año = 31.536.000 $; 10 años = 315.536.000 $; 100 años
= 3.153.600.000 $.

O digámoslo al revés:

Mil millones (la unidad seguida de nueve ceros) es algo menos de 32 años; Cien mil millones es casi 3.200 años; Un billón (la unidad seguida de doce ceros) es casi 32.000 años.

Las estimaciones más bajas del total de los rescates financieros rondan los cinco billones (160.000 años); las más altas que he visto, a partir de finales de 2009, están en torno a los dieciocho billones (576.000 años).

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