¿Somos libres para elegir lo que comemos?
No existe un juego limpio en el mercado de la alimentación como para poder elegir, totalmente por nosotros mismos, qué es lo que queremos comer. Esas decisiones las toma alguien por nosotros sin que nos demos cuenta
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En los últimos años, algunos países como Estados Unidos, Portugal o Reino Unido han tomado la decisión de gravar con impuestos la venta de bebidas azucaradas
con el fin de desincentivar su consumo y contribuir así a mejorar la
salud pública. En España se planteó esa posibilidad hace unos meses,
aunque finalmente fue desestimada y solo fue aplicada por Cataluña.
Estos acontecimientos avivaron un debate, cada vez más frecuente, entre
quienes defienden el papel del Estado como protector de la salud
pública y quienes califican este tipo de medidas de paternalistas y
contrarias a la libertad individual. Pero ¿en qué situación nos
encontramos actualmente? ¿Hasta qué punto somos libres para elegir cómo nos alimentamos?
Si hablamos de medidas legales, las restricciones van encaminadas sobre todo a evitar adulteraciones, fraudes o riesgos para la salud de la población por la posible presencia de contaminantes (bacterias,
compuestos tóxicos, etc.). Por lo demás, apenas existen normas que
limiten el consumo o la venta de alimentos, salvo contadas excepciones,
como es el caso de las bebidas alcohólicas (consumo en eventos
deportivos o al volante, venta a menores, etc.). Es decir, en general, podemos comer lo que queramos, cuando queramos y cuanto queramos.
Sin embargo, esto no significa que nuestras elecciones a la hora de
alimentarnos sean libres, ya que para ello deben existir unas
condiciones que a día de hoy no se dan.
"¿Cómo vamos a elegir un insulso calabacín a la plancha cuando podemos comer algo con sabor intenso y además crujiente?"
En
primer lugar, para poder hacer una elección verdaderamente libre, es
necesario contar con conocimientos, es decir, saber qué opciones
existen, cuáles son las más adecuadas y qué repercusiones pueden tener
nuestras decisiones. Lamentablemente, los conocimientos de la mayor parte de la población en materia de alimentación no solo son insuficientes, sino que además son erróneos.
Suele pensarse por ejemplo que es imprescindible desayunar leche,
cereales y fruta, cuando en realidad no existe evidencia científica que
respalde tal cosa. Este tipo de consejos infundados, que a menudo son
impulsados por determinados sectores de la industria alimentaria, nos
llevan a elegir alimentos que se adapten a ese esquema cerrado, obviando
el resto de opciones. Así, nos sentimos libres porque podemos elegir
entre cincuenta tipos de galletas, pensando incluso que son saludables,
sin caer en la cuenta de que podríamos optar por un millón de alimentos mejores para nuestra salud,
como por ejemplo un puñado de nueces.
Es decir, nos comportamos del
mismo modo que un pájaro que permanece en el interior de su jaula a
pesar de tener la puerta abierta.
Nuestra escasez de conocimientos y de criterio también nos impide hacer una elección libre
a la hora de hacer la compra. A menudo nos encontramos etiquetados que
no comprendemos o que no sabemos interpretar y envases o promociones que
incluso nos engañan deliberadamente y que dirigen
nuestras elecciones. Por ejemplo, si nos disponemos a comprar leche y
encontramos un envase en el que se muestran las palabras “tus mañanas
serán más ligeras con leche sin lactosa”, pensaremos que esa es la mejor
opción, incluso aunque no padezcamos intolerancia
alguna a este azúcar y su consumo no nos aporte ningún beneficio extra.
Este tipo de estrategias publicitarias es muy frecuente y se basa en
hacernos pensar que tenemos necesidades especiales o que una dieta
normal tiene carencias, de manera que necesitamos consumir determinados
productos para mantener un buen estado de salud. Así, compramos por
ejemplo bebidas lácteas enriquecidas en omega 3 por miedo a sufrir
déficit de esta sustancia, sin saber que una rodaja de salmón cubre sobradamente nuestras necesidades de ese nutriente.
El
caso es aún más dramático cuando se trata de la publicidad de alimentos
para bebés. Nos han metido en la cabeza que no existen alternativas a
las papillas de cereales y que alimentar a menores de 3 años es complicado y requiere productos específicos, cuando en realidad no es así. Es más, muchos de esos productos no solo son innecesarios, sino que además son insanos y les predisponen para llevar una dieta poco saludable
(yogures azucarados, galletas, etc.). Pero ahí no queda la cosa. En
cuanto esos bebés crecen un poco, son bombardeados con infinidad de
mensajes publicitarios, y eso a pesar de tratarse de un colectivo que no
tiene poder adquisitivo. Lo que ocurre es que la población infantil
carece casi por completo de conocimientos y de criterio, así que las
estrategias publicitarias van encaminadas a convencerles para que deseen un determinado producto,
de modo que posteriormente sean ellos quienes insistan a los adultos
que se encargan de su cuidado. Por eso, en los alimentos pensados para
el público infantil, se incluyen dibujos de sus personajes favoritos o
juguetes. Aunque no solo eso. También se utilizan otras prácticas, como
colocar estos productos dentro del supermercado en los estantes que
están muy cerca del suelo, precisamente a la altura de sus ojos. Así,
¿qué libertad de elección queda ante dos niños berreando y pataleando en
el suelo de un establecimiento porque quieren que les compren las galletas de sus dibujos favoritos?
Y si eso no funciona, aún queda otra baza: “Es que todos mis compañeros de clase las comen”. Hablamos de la presión social,
que es otro de los factores que condicionan nuestras elecciones.
También las de los adultos, por supuesto. Por ejemplo, si acudimos a una
comida de trabajo y a la hora del postre todo el mundo pide tarta,
seguramente nos costará desmarcarnos y pedir una manzana,
no vaya a ser que nos tachen de raritos. Aunque, por otra parte, quizá
nos estemos precipitando al presuponer que en ese restaurante ofrecen
fruta. Y es que hay muchos entornos en los que las opciones saludables
se cuentan con los dedos de una mano; por ejemplo: centros comerciales,
estaciones de tren, aeropuertos o incluso tiendas de comestibles y
restaurantes. En general, la disponibilidad de alimentos saludables es
muy reducida, de igual modo que lo es su promoción. Lo que abunda son
los productos insanos, cuya presencia y publicidad es absolutamente omnipresente y eso influye de forma muy significativa en las elecciones que hacemos a la hora de alimentarnos.
Por si fuera poco, es frecuente que el precio de esos productos insanos sea mucho más bajo
que el de los alimentos saludables, así que a veces decantarnos por
estos últimos no es fácil, especialmente si nuestro poder adquisitivo no
es muy alto. Imaginemos que paseamos por el centro de una ciudad y
queremos comer algo. A menudo la única opción es acudir a uno de los
muchos establecimientos de comida rápida que abundan en ese entorno y
que ofrecen menús por apenas tres euros. ¿Cómo vamos a elegir otra
alternativa más saludable cuando no se encuentra a nuestro alcance
físico ni económico?
"Si hablamos de la población general, el porcentaje de sobrepeso y obesidad se eleva hasta el 53%"
A todo esto hay que sumar además que los productos insanos suelen tener unas características organolépticas (aspecto, olor, sabor, textura) que gustan mucho. Precisamente se conciben y elaboran con ese fin, así que ¿cómo
vamos a elegir un insulso calabacín a la plancha cuando podemos comer
algo con intenso sabor dulce, un punto de salado, un poco de grasa y
además crujiente? A nuestro cerebro le encantan estas cosas y
nos recompensa por ello, ordenando la liberación de sustancias que nos
hacen sentir bien. Además, cuando esto lo experimentamos de forma
habitual nuestro organismo se acostumbra (por ejemplo, nos cuesta más
percibir y disfrutar los sabores poco intensos) y nos resulta muy
difícil volver a apreciar el placer de comer ese calabacín a la plancha.
Otro factor que determina nuestra elección de alimentos es la falta de tiempo y de habilidades culinarias.
Para alimentarse de forma saludable, es recomendable cocinar en casa.
Pero esto es complicado y lleva mucho tiempo. O al menos eso es lo que
nos dicen muchas de las empresas que venden alimentos ultraprocesados
listos para consumir. En realidad, preparar alimentos es más sencillo de
lo que a veces nos hacen creer. Basta con invertir un poco de interés y
de tiempo para adquirir destreza en la cocina y para
planificar y preparar las comidas. No son necesarias tantas horas como a
veces se piensa y además hay algunas opciones que pueden facilitarnos
la tarea, como las ensaladas de bolsa, los vegetales ultracongelados o
las legumbres en conserva.
Recapitulando, nos
encontramos en una situación en la que la mayor parte de la sociedad
carece de conocimientos y de criterio en materia de alimentación y los productos insanos son omnipresentes, muy baratos y están muy ricos.
Todos estos factores (y alguno más, como por ejemplo los conflictos de
interés de algunas sociedades sanitarias o la desinformación de algunos
medios de comunicación) definen lo que se conoce como ambiente
obesogénico, es decir, un entorno que propicia el sobrepeso y la obesidad.
Para hacernos una idea, basta decir que, en España, en torno al 40% de la población infantil de entre 7 y 8 años
tiene sobrepeso u obesidad, lo que significa que es probable que
padezcan obesidad en la edad adulta y que sufran ciertas patologías,
incluso a edades tempranas, tales como enfermedades cardiovasculares y
diabetes. Si hablamos de la población general, el porcentaje de sobrepeso y obesidad se eleva hasta el 53%.
Esto es algo verdaderamente preocupante porque cada año cuesta la vida a
miles de personas en toda Europa. No en vano, en este continente, 9 de
cada 10 muertes causadas por enfermedades no transmisibles se deben a
enfermedades cardiovasculares, diabetes, enfermedades respiratorias y
diferentes tipos de cáncer, cuyos principales causantes son el
sedentarismo, el consumo de alcohol y tabaco y el seguimiento de una
dieta insana.
La situación no es de extrañar. Muchas de
las decisiones que nos han llevado a ella están condicionadas por las
enérgicas acciones de buena parte de la industria alimentaria, cuyo fin
último no es la salud, lógicamente, sino la obtención de beneficios económicos.
Así
pues, para conseguir que las elecciones de la ciudadanía en materia de
alimentación sean verdaderamente libres, se hace necesario mejorar la educación y
aumentar la concienciación de toda la sociedad, incentivar el consumo
de alimentos saludables (con medidas impositivas, campañas promocionales
y fomento de la disponibilidad) y desincentivar el de productos
insanos, tomando medidas como la prohibición de publicidad de alimentos
destinada al público infantil o la aplicación de impuestos a las bebidas
azucaradas, una propuesta que, a pesar de polémica, resulta efectiva para reducir el consumo y mejorar la salud pública.